Canción de Nueva York (19 page)

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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

BOOK: Canción de Nueva York
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Tres semanas después, ni siquiera el ajetreo de la terminal de salidas del aeropuerto JFK conseguía distraerla. Pasajeros, familiares y amigos pasaban por delante de ella como si fueran fantasmas. Maya había acudido al aeropuerto a despedir a Beth. Después de su ruptura definitiva con Ryan, su amiga necesitaba un cambio de aires y había decidido marcharse unos meses a la India. Quería alejarse de aquel ambiente y tratar de encontrarse a sí misma. Maya no se lo podía reprochar. Ella tampoco sabía qué hacer con su vida. Ahora mismo los números lo controlaban todo. Maya sabía que era totalmente ridículo. Números, números y más números. No era capaz de pensar en otra cosa que en estúpidos números, cada uno más absurdo y doloroso que el anterior.

Veintiún días sin ver a Paul.

Diez visitas de Paul a su casa. Nunca le había abierto.

Cuarenta y siete llamadas de teléfono, de las que no había contestado ninguna.

Treinta y dos mensajes al móvil, de los cuales no había leído ninguno.

Trece días desde la boda de Paul y Sarah.

Ese último era el número más doloroso de todos. El día de la boda, Maya había intentado mantenerse ocupada cargándose de trabajo en la oficina. La ceremonia se celebró un lunes en el que ella acudió a dieciocho vistas, se reunió tres veces con el juez e incluso fue a ver a un cliente a la cárcel del condado. Ni así logró evadirse de lo que estaba sucediendo ese día en una pequeña iglesia a las afueras de la ciudad. Paul Miller y Sarah Kerrigan se estaban casando. Y Paul se estaba separando de ella para siempre.

Los días siguientes al de la boda fueron horribles. Sarah siguió con su rutina de trabajo asfixiante, levantándose a las siete de la mañana y acostándose a las tres de la madrugada. No era capaz de recordar cuántos
gin-tonic
ni cuántos tranquilizantes tomó durante ese periodo, pero en cualquier caso eran demasiados.

Al menos había sucedido algo positivo en aquellos días. Trudy y John se habían reconciliado. John había hablado con Trudy y le había explicado lo ocurrido aquella noche. Y había logrado convencerla. Maya y Trudy se habían visto un par de veces desde entonces, siempre con la mediación de Ania, que no podía ver a sus dos amigas separadas. Pero Trudy seguía manteniendo las distancias con ella y pese a que guardaba las formas, Maya sabía que seguía muy dolida. Solo esperaba que las cosas entre ellas mejorasen con el tiempo.

Maya observó cómo un avión de American Airlines despegaba plácidamente. Era increíble cómo algo tan grande y pesado podía elevarse grácilmente y surcar el cielo encapotado, como si nada.

—¡Vamos, chicas, alegrad esas caras! —dijo Ania—. Beth solo se va unos meses, es como si se tomase unas vacaciones largas, ¿verdad, Beth?

Beth sonrió. Parecía haber envejecido varios años en pocas semanas. Sus ojos juveniles habían perdido ese brillo, esa chispa que siempre parecía estar prendida al fondo. Maya esperaba de todo corazón que la pudiese recuperar algún día.

—Claro que sí. En unos meses estaré de vuelta con las pilas cargadas —dijo sin demasiada convicción.

—Oye, ¿y por qué no vamos a verla esta primavera? Podríamos ir las tres juntas a visitarla —siguió Ania, entusiasmada con su propia ocurrencia.

La idea fue acogida con simulado entusiasmo por parte de las otras tres. Sabían que algo así no sería posible, y además, era probable que a Beth no le apeteciese demasiado su compañía.

—Bueno, chicas, prometedme que os portaréis bien por aquí —dijo Beth—. No quiero enterarme de nada malo a mi vuelta. Necesito positividad y buenas vibraciones. Quiero que todo sean buenas noticias.

Trudy sonrió y, por primera vez en mucho tiempo, miró a Maya a los ojos.

—La verdad es que yo tengo una noticia —anunció Trudy.

Sus amigas la miraron expectantes.

—Veréis John y yo… hemos decidido irnos a vivir juntos —dijo Trudy.

—¡Eso es fantástico, Tru! —dijo Maya.

Maya se acercó a ella con intención de abrazarla pero, notó cómo Trudy se echaba ligeramente hacia atrás, casi imperceptiblemente. Aun así, Maya notó que Trudy estaba mucho más receptiva hacia ella. Tal vez todavía no era el momento, pero seguiría intentándolo.

—Entonces, ¿John se viene a vivir definitivamente a Nueva York? —preguntó Beth, que había notado el momento de tensión.

—No exactamente. Vamos a vivir entre Los Ángeles y Nueva York —dijo Trudy—. Vamos a estar un par de meses en cada ciudad y veremos qué tal nos va.

—¿Y qué pasa con tu hija? —preguntó Maya.

—Este año empieza la universidad. Tenía previsto irse a Florida o a Vancouver así que no habrá problema.

—¿Y la clínica? —dijo Ania.

—He hablado con mi hermana Rachel. Se vendrá a trabajar conmigo y se hará cargo de la clínica cuando yo no esté. Además, si las cosas salen bien, queremos montar otra clínica en Los Ángeles. John se ha interesado mucho por el negocio y dice que hay un hueco en el mercado de lujo de Hollywood —dijo Trudy, sonriendo—. ¡Ya me veo cortándole las pelotas al perro de Tom Cruise!

Las cuatro amigas se rieron a carcajadas.

—Avisadme si os casáis —dijo Beth—. No me perdería una boda en Hollywood ni por una sesión completa de meditación con el Dalai Lama.

El ambiente fue mejorando mientras charlaban sobre el futuro de Trudy y Beth. El tiempo pasó volando y llegó la hora del embarque. Beth se despidió de ellas entre besos y abrazos y prometió volver lo antes posible. Durante unas horas, Maya logró olvidarse casi por completo de Paul. Pero solo fueron unas horas.

Las semana siguientes fueron mucho peores. Maya siguió trabajando como una loca, tanto que hasta su propio jefe le pidió que bajase un poco el ritmo. Su humor había empeorado y aunque trataba a toda costa de alejar a Paul de su mente, no era capaz de lograrlo. El único aspecto positivo fue que la relación con Trudy mejoró considerablemente, volviendo casi a la normalidad. Hablaban a menudo por teléfono y quedaban siempre que Trudy estaba en Nueva York. Su amiga le recomendó un psicólogo conocido suyo, muy reputado y muy caro, y aunque Maya acudió a un par de sesiones, dejó pronto el tratamiento. Sabía que dependía de ella misma para mejorar su situación, pero le costaba hacerle frente a la vida. Ania insistía una y otra vez en sacarla por las noches a tomar copas y a conocer hombres. Su teoría era mucho más sencilla que las farragosas explicaciones del psicólogo.

—Un clavo saca a otro clavo —decía Ania—. Cuando conozcas a otra persona empezarás a olvidarte de Paul. Créeme, tengo mucha experiencia en eso.

Desde luego, Ania lo ponía en práctica muy a menudo, pero Maya no tenía ningún interés en probar su técnica. No se sentía con ganas de iniciar una nueva relación, no era el momento. Y, si tenía que suceder, no sería porque ella se pasase las noches recorriendo los clubes nocturnos de la ciudad. Así que cuando Ania le ofrecía alguno de sus geniales planes de caza mayor, Maya se inventaba alguna excusa amable para no ir.

Lo único que conseguía desviar un poco su atención de Paul, aparte del trabajo duro, eran sus citas con Lyle y su novio Karl. Maya se había convertido en una asidua acompañante de la pareja gay. Iban a visitar museos, al cine, salían a cenar y al teatro, y a veces, cuando no quedaba más remedio, iban a ver un partido de baloncesto al Madison Square Garden.

Como aquella noche.

—No entiendo cómo le puede gustar tanto a Karl este deporte. Es demasiado… básico —se quejó Lyle—. En realidad no sé por qué le soporto… —dijo mirando a Karl—. ¡Ah sí! Porque es un dios en la cama.

—Vamos, si estás loco por él —se rio Maya.

—Bueno, eso también —reconoció Lyle—. Pero este deporte es insoportable. Ven, vamos a buscar un perrito.

—Menos mal, creí que nunca me lo pedirías —respondió Maya.

Maya y Lyle subieron las escaleras y se dirigieron a uno de los puestos que había dentro del estadio. Karl se quedó dando voces, viendo cómo los Knicks eran vapuleados por los Chicago Bulls. Mientras estaban esperando su turno, Maya vio a una mujer muy guapa que le hacía gestos desde la cola, un poco más adelante. Tardó solo un instante en reconocerla. Maya se giró fingiendo no haberla visto y se refugió detrás de Lyle. Miró de reojo por encima del hombro de su amigo y comprobó que su treta no había funcionado, la joven se acercaba a ellos.

—Mierda —dijo Maya—. Me ha visto.

—¿Quién te ha visto? ¿De qué estás hablando?

Maya señaló con la cabeza a la guapa joven que se acercaba hacia ellos.

—Hola, Maya. ¿Te acuerdas de mí? —dijo la chica, cuando estuvo a su altura.

—Ho… hola. Tu cara me suena, pero ahora mismo no caigo —mintió Maya.

—Soy Cindy Allen. Nos vimos en una fiesta de disfraces hace unas semanas. Iba acompañando a Paul Miller. Trabajo con él en el Presbiteriano.

—Cindy, claro. Ahora me acuerdo. Esa noche iba un poco… cargada. Te presento a mi amigo Lyle —dijo Maya.

—Encantado, Cindy —dijo Lyle, que ahora entendía la turbación de Maya.

—Igualmente.

Las dos mujeres se quedaron calladas unos segundos hasta que Cindy rompió el silencio.

—Solo quería acercarme a saludarte. Paul me contó lo… sucedido y quería decirte que lo siento mucho —dijo Cindy.

—Ya, bueno, es agua pasada, pero la verdad es que no me gusta hablar de ese tema —replicó Maya, muy seria.

—Lo sé. Paul me ha dicho que no habéis hablado mucho últimamente.

—Verás, creo que te estás metiendo en un asunto privado entre nosotros. No me apetece hablar de ello.

—Deberías hablar con él, Paul está pasando por un mal momento —insistió Cindy.

—¿Un mal momento? —dijo Maya, incrédula—. Te he dejado bien claro que eso no es asunto tuyo, así que…

—Creo que hay algo que deberías saber, Maya —le cortó Cindy—. La mujer de Paul se está muriendo.

—¿Cómo?

—Sarah Kerrigan padece un cáncer muy avanzado. Está en fase terminal.

—No lo sabía.

—Sé que Paul no te contó nada. Le dije desde el primer momento que se equivocaba al no hacerlo, pero él creyó que era lo mejor —dijo Cindy—. Y después tú no le dejaste explicarse.

—Lo siento por Sarah, pero no sé qué tiene eso que ver con lo que pasó entre Paul y yo.

—Déjame que te lo explique —le pidió Cindy. Maya se quedó callada, lo que Cindy interpretó como una señal de que podía continuar—. Sarah Kerrigan tenía veintinueve años cuando le detectaron un tumor incurable, de eso hace un año. Era una paciente de Paul y después de unos meses se enamoró perdidamente de él. Sarah se declaró a Paul, pero él le dijo que estaba enamorado de otra persona, de ti. Pero a Sarah no le importó. Su máxima ilusión era casarse antes de morir y se lo pidió a Paul hace nueve meses.

Maya pensó rápidamente. Si lo que decía Cindy era cierto, Sarah le había pedido a Paul que se casasen unas semanas antes del trece de febrero, la fecha en la que Paul debía de haber mandado su carta.

—Paul se lo estuvo pensando muchos días y finalmente le dijo que sí —continuó Cindy—. Cuando Paul me lo contó, no me lo podía creer. Le dije que estaba cometiendo una locura, pero no me hizo caso. Paul no la amaba, pero se casó con ella para hacerla feliz. Y Sarah lo sabía, pero le bastaba con tenerle cerca… Y entonces, apareciste tú.

—¿Por qué no me contó nada?

—Porque tuvo miedo. Después de lo que había sucedido entre vosotros, Paul no sabía cómo ibas a reaccionar si te enterabas. Temía que volvieses a salir huyendo. Se equivocó, debió habértelo contado.

Maya echó la vista atrás. Ahora entendía el comportamiento errático de Paul. Sus repentinos cambios de humor, sus negativas a quedarse a dormir en casa de Maya, la prohibición a ir a verle al hospital, las llamadas y mensajes en medio de la noche y sus huidas inexplicables. Sabía que ocurría algo extraño, pero nunca habría imaginado que se tratase de algo así.

—Debió decírmelo —dijo Maya, más para sí misma que para Cindy.

—Lo sé, pero lo que pasó ya no se puede cambiar. Y aunque no le excuse, lleva meses intentando decírtelo, pero no le has dejado —dijo Cindy—. Bueno, no te molesto más. Solo quería que lo supieras. Lyle, encantada.

—Igualmente —dijo Lyle, que había asistido a toda la conversación sin abrir la boca.

Cindy se despidió y se alejó de ellos entre la multitud.

—¡Cindy, espera! —gritó Maya.

La joven se dio la vuelta.

—¿Dónde está?

—En el Hospital Presbiteriano, habitación ochocientos quince.

Maya no conocía el inmenso hospital y aunque siguió las indicaciones que le dieron en recepción, le costó un poco llegar a la habitación. Esta se encontraba junto a un amplio cruce de pasillos en la octava planta. No había nadie en el exterior pero la puerta estaba ligeramente entornada, aunque no se veía nada desde fuera. Maya se acercó con la intención de llamar, pero se quedó paralizada con la mano en alto.

No sabía qué hacer. No quería molestar a nadie, mucho menos en aquellas circunstancias. No sabía ni por qué había venido. Sería mejor dejarlo pasar, se dijo con tristeza. Maya se dio la vuelta y comenzó a andar por el pasillo, pero de repente escuchó algo que le hizo cambiar de idea. Se oía algo al otro lado de la puerta. Alguien hablaba en voz baja, como si estuviese recitando u orando. Maya se acercó de nuevo y escuchó con atención. Era la voz de Paul.

Con mucho cuidado, abrió un poco la puerta. La habitación, o al menos el espacio que ella podía ver, estaba ocupada por una cama grande. Una mujer de aspecto muy demacrado, con los ojos hundidos y ojerosos, yacía en ella. Se trataba de Sarah, aunque no se parecía demasiado a la mujer que Maya había visto hacía unas semanas. Un tubo unido a una máquina proporcionaba oxígeno a la enferma. Tenía los ojos cerrados y Maya no detectó ningún movimiento en ella, ni siquiera un leve subir y bajar en las sábanas que la cubrían. Había un hombre sentado junto a ella en una butaca, de espaldas a la puerta. Era Paul. Estaba acariciando el brazo de la enferma, mientras sostenía un libro con la otra mano. Estaba leyendo en voz baja para ella. Maya escuchó con atención. Se trataba de un fragmento de
Mucho ruido y pocas nueces,
la obra teatral de Shakespeare. Era una escena muy divertida, hacia el final de la obra, en el que Benedicto se declaraba a la bella Hero. Paul entonaba la lectura y se esforzaba imitando las voces de los personajes. Maya estaba segura de que habría sido muy divertido en otras circunstancias.

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