Es curioso observar que todos aquellos que presumen de ser los más firmes realistas y que no pierden oportunidad para verter el ridículo sobre el «utopismo» de quienes creen en la posibilidad de un orden político internacional, consideran, sin embargo, más practicable la interferencia, mucho más íntima e irresponsable en las vidas de los diferentes pueblos, a que obliga la planificación económica. Y creen que, una vez se otorgara este inesperado poder a un gobierno internacional, al que acaban de presentar como incapaz hasta de imponer simplemente un Estado de Derecho, este poder más amplio sería empleado de manera tan altruista y tan evidentemente recta que lograría el consenso general. Si algo es evidente, lo será que, mientras las naciones podrían aceptar normas formales previamente convenidas, nunca se someterán a la dirección que supone una planificación económica internacional; pues si bien pueden llegar a un acuerdo sobre las reglas del juego, nunca se conformarán con el orden de preferencia que una mayoría de votos fije a las necesidades de cada una ni con el ritmo en que se las consienta avanzar en su progreso. Aunque, al principio, los pueblos, ilusionados en cuanto al significado de estos proyectos, conviniesen en transferir tales poderes a un organismo internacional, pronto hallarían que lo que habían delegado no era simplemente una tarea técnica, sino el más dilatado poder sobre sus vida enteras.
Lo que hay, evidentemente, en el fondo del pensamiento de los no del todo cándidos «realistas» que defienden estos proyectos es que las grandes potencias no estarán dispuestas a someterse a una autoridad superior, pero estarán en condiciones de emplear estas instituciones «internacionales» para imponer su voluntad a las pequeñas naciones dentro del área en que ejerzan su hegemonía. Hay tanto «realismo» en ello, que, efectivamente, enmascarando así como «internacionales» a las instituciones planificadoras, pudiera ser más fácil lograr la única condición que hace practicable la planificación internacional, a saber: que la realice, en realidad, una sola potencia predominante. Este disfraz no alteraría, sin embargo, el hecho de significar para todos los Estados pequeños una sujeción mucho más completa a una potencia exterior, contra la que no sería ya posible una resistencia real, sujeción que traería consigo la renuncia a una parte claramente definible de la soberanía política.
Es significativo que los más apasionados abogados de un nuevo orden económico para Europa, centralmente dirigido, muestran, como sus prototipos fabiano y alemán, el más completo desprecio por la individualidad y los derechos de las pequeñas naciones. Las opiniones del profesor Carr, que representa en esta esfera aún más que en la de la política interior la tendencia hacia el totalitarismo en Inglaterra, han llevado ya a uno de sus colegas a plantear esta tan pertinente cuestión: «Si la conducta nazi respecto a los pequeños Estados soberanos va a hacerse realmente general, ¿para qué la guerra?»
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. Los que han observado la intranquilidad y alarma que han causado entre nuestros aliados menores algunas manifestaciones recientes sobre estas cuestiones en periódicos tan diversos como
The Times y New Statesman
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no dudarán cuánto está ofendiendo esta actitud a nuestros amigos más firmes y cuán fácilmente se disiparía la reserva de buena voluntad que se ha acumulado durante la guerra si se hiciera caso a estos consejeros.
Los que están tan dispuestos a brincar sobre los derechos de los pequeños Estados tienen, por lo demás, razón en una cosa: no podemos esperar orden o paz duraderos, después de esta guerra, si los Estados, grandes o pequeños, recuperan una soberanía sin trabas en la esfera económica. Pero esto no significa que sea menester dar aun nuevo superestado poderes que no hemos sabido usar inteligentemente ni siquiera en una escala nacional; no significa que se dé poder a una institución internacional para dirigir a las diversas naciones en el uso de sus recursos. Significa solamente que debe existir un poder que pueda prohibir a las diferentes naciones una acción dañosa para sus vecinas; significa la existencia de un conjunto de normas que definan lo que un Estado puede hacer y una institución capaz de hacer cumplir estas normas. Los poderes que tal institución necesita son, principalmente, de carácter prohibitivo; tiene que estar, sobre todo, en condiciones de poder decir «no» a toda clase de medidas restrictivas.
Lejos de ser cierto, como ahora se cree con frecuencia, que necesitamos una organización económica internacional, pero que los Estados pueden, al mismo tiempo, conservar su ilimitada soberanía política, la verdad es casi exactamente lo opuesto. Lo que necesitamos y cabe alcanzar no es un mayor poder en manos de irresponsables instituciones económicas internacionales, sino, por el contrario, un poder político superior que pueda mantener a raya los intereses económicos y que, ante un conflicto entre ellos, pueda, verdaderamente, mantener un equilibrio, porque él mismo no está mezclado en el juego económico. Lo que se necesita es un organismo político internacional que, careciendo de poder para decidir lo que los diferentes pueblos tienen que hacer, sea capaz de impedirles toda acción que pueda perjudicar a otros. Los poderes que se deben ceder a una institución internacional no son las nuevas facultades asumidas por los Estados en los tiempos recientes, sino aquel mínimo de poder sin el cual es imposible mantener relaciones pacíficas, es decir, esencialmente los poderes del Estado de
laissez faire
ultraliberal. Y aún más que en la esfera nacional, es esencial que el Estado de Derecho circunscriba estrechamente estos poderes del organismo internacional. La necesidad de semejante institución supranacional aumenta a medida que los Estados individuales se convierten, cada vez más, en unidades de administración económica y que, por esto, se hace probable que las fricciones surjan no entre individuos, sino entre Estados.
La forma de gobierno internacional que permite transferir a un organismo internacional ciertos poderes estrictamente definidos, mientras en todo lo demás cada país conserva la responsabilidad de sus asuntos interiores, es, ciertamente, la federación. No debemos permitir que las numerosas iniciativas irreflexivas y a menudo extremadamente disparatadas que surgieron en apoyo de una organización federal del mundo entero durante el apogeo de la propaganda por la «Unión Federal» oscurezcan el hecho de ser el principio federativo la única forma de asociación de pueblos diferentes que crearía un orden internacional sin agraviarlos en su legítimo deseo de independencia
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. El federalismo no es, por lo demás, otra cosa que la aplicación de la democracia a los asuntos internacionales, el único medio de intercambio pacífico que el hombre ha inventado hasta ahora. Pero es una democracia con poderes estrictamente limitados. Aparte del ideal, más impracticable, de fundir diferentes países en un solo Estado centralizado, cuya conveniencia está lejos de ser evidente, es el único camino por el que puede convertirse en realidad el ideal del Derecho internacional. No debemos engañarnos nosotros mismos creyendo que, cuando en el pasado llamábamos Derecho internacional a las reglas de la conducta internacional, hacíamos otra cosa que expresar un buen deseo. Cuando pretendemos evitar que las gentes se maten unas a otras, no podemos contentarnos con declarar prohibido matar, sino que debemos dar facultades a una autoridad para evitarlo. De la misma manera, no puede haber un Derecho internacional sin la existencia de un poder que obligue a su cumplimiento. El obstáculo para la creación de este poder internacional fue, en gran parte, la idea de que necesitaba reunir todas las facultades, prácticamente ilimitadas, que posee el Estado moderno. Pero con la división de poderes en el sistema federal esto no es necesario en modo alguno.
Esta división de poderes obraría, inevitablemente, limitando a la vez el poder de todos y el de cada uno de los Estados. Además, muchos de los tipos de planificación que ahora están de moda serían, probablemente, del todo imposibles
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. Pero en modo alguno constituiría un obstáculo para toda planificación. Precisamente una de las principales ventajas de la federación es que puede proyectarse de tal manera que dificulte la mayoría de las planificaciones dañosas, pero deje libre el camino para todas las deseables. Impide o puede hacer que se eviten la mayoría de las formas de restriccionismo. Y confina la planificación internacional a los campos en que puede alcanzarse un verdadero acuerdo, no sólo entre los «intereses» inmediatamente envueltos, sino entre todos los afectados. Las formas deseables de planificación que puedan efectuarse localmente y sin necesidad de medidas restrictivas quedan libres y en manos de los mejor calificados para emprenderlas. Puede incluso esperarse que dentro de una federación, donde ya no subsistirán las mismas razones para que los Estados individuales se hagan todo lo fuertes que les sea posible, se invierta hasta cierto punto el proceso de centralización del pasado y se registre alguna transferencia de poderes del Estado a las autoridades locales.
Conviene recordar que la idea de un mundo que, al fin, encuentra la paz mediante un proceso de absorción de los Estados separados, para formar grandes grupos federados y, por último, quizá, una sola federación, lejos de ser nueva, fue, sin duda, el ideal de casi todos los pensadores liberales del siglo XIX. Desde Tennyson, a cuya visión, tantas veces citada, de la «batalla del aire» sigue la de una federación de los pueblos que vendría tras su última gran lucha, y hasta el final del siglo, la esperanza del inmediato gran paso en el avance de la civilización se cifró, una vez tras otra, en el logro último de una organización federal. Los liberales del siglo XIX pueden no haber tenido plena conciencia de cuán esencial complemento de sus principios era una organización federal de los diversos Estados
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, pero fueron pocos los que no expresaron su creencia en ella como un objetivo último
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. Sólo al aproximarse nuestro siglo XX, ante la triunfante ascensión de la
Realpolitik
, empezaron a considerarse impracticables y utópicas estas esperanzas.
No podemos reconstruir la civilización a una escala aumentada. No es un accidente que, en conjunto, se encuentre más belleza y dignidad en la vida de las naciones pequeñas y que, entre las grandes, haya más felicidad y contento en la medida en que evitaron la mortal plaga de la centralización. Difícilmente preservaremos la democracia o fomentaremos su desarrollo si todo el poder y la mayoría de las decisiones importantes corresponden a una organización demasiado grande para que el hombre común la pueda comprender o vigilar. En ninguna parte ha funcionado bien, hasta ahora, la democracia sin una gran proporción de autonomía local, que sirve de escuela de entrenamiento político, para el pueblo entero tanto como para sus futuros dirigentes. Sólo donde la responsabilidad puede aprenderse y practicarse en asuntos que son familiares a la mayoría de las personas, donde lo que guía la acción es el íntimo conocimiento del vecino más que un saber teórico sobre las necesidades de otras gentes, puede realmente el hombre común tomar parte en los negocios públicos, porque éstos conciernen al mundo que él conoce. Cuando el objetivo de las medidas políticas llega a ser tan amplio que el conocimiento necesario lo posee casi exclusivamente la burocracia, decaen los impulsos creadores de las personas particulares. Creo que, sobre esto, la experiencia de los países pequeños, como Holanda y Suiza, tiene mucho que enseñar, incluso a los más afortunados de los grandes países, como Gran Bretaña. Todos ganaremos si somos capaces de crear un mundo adecuado para que los Estados pequeños puedan vivir en él.
Pero el pequeño sólo puede preservar su independencia, en la esfera internacional como en la nacional, dentro de un verdadero sistema legal que, a la vez, garantice el cumplimiento invariable de ciertas normas y asegure que la autoridad facultada para hacerlas cumplir no puede emplear este poder con ningún otro propósito. Mientras en su tarea de garantizar el derecho común ha de ser muy poderosa la institución supranacional, su constitución tiene que haberse proyectado de manera que impida, tanto a las autoridades internacionales como a las nacionales, convertirse en tiránicas. Nunca evitaremos el abuso del poder si no estamos dispuestos a limitarlo en una forma que, ocasionalmente, puede impedir también su empleo para fines deseables. La gran oportunidad que tendremos al final de esta guerra es que las grandes potencias victoriosas, sometiéndose ellas mismas las primeras a un sistema de normas que está en sus manos imponer, adquieran al mismo tiempo el derecho moral para imponerlas alas demás.
Una institución internacional que limite eficazmente los poderes del Estado sobre el individuo será una de las mayores garantías de la paz. El Estado de Derecho internacional tiene que llegar a ser la salvaguarda tanto contra la tiranía del Estado sobre el individuo como contra la tiranía del nuevo superestado sobre las comunidades nacionales. Nuestro objetivo no puede ser ni un superestado omnipotente, ni una floja asociación de «naciones libres», sino una comunidad de naciones de hombres libres. Hemos alegado mucho tiempo que se había hecho imposible comportarse en la forma que consideramos deseable en los asuntos internacionales, porque otros no seguían las reglas del juego. El convenio al que hay que llegar nos dará la oportunidad de demostrar que hemos sido sinceros y que estamos dispuestos a aceptar las mismas restricciones de nuestra libertad de acción que, en el interés común, pensamos necesario imponer a los demás.
Utilizado con prudencia, el principio federal de organización puede, sin duda, mostrarse como la solución mejor para algunos de los más difíciles problemas del mundo. Pero su aplicación es una tarea de extrema dificultad, y no tendremos, probablemente, éxito en ella si en un intento excesivamente ambicioso la forzamos más allá de su capacidad. Existirá, probablemente, una fuerte tendencia a que una nueva organización internacional lo abarque y absorba todo; y será, sin duda, una necesidad imperativa contar con algún organismo universal, con una nueva Sociedad de Naciones. El gran peligro está en que, si en el intento de confiar exclusivamente en esta organización mundial, se le encomiendan todas las tareas que parece deseable colocar en manos de una institución internacional, no se podrán cumplir adecuadamente. He estado siempre convencido de que esta ambición fue la raíz de la debilidad de la Sociedad de Naciones; que en el fracasado intento de abarcar el mundo entero encontró su debilidad, y que una Sociedad más pequeña y, a la vez, más poderosa pudiera haber sido un mejor instrumento para el mantenimiento de la paz. Creo que estas consideraciones valen todavía y que podría lograrse un grado de cooperación entre, digamos, el Imperio británico, las naciones de Europa occidental y, probablemente, los Estados Unidos, que no sería posible a una escala mundial. La asociación relativamente íntima que una unión federal representa no será practicable al principio más allá, quizá, de los límites de una región tan reducida como la formada por una parte de Europa occidental, aunque podría ser posible extenderla gradualmente.