Maya se pasó los siguientes cinco minutos cantando bajo la ducha, salpicando las canciones de frases incoherentes y palabras sueltas. Mientras, un camarero trajo una cafetera repleta de café, dos cruasanes y un salero. John se abstuvo de preguntar por qué le habían traído los bollos. En su lugar, le ordenó al camarero dejarlo todo en la mesita del salón y regresó al baño.
En ese momento Maya salía de la ducha. El corazón de John estuvo a punto de dar un vuelco. Nunca la había visto tan hermosa. El pelo mojado le caía sobre la cara, creando un curioso juego de luces y sombras. Los labios, gruesos y rosados, destacaban deliciosamente en su fino rostro. La bata le quedaba algo grande y caía hacia un lado, dejando al descubierto un hombro pálido y bien formado. Por debajo, la fina tela revelaba el contorno sensual de unas piernas esbeltas. A John le vino a la mente la imagen de una de las estatuas del Museo Hermitage de Moscú, donde había estado recientemente. La mujer que tenía enfrente se asemejaba a una de aquellas diosas. Una diosa derrotada.
—Gracias, John —dijo Maya, apoyándose en su brazo—. Estoy un poco mareada, pero se puede arreglar con otra copa.
—Ven, vamos a sentarnos. Te vendrá bien.
John la condujo al salón y la ayudó a sentarse en el sofá. Después cogió un mando y pulsó uno de los muchos botones. Las persianas eléctricas comenzaron a izarse mostrando los grandes ventanales que cubrían la pared. La ciudad de Nueva York, con su espectáculo nocturno de luces, se mostró en todo su esplendor.
—Es… increíble —dijo Maya, contemplando absorta la escena.
—Reconozco que la primera semana impresiona, pero después te acabas acostumbrando. Además, es imposible dormir bien con tanta luz —dijo John con una sonrisa—. Bien, ¿y ahora me vas a contar qué te ha pasado?
Maya le obvió. En vez de contestar se levantó y se dirigió tambaleándose ligeramente al mueble bar que había junto al televisor. La bata se abría con cada paso que daba, mostrando las piernas torneadas de la mujer.
—Solo si tomamos una copa —dijo Maya cogiendo una botella de vodka.
John se acercó a ella y la quitó la botella de las manos, mientras la miraba, fascinado.
—No deberías beber más —dijo.
—Solo una copa —dijo Maya acercándose a él hasta rozarle—. Una copa y te lo contaré todo.
John la miró unos instantes, indeciso. El deseo estaba ganando claramente la batalla que se libraba en su interior.
—Está bien. Pero solo una.
—Entonces pónmela bien cargada —dijo Maya, riendo.
John la obedeció. Sabía que no estaba actuando correctamente, pero aun así, le puso una copa cargada de vodka y se sirvió otra para él. Maya le quitó el vaso de las manos y dio un trago tan largo como su cuello.
—Desde aquí se ve todo Nueva York —dijo Maya pegando la cabeza al cristal de la ventana—. Me encantaría tener una casa con estas vistas.
—Hemos hecho un trato, Maya. Yo te servía una copa y tú me contabas lo que te pasa, ¿recuerdas?
Maya volvió a hacer caso omiso y siguió paseando por el salón, mirando por las distintas ventanas e identificando lugares emblemáticos de la ciudad.
—Allí está Central Park —dijo señalando al norte—. Y aquello es el edifico Chrysler. Pero, ¿dónde está el Empire State?
—Desde este ángulo no se puede ver —explicó John—. Solo se puede ver desde el dormitorio.
—Pues a qué estamos esperando.
Maya se fue hacia la habitación, cogiendo antes los dos cruasanes que el camarero había dejado sobre la mesa, junto a la cafetera.
—Tengo hambre —le dijo a John al pasar por su lado, mientras le daba un mordisco al bollo.
La bata de Maya se abrió completamente dejando a la vista una buena parte de su cuerpo desnudo. John se bebió su copa de golpe. «A la mierda los reparos», pensó, y la siguió a la habitación. Maya estaba contemplando la ciudad desde la ventana del fondo, junto a la cama.
—Allí está —dijo con los ojos muy abiertos—. Es increíble, siempre me ha parecido el edificio más hermoso de la ciudad.
John ni siquiera la oía. Se acercó por detrás hasta quedar muy próximo a ella. Podía sentir la piel cálida de la mujer bajo la ligera capa de tela. Al sentir su contacto, Maya echó la cabeza hacia atrás y John le acarició el cuello. La mujer se estremeció levemente y se giró hacia él con los ojos cerrados. Murmuró unas palabras pero John no entendió nada. Entonces, él le bajó la bata lentamente, hasta dejar los hombros y los antebrazos desnudos. Maya dio un paso hacia él y sus cabezas quedaron a pocos centímetros de distancia. John sentía su aroma fresco y limpio tras la ducha, mezclado con el olor seco del vodka. La combinación era irresistible. Maya dejó caer la bata por completo y le agarró de las manos, atrayéndole hacia ella. Sus labios se rozaron un instante y después se separaron. Maya abrió los ojos y John creyó ver un brillo acuoso asomando en sus ojos. Pero fue solo un instante. Después llegó un torbellino. Maya le besó con pasión mientras comenzaba a quitarle la camisa apresuradamente. Cayeron sobre la cama y siguieron besándose mientras sus cuerpos se mezclaban con ardor. Maya seguía murmurando palabras sueltas que escapaban de su boca entre beso y beso, hasta que John logró entender una de aquellas frases.
—Oh, Dios, Paul… abrázame —escuchó como una súplica.
—¿Dónde demonios estoy? —dijo Maya al abrir los ojos, totalmente desorientada.
Estaba en una habitación de estética moderna, tirada sobre una cama el doble de grande que la suya y sin rastro de memoria reciente. Estaba completamente desnuda. El contacto de las sábanas de seda contra su piel era cálido y acogedor, pero no mitigaba ni por un segundo el intenso dolor de cabeza. Los rayos de un sol tímido entraban suavemente por los grandes ventanales y Maya creyó escuchar un ruido detrás de la puerta situada a su derecha. Maya se giró hacia el otro lado temiendo encontrarse a alguien tendido junto a ella, en la cama. Suspiró aliviada. No había nadie, pero las sábanas estaban totalmente revueltas. Muy mala señal. Maya miró por el ventanal y vio la imponente figura del Empire State recortándose contra el horizonte. Y recordó.
—¡Dios! ¡Qué he hecho!
Ella y John…
Pero no podía ser, no podía haber llegado tan lejos, pensó horrorizada. Maya saltó de la cama y vio una bata roja tirada en el suelo. Era la misma que John le había dejado la noche anterior. La prenda estaba entremezclada con una camisa blanca y un pantalón de vestir azul. Los mismos que vestía John.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Maya se fue hacia la puerta del baño y pegó la oreja a la madera. Alguien se estaba duchando en el interior, mientras canturreaba una pieza de ópera. Se trataba de John. Maya se puso la bata apresuradamente y salió de la habitación. Tenía que marcharse de allí inmediatamente, antes de que él saliese. No recordaba lo que había sucedido, pero podía imaginárselo perfectamente. Lo último que quería en ese instante era enfrentarse a John.
¿Pero qué había hecho?
Maya comenzó a buscar su ropa en el salón, pero no la encontró. Recordaba habérsela quitado en el baño, antes de darse una ducha, pero ahí se perdían sus recuerdos. Tal vez siguiese en el baño, o tal vez John la hubiese mandado a la lavandería del hotel. Tenía que hacer algo, no podía salir del hotel y coger un taxi vestida con una bata semitransparente de seda roja.
En ese momento, otro recuerdo mucho más doloroso acudió a su mente, golpeándola como si de un mazo gigante se tratase. Paul. Él estaba… comprometido con otra mujer… se iba a casar la semana que viene. Al principio, Maya no se lo había podido creer, no tenía ningún sentido, pero lo había escuchado de la boca del portero del edificio donde residía Paul. Y además, les había visto yéndose juntos. Él y Sarah Kerrigan.
Maya le había pedido matrimonio y él ni siquiera había contestado. En lugar de eso se había escapado aduciendo un problema en el hospital, pero había resultado ser mentira. En realidad, Paul se había marchado con su prometida, con la mujer con la que se iba a… casar. Maya ahogó un sollozo e irguió la cabeza. No estaba dispuesta a llorar más y menos por alguien que no se lo merecía. El dolor fue sustituido poco a poco por la rabia y el orgullo. Cómo podía haber sido tan estúpida, cómo no lo había visto antes. Paul le había estado engañando todo este tiempo, se había vengado de ella de la forma más dura y cruel que pudiese imaginar. Trudy la había avisado, le había dicho que el comportamiento de Paul no era normal, que escondía algo, pero ella no la había creído. Simplemente había pensado que él necesitaba más tiempo, más confianza. Y por eso había decidido pedirle matrimonio. Menuda estúpida.
Maya escuchó unos golpes en la entrada de la habitación. Estaban llamando a la puerta. Se quedó completamente quieta y en silencio, pero los golpes volvieron a sonar.
—Servicio de habitaciones —escuchó decir al otro lado de la puerta. Parecía una voz femenina distorsionada y, aunque fuese absurdo, le sonaba vagamente familiar.
No sabía qué hacer. No quería abrir la puerta y que alguien la encontrase allí, pero tampoco se quería arriesgar a que la camarera hiciese más ruido y John la oyese desde el baño. Eso la decidió a abrir. Al ver a la persona que esperaba al otro lado, el rostro de Maya palideció.
—Tru… Trudy —dijo Maya con un hilillo de voz.
Su amiga estaba de pie ante la puerta, portando una bandeja con desayuno para dos. Evidentemente, Maya no entraba en sus planes.
—¡Maya! Pero… pero… ¿Qué coño estás haciendo aquí?
Su amiga la miraba de arriba abajo, con expresión de asombro. La bata roja de Maya dejaba entrever la desnudez que se escondía tras la tela. La cara de Trudy reflejaba que no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Trudy dio un paso hacia ella y extendió las manos, tendiéndole la bandeja a Maya. Esta, sin saber muy bien qué hacer, acabó por cogerla.
—Maldita zorra —dijo Trudy segundos antes de darle una fuerte bofetada.
—Trudy… yo…
Trudy se giró y salió andando a toda prisa por el pasillo. Maya había visto cómo su amiga hacía un esfuerzo por contener el llanto. La cara le ardía, pero ese era el menor de sus problemas. ¿Cómo podía haberle hecho algo así a Trudy? Se sentía una auténtica miserable, la mujer más mala, sucia y cobarde del planeta.
En ese momento, la voz de John sonó a su espalda.
—¡Ya estás despierta! Oí ruidos desde el baño. Vaya, has pedido desayuno para dos —dijo al ver la bandeja.
—No. No he sido yo —respondió Maya, impactada por lo que acababa de suceder—. Trudy se ha presentado aquí con el desayuno para darte una sorpresa.
—¿Trudy?
Maya asintió. John se acercó corriendo hasta la puerta. No había nadie en el pasillo.
—Se acaba de marchar —dijo Maya—. Estaba muy… cabreada por lo que…
—¡Mierda! ¿Se lo has contado, verdad?
—No me ha dado tiempo, al verme aquí me ha dado una bofetada y se ha marchado.
—¡Dios! —John fue a toda prisa a su habitación y cogió el móvil. Llamó varias veces a Trudy pero esta no contestó—. ¡No me coge el teléfono!
—Estaba furiosa por lo que ha sucedido entre… nosotros —dijo Maya.
—¿Entre nosotros? —preguntó John extrañado.
—Lo que… pasó anoche.
—¿De qué estás hablando? ¿Es que no te acuerdas de nada? —dijo él, sorprendido.
—No demasiado bien. Solo recuerdo que estaba borracha y… tú y yo nos… metimos en la cama y después…
—Y después nada, Maya. No pasó nada. No parabas de repetir el nombre de Paul y a mí no me pareció bien acostarme contigo en esas circunstancias. ¿De verdad no recuerdas nada?
Maya negó con la cabeza. Los recuerdos de la noche anterior se habían fugado con el alcohol y habían sido sustituidos por una terrible jaqueca.
—Después nos fuimos al salón y me contaste lo que te había ocurrido con Paul. Me dijiste que te había engañado, que se había estado burlando de ti todo este tiempo y que se iba a casar con otra mujer. Toma —dijo sacando un objeto dorado del bolsillo—. Me contaste que le habías pedido matrimonio y que él se había marchado sin contestarte. Después, lanzaste este anillo contra la pared y yo lo recogí y lo guardé. Lo siento, Maya.
Maya le miró estupefacta mientras recogía el anillo. El dolor al recordar lo sucedido con Paul había vuelto a abrirse paso en su interior, pero ella le cerró la puerta. Sus acciones habían perjudicado a su amiga. Ahora no era momento de pensar en sí misma.
—Entonces, ¿no pasó nada?
—Nada de nada —le aseguró John—. ¡Mira! He dormido toda la noche en el salón —dijo, mostrándole una sábana y una almohada que yacían sobre el sillón.
Hasta ese momento Maya no se había dado cuenta porque el sillón estaba orientado hacia los ventanales, quedando oculto a la vista.
—¡Dios! Lo… lo siento mucho —dijo Maya, compungida—. Al verme aquí y así vestida, Trudy ha pensado en lo peor.
—Tengo que hablar con ella y explicárselo, pero no me coge el teléfono —dijo John.
Maya cogió su propio móvil y llamó a su amiga. Trudy tampoco respondió.
—Mierda. ¿Y ahora qué hacemos? —dijo John.
—Creo que sé dónde puedo encontrarla. Y también sé cómo hacer que me escuche, pero será mejor que no me acompañes —respondió Maya—. Eso sí, necesitaré algo de ropa.