Canción de Nueva York (2 page)

Read Canción de Nueva York Online

Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

BOOK: Canción de Nueva York
13.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hace una noche terrible, ¿verdad? —dijo el taxista, entrando con dificultad en el coche—. ¿Dónde quiere que la lleve, señorita?

Maya dudó un instante antes de contestar. Había abandonado Los Ángeles con tanta prisa, que ni siquiera había tenido tiempo de encontrar un apartamento decente. La idea era pasar unos días en casa de su madre hasta que pudiera instalarse en un piso en la ciudad. Pero ahora, llegada la hora de la verdad, no le parecía tan buena idea enfrentarse a su madre. Le horrorizaba volver a su antigua casa. Solo de pensarlo le daban ganas de coger un avión de vuelta a Los Ángeles. Pero no tenía más remedio que pasar unos días allí, luego ya vería qué hacer.

—Calle Carroll número siete, en Brooklyn —dijo finalmente.

—Ahora mismo, señorita.

El taxi arrancó rasgando la cortina de lluvia. Maya contempló, ensimismada, el paisaje gris y desfigurado tras el cristal.

—¿Le ocurre algo, señorita? Parece usted preocupada —se interesó el taxista.

Maya tardó en responder.

—No se preocupe, solo estoy un poco… cansada. —El hombre le devolvió una sonrisa desde el retrovisor.

—En mi país tenemos un dicho, ¿sabe usted? Si uno está cansado, debe dormir bajo una palmera. Pero si uno está preocupado por los camellos, debe salir a buscarlos, aunque diluvie.

—Muy… apropiado —respondió Maya, sin saber bien qué decir.

El hombre meneó el turbante en señal de agradecimiento. Maya no había entendido muy bien el significado del proverbio, pero el tono de voz del taxista era tranquilizador y muy agradable. La siguiente media hora la pasaron charlando, mientras el coche avanzaba con lentitud por las calles atascadas de Nueva York. El hombre se llamaba Arún y era de origen hindú. Se había criado en Londres y había venido a Estados Unidos hacía treinta años. Se había casado en Las Vegas con una coreana, que según él, era diminuta, casi una muñeca, y había tenido una familia realmente numerosa.

—¿Cómo se pueden criar nueve hijos sin volverse loco? —preguntó Maya.

—Le podría mentir y decirle que a base de sabiduría y mucha paciencia —dijo Arún sonriente—. Pero la verdad es que esos diablos hablan con su madre en coreano, y como yo no sé ni una palabra de ese condenado lenguaje, casi nunca me entero de los problemas. —El taxista le guiñó un ojo.

—No es mala técnica. No estaría mal que mi madre solo hablase en coreano —reflexionó Maya—. Así me sería más fácil aguantarla.

—¿Tiene problemas con su madre?

—Es solo que se preocupa demasiado por mí. Y además estaba encantada con mi exmarido. Para ella, el día más feliz de su vida fue cuando me casé con él, y el día más infeliz, cuando nos divorciamos. Créame, ellos sí que hacían una buena pareja, no sé por qué no se casaron ellos después del divorcio.

—Así son las madres —convino Arún—. Fíjese, la mía está preocupada porque solo le he dado nueve nietos. ¿Qué se cree que soy, una cabra semental?

Maya soltó una carcajada. Poco después el coche se detuvo lentamente frente a un bloque de apartamentos rojizo.

—Bueno, señorita, ya hemos llegado —anunció Arún, parando el taxi junto a la casa de su madre.

Había estado tan entretenida, que ni siquiera se había dado cuenta de que estaban tan cerca. Maya miró por la ventanilla. La calle no había cambiado, todo estaba exactamente igual a como lo recordaba. Y la que tampoco había cambiado era su madre. Eso la decidió.

—¿Sabe, Arún? Creo que vamos a ir a otra parte.

El taxista la miró con una sonrisa divertida.

—Claro, señorita. Estaré encantado de llevarle a recoger los camellos.

Maya le dijo la nueva dirección y el taxista enarcó las cejas, extrañado.

—¿Está usted segura de que quiere que la lleve ahí? ¿Con las maletas?

Maya asintió y se sumió en el silencio, mientras echaba una última mirada a la casa de ladrillos. Esta vez el trayecto fue mucho más tranquilo. Maya estaba centrada en sus pensamientos y Arún respetó su reserva. A mitad de camino, Maya abrió el bolso y sacó el fajo de cartas. Las volvió a contar de forma maquinal, y al terminar, le asaltó el mismo pensamiento que la había perseguido las últimas semanas.

«¿Por qué no había quince cartas? ¿Por qué no había llegado la última carta?».

Eso era lo que en realidad le preocupaba. No el cambio de trabajo, ni el cambio de ciudad, ni siquiera el reencuentro con su madre. Lo que realmente la inquietaba era la ausencia de aquella maldita carta. ¿Por qué Paul no le había escrito?

Cada trece de febrero, durante catorce años, había recibido una carta suya. Nunca jamás había contestado a ninguna y, aun así, las siguió recibiendo de forma continuada durante todo ese tiempo. Los días previos a su llegada, Maya se ponía siempre muy nerviosa. Tenía miedo a no recibirla, a que la carta no apareciese en su buzón. Pero hasta ese año siempre le había llegado puntual. Todas las misivas empezaban igual, con la primera estrofa de una canción. Maya la canturreó en voz baja de forma inconsciente y casi creyó oír la voz cálida y grave de Paul tarareándola y mezclándose con la suya propia.

Don't know much about history

Don't know much biology

Don't know much about a science book

Don't know much about the french I took

But I do know that I love you

And I know that if you love me too

What a wonderful world this would be…

(No sé mucho sobre historia

No sé mucha biología

No sé mucho sobre ciencias

No sé mucho del francés que estudié

Pero sé que te quiero

Y sé que si tú también me quieres

Este sería un mundo maravilloso)

¿Por qué no había llegado la carta este año? ¿Qué habría ocurrido para que Paul no la enviase? ¿Y si la había enviado pero se había extraviado en alguna parte?

Maya suspiró llamando la atención de Arún.

—¿Todo bien, señorita?

—Sí, todo bien. O eso creo.

—¿Está segura? —preguntó el taxista.

La imagen de Arún a través del retrovisor era una invitación clara para sincerarse. ¿Pero cómo iba a contarle a alguien a quien apenas conocía que hacía quince años había cometido el mayor error de su vida? ¿Cómo explicarle que hacía quince años ella había abandonado a su verdadero amor? ¿Cómo contarle que se había alejado de él para despuntar en su carrera profesional? ¿Cómo decirle que se sentía… no, que era la mujer más estúpida del planeta?

—Soy la mujer más estúpida del planeta.

Arún la miró sorprendido y soltó una carcajada.

—Se ve que usted no ha conocido a mi suegra, ni a la hermana de mi suegra.

Maya sonrió, pero no dijo nada. Los siguientes minutos los pasaron en silencio hasta que la figura imponente del Hospital Presbiteriano de Nueva York se hizo visible a través de la espesa capa de agua.

—Hemos llegado, señorita. No puedo parar junto a la entrada del hospital, tengo que hacerlo en la acera de enfrente —le explicó el taxista.

Maya sacó la cartera y pagó la carrera.

—No suelo decirle esto a muchos hombres y mucho menos si son taxistas —dijo Maya guiñándole un ojo—, pero he pasado un rato muy agradable. Quédese con el cambio, Arún y… muchas gracias.

Una sonrisa apareció en el rostro amable del taxista.

—Lo mismo le digo. Si tuviera treinta años y cincuenta kilos menos, la invitaría a cenar, pero dejaré que sea otro el afortunado.

Arún salió del taxi con un paraguas, le abrió la puerta y sacó el equipaje.

—¿Está segura de que se quiere quedar aquí? —le preguntó bajo el aguacero.

—Sí, totalmente.

—Entonces quédese con el paraguas, ya está muy viejo y a usted le va a hacer más falta que a mí. Y tome, nunca se sabe cuándo se puede necesitar un taxi.

Arún le tendió una tarjeta vieja y usada de una compañía de taxis metropolitana. Era la segunda tarjeta que Maya recibía de un hombre desde que había llegado a Nueva York. Su amiga Trudy habría dicho que no existía mejor manera de poner el pie en la ciudad. Maya, siguiendo un impulso, se puso de puntillas y besó al hombre en la mejilla.

—Una última pregunta. ¿Por qué llevas las ventanillas traseras tintadas?

—Es un remedio muy útil para que los malos espíritus no molesten a los pasajeros —explicó Arún, muy serio—. O tal vez sea porque el viejo Olsen me lo vendió así hace unos años —añadió, guiñándole un ojo—. En cualquier caso, es muy útil para las parejas de enamorados, ¿no cree?

—Muchas gracias por todo, Arún.

—De nada, señorita. Y mucha suerte con los camellos.

Arún se metió en el taxi dejándola sola bajo la lluvia, con una maleta a cada lado y un maltrecho paraguas como única protección. Frente a ella, al otro lado de la acera, se encontraba la puerta principal del Hospital Presbiteriano. Maya miró el reloj. Eran las siete y media de la tarde. Estaban a trece de marzo y hacía un frío intenso. No tanto como para que nevase, pero sí para helarse de frío a falta de la ropa apropiada. Y ese era su caso. Maya dio un paso indeciso hacia el hospital, pero en el último instante cambió de opinión y se quedó parada en la acera, contemplando la corriente humana que entraba y salía del edifico.

«¿Pero qué estás haciendo? ¿Qué pretendes? ¿Entrar en el hospital y preguntar por el doctor Paul Miller, así, sin más?».

—Eres más estúpida de lo que pensaba —se dijo a sí misma en voz baja.

Después de catorce años enviándole cartas y sin recibir ni una sola respuesta, lo más probable fuera que Paul no quisiera saber nada de ella. Seguramente, esa sería la razón por la que no le había escrito ese año, Paul se habría cansado de su silencio. Seguro que habría encontrado a alguien con quien compartir su vida y habría acabado por olvidarla. Y no se lo podía reprochar. Catorce años eran demasiados, incluso para alguien como Paul.

En medio de la lluvia, Maya cerró los ojos y recordó la primera vez que le vio, en un viejo cine de verano de un pueblecito a las afueras de Nueva York. Era uno de aquellos cines a los que la gente acudía en coche y se veía la película desde el interior. Era una noche muy calurosa y reponían la película de Harrison Ford,
Único testigo.
Ella había acudido con las compañeras del bufete de abogados en el que trabajaba como becaria. Trudy, su mejor amiga, tenía un novio médico y ese día vino acompañado de varios amigos suyos del Hospital Presbiteriano. Paul era uno de ellos. No era el más guapo ni el más alto del grupo, pero tenía un atractivo especial, indefinible. Tenía el cabello negro oscuro, ligeramente rizado y los ojos de color verde brillante. Un hoyuelo bastante gracioso ocupaba el medio de su barbilla. Sus manos eran grandes pero bien formadas. Parecían hablar por sí mismas, con aquellos dedos largos y fuertes, como los de un pianista. Y Paul las movía al discutir, acompañando sus palabras de una forma muy especial, dándoles autenticidad.

Al principio ni siquiera le cayó bien; era demasiado serio para su edad y casi no hablaba. El joven médico no cruzó más de dos palabras con ella en toda la noche, pero hubo un momento durante la película, cuando Harrison Ford comenzó a cantar la canción de Sam Cooke, en el que sus ojos se cruzaron.

Don't know much about history

Don't know much biology…

Ninguno de los dos apartó la mirada, intrigados por lo que veían en los ojos del otro, como más tarde se confesaron. Maya no supo cuánto duró aquel instante, pero tuvo la inexplicable certeza de que podría pasar toda su vida al lado de aquel hombre. Nunca jamás había experimentado una sensación igual. Pero, para no romper la tradición, la suerte le jugó una mala pasada. En un momento de la película, la bebida tamaño gigante se le escurrió de las manos, cayendo de lleno sobre la camisa y el pantalón de Paul.

Él, en vez de disgustarse, se rio. Era la primera vez que le escuchaba reírse. Fue una risa clara y auténtica, y sin saber por qué, Maya comenzó a reírse con él a carcajada limpia. Sus amigos les miraron molestos, pero les había entrado un ataque de risa floja y tuvieron que abandonar el coche durante un buen rato. Después del cine, Paul se ofreció a llevarla a su casa. A los pocos días ya estaban saliendo juntos y en menos de dos meses se fueron a vivir a un pequeño apartamento en el East Village. Fueron tres años inolvidables, felices.

Pero ella acabó estropeándolo todo por un motivo absurdo: la ambición.

Maya había sido la mejor de su promoción de Derecho. Al acabar la carrera entró a trabajar en uno de los bufetes de abogados más prestigiosos de la ciudad. Poco a poco, su talento le permitió ascender en la empresa hasta convertirse en una empleada importante, tanto, que se creyó con el derecho de convertirse en la socia más joven del bufete. Así se lo hizo saber al dueño, Stanley Higgins. El viejo Stan la tenía en gran estima, era su ojito derecho, pero eso no fue suficiente. Maya se quedó muy tocada cuando su petición fue denegada y vio cómo una de sus compañeras, con más experiencia pero a su juicio con menos talento que ella, ocupó su lugar.

Aquello la desconcertó y la hizo sentirse muy vulnerable, en lo profesional y lo personal, y su actitud hacia el mundo cambió. Con Paul no hizo una excepción. Por aquel entonces, él comenzaba su brillante carrera en el Departamento de Oncología del Hospital Presbiteriano. Pese a lo ocupado que estaba, Paul se implicaba y se interesaba al máximo por lo que a ella le sucedía. Pero Maya necesitaba pagar su frustración con alguien, y como pasa casi siempre, esa persona suele ser la más querida y la más cercana. Aun así, Paul aguantó el tipo y jamás le reprochó nada. Al contrario, dejó de acudir a seminarios, cursos y convenciones para poder pasar más tiempo con ella y apoyarla. Maya sabía que aquello no era justo, él tenía un gran futuro por delante, y con aquella actitud, podría poner en juego su carrera. Desde que Maya era pequeña, su madre le había inculcado que lo más importante era ser la mejor en todo lo que hiciera, y ese absurdo pensamiento se había hecho mucho más fuerte en ella de lo que había pensado.

Cuando semanas más tarde, el dueño del bufete de abogados más importante de Los Ángeles le ofreció un puesto de dirección en su equipo, no supo qué hacer. Tardó dos semanas en decidirse, pero al final optó por seguir el camino marcado por su madre. No podía echarle toda la culpa a su educación, en el fondo, sabía que eso era lo que ella deseaba: ser la mejor. No, no era solo ser la mejor, era mostrarles a todos los demás que ella era la mejor y que todos los que no habían confiado en ella estaban equivocados. El viejo y estúpido Stanley Higgins, los abogados de su bufete, su madre e incluso Paul.

Other books

Hidden Desires by T.J. Vertigo
The Good German by Joseph Kanon
Closest Encounter by E.G. Wiser
The Dragon Lord by Connie Mason
Scent of Darkness by Christina Dodd
The Last Time by E. L. Todd
King's Test by Margaret Weis