Camino de servidumbre (29 page)

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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: Camino de servidumbre
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Si entonces los sindicatos obreros se oponen con éxito a toda reducción de los salarios de los grupos particulares en cuestión, sólo quedarán abiertas dos alternativas: o habrá de usarse la coerción, es decir, tendrá que seleccionarse a ciertas personas para su transferencia obligatoria a otras posiciones relativamente peor pagadas, o habrá que consentirse que quienes no pueden ser empleados por más tiempo con los salarios comparativamente altos que han ganado durante la guerra queden sin empleo hasta que estén dispuestos a aceptar una ocupación con un salario relativamente más bajo. Este problema surgiría en una sociedad socialista no menos que en cualquier otra, y la gran mayoría de los trabajadores no se mostraría, probablemente, más inclinada a garantizar a perpetuidad los salarios presentes a quienes fueron llevados a empleos extraordinariamente bien pagados por las especiales necesidades de la guerra. Una sociedad socialista usaría sin duda la coerción en este caso. Lo que aquí nos interesa es que, si estamos determinados, cualquiera que sea el precio, a no permitir el paro y no estamos dispuestos a utilizar la coerción, nos veremos llevados a toda clase de desesperados expedientes, ninguno de los cuales puede traer una ayuda decisiva, pero todos ellos contribuirán a estorbar gravemente el uso más productivo de nuestros recursos. Debe en especial señalarse que la política monetaria no puede suministrar una cura real para esta dificultad, si se exceptúa una general y considerable inflación suficiente para elevar todos los demás salarios y precios con respecto a aquellos que no pueden bajarse; inflación que, por lo demás, traería el resultado deseado, no de otro modo que efectuando encubiertamente aquella reducción de los salarios reales que no se pudo llevar a cabo de manera directa. Pero elevar los demás salarios y rentas en una magnitud suficiente para ajustar la posición del grupo considerado envolvería una expansión inflacionista de tal escala que las perturbaciones, dificultades e injusticias causadas serían mucho mayores que las que se pretende curar.

Este problema, que surgirá en forma particularmente aguda después de la guerra, es de los que siempre nos acompañarán en tanto que el sistema económico tenga que adaptarse por sí a cambios continuos. Siempre será posible alcanzar por medio de una expansión monetaria una máxima ocupación a corto plazo dando empleo a todas las gentes allí donde se encuentren. Mas no es sólo que para mantener este máximo sea indispensable una progresiva expansión inflacionista, con el efecto de detener aquellas redistribuciones de trabajadores entre las industrias exigidas por la alteración de las circunstancias; redistribuciones que, en tanto los trabajadores tengan libertad para elegir ocupación, se efectuarán con algún retraso y, por consiguiente, causarán algún paro. Es que la política encaminada constantemente a lograr el máximo de ocupación alcanzable por medios monetarios lleva a la postre a la destrucción segura de sus mismos propósitos. Tiende a bajar la productividad del trabajo y, por consiguiente, incrementa constantemente la proporción de la población trabajadora que sólo por fines artificiales puede mantenerse ocupada a los salarios corrientes.

Apenas puede dudarse que después de la guerra el acierto en la conducción de nuestros asuntos económicos será aún más trascendental que antes y que la suerte de nuestra civilización dependerá finalmente de cómo resolvamos los problemas económicos que tengamos que afrontar. Al principio seremos pobres, verdaderamente pobres, y el problema de recuperar y mejorar nuestros niveles anteriores puede de hecho resultar más difícil para Gran Bretaña que para otros muchos países. Si actuamos con prudencia, es casi seguro que mediante un duro trabajo y dedicando una considerable parte de nuestros esfuerzos a revisar y renovar nuestro equipo y organización industrial, en el curso de unos cuantos años estaremos en condiciones de recuperar y hasta de rebasar el nivel que habíamos alcanzado. Pero esto exige que nos contentemos con no consumir entre tanto más de lo que es posible sin perjudicar a la tarea de la reconstrucción, que unas esperanzas exageradas no creen mayores e irresistibles pretensiones y que consideremos más importante usar nuestros recursos de la mejor manera y para los fines que mejor puedan contribuir a nuestro bienestar que utilizarlos todos, pero de cualquier manera
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. Quizá no sea menos importante evitar que los intentos precipitados de remediar la pobreza por una redistribución, en lugar de hacerlo por un incremento de nuestro ingreso, empobrezcan a amplias capas sociales hasta convertirlas en enemigos decididos del orden político existente. No se debe olvidar nunca que un factor decisivo en el desarrollo del totalitarismo en el continente europeo, que hasta ahora no ha aparecido en Inglaterra, fue la existencia de una extensa clase media recientemente desposeída.

Nuestras esperanzas de evitar el destino que nos amenaza tienen ciertamente que descansar en gran parte sobre la idea de que podemos reanudar un rápido progreso económico, el cual, por bajo que pueda ser nuestro punto de partida, continuará elevándonos. Y la principal condición para este progreso es que todos debemos estar dispuestos a adaptarnos rápidamente a un mundo muy cambiado, que no debe permitirse que el respeto al nivel habitual de grupos particulares obstruya esta adaptación, y que debemos aprender a dirigir otra vez todos nuestros recursos a donde mejor contribuyan a que todos seamos más ricos. Los ajustes que necesitaremos para recobrar y sobrepasar nuestros antiguos niveles de vida serán mayores que cualesquiera otros realizados en el pasado, y sólo si cada uno de nosotros está dispuesto individualmente a obedecer a las necesidades de este reajuste, seremos capaces de atravesar un período difícil como hombres libres que puedan elegir su propia forma de vida. Asegúrese por cualquier medio un mínimo uniforme a todos; pero a la vez admitamos que con esta seguridad de un mínimo básico tienen que cesar todas las pretensiones de una seguridad privilegiada para particulares grupos y desaparecer todas las excusas que permitan a cualquier grupo excluir de la participación en su relativa prosperidad a los recién llegados, a fin de mantener para sí mismo un nivel especial.

Puede parecer magnífico que se diga: «¡Al diablo la economía, y rehagamos un mundo decoroso!» Pero esto, de hecho, es pura irresponsabilidad. Con nuestro mundo tal como está, convencidos todos de que las condiciones materiales deben ser mejoradas en todas partes, nuestra sola posibilidad de construir un mundo decoroso está en poder continuar mejorando el nivel general de la riqueza. Lo único que la democracia moderna no soportará sin deshacerse es una reducción sustancial de los niveles de vida en la paz o, ni siquiera, un estancamiento prolongado de la situación económica.

Los que admiten que las actuales tendencias políticas constituyen una seria amenaza para nuestro porvenir económico y, a través de sus efectos económicos, ponen en peligro valores mucho más altos, están, sin embargo, dispuestos a engañarse a sí mismos y creer que estamos realizando sacrificios materiales para alcanzar objetivos espirituales. Es, sin embargo, más que dudoso que los cincuenta años de movimiento hacia el colectivismo hayan elevado nuestras normas morales o incluso que el cambio no nos haya llevado en la dirección opuesta. Aunque tenemos el hábito de enorgullecernos del aumento de sensibilidad de nuestra conciencia social, no está en modo alguno claro que ello se justifique por la práctica de nuestra conducta individual. En el aspecto crítico, en su indignación por las iniquidades del orden social existente, nuestra generación sobrepasa, probablemente, a la mayoría de sus predecesoras. Pero es cosa muy diferente el efecto de esta actitud sobre nuestras normas positivas en el campo propio de la moral, es decir, en la conducta individual, y sobre la firmeza de nuestra defensa de los principios morales contra las conveniencias y exigencias del mecanismo social.

En este campo, las cuestiones se han vuelto tan confusas que es necesario retroceder a los fundamentos. Lo que nuestra generación corre el peligro de olvidar no es sólo que la moral es necesariamente un fenómeno de la conducta individual, sino, además, que sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre para decidir por sí y para sacrificar sus ventajas personales ante la observancia de la regla moral. Fuera de la esfera de la responsabilidad individual no hay ni bondad ni maldad ni oportunidad para el mérito moral, ni lugar para probar las convicciones propias sacrificando a lo que uno considera justo los deseos personales. Sólo cuando somos responsables de nuestros propios intereses y libres para sacrificarlos tiene valor moral nuestra decisión. Ni tenemos derecho a ser altruistas a costa de otros, ni tiene mérito alguno ser altruista si no se puede optar. Los miembros de una sociedad a quienes, en todos los aspectos, se les hace hacer el bien no tienen motivo para alabarse. Como dijo Milton: «Si cada acción, buena o mala, de un hombre maduro estuviese sujeta a límite, prescripción o violencia, ¿qué sería la virtud sino un nombre? ¿Qué alabanza merecerían las buenas obras? ¿Cómo premiar al sobrio, al justo o al puro?».

La única atmósfera en la que el sentido moral se desarrolla y los valores morales se renuevan a diario en la libre decisión del individuo es la de libertad para ordenar nuestra propia conducta en aquella esfera en la que las circunstancias materiales nos fuerzan a elegir y de responsabilidad para la disposición de nuestra vida de acuerdo con nuestra propia conciencia. La responsabilidad, no frente a un superior, sino frente a la conciencia propia, el reconocimiento de un deber no exigido por coacción, la necesidad de decidir cuáles, entre las cosas que uno valora, han de sacrificarse a otras y el aceptar las consecuencias de la decisión propia son la verdadera esencia de toda moral que merezca ese nombre.

Es inevitable, e innegable a la vez, que en esta esfera de la conducta individual el colectivismo ejerza un efecto casi enteramente destructivo. Un movimiento cuya principal promesa consiste en relevar de responsabilidad
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no puede ser sino antimoral en sus efectos, por elevados que sean los ideales a los que deba su nacimiento. ¿Puede dudarse que el sentimiento de la personal obligación en el remedio de las desigualdades, hasta donde nuestro poder individual lo permita, ha sido debilitado más que forzado? ¿Que tanto la voluntad para sostener la responsabilidad como la conciencia de que es nuestro deber individual saber elegir han sido perceptiblemente dañadas? Hay la mayor diferencia entre solicitar que las autoridades establezcan una situación deseable, o incluso someterse voluntariamente con tal que todos estén conformes en hacer lo mismo, y estar dispuesto a hacer lo que uno mismo piensa que es justo, sacrificando sus propios deseos y quizá frente a una opinión pública hostil. Mucho es lo que sugiere que nos hemos hecho realmente más tolerantes hacia los abusos particulares y mucho más indiferentes a las desigualdades en los casos individuales desde que hemos puesto la mirada en un sistema enteramente diferente, en el que el Estado lo enmendará todo. Hasta puede ocurrir, como se ha sugerido, que la pasión por la acción colectiva sea una manera de entregarnos todos, ahora sin remordimiento, a aquel egoísmo que, como individuos, habíamos aprendido a refrenar un poco.

Lo cierto es que las virtudes menos estimadas y practicadas ahora —independencia, autoconfianza y voluntad para soportar riesgos, ánimo para mantener las convicciones propias frente a una mayoría y disposición para cooperar voluntariamente con el prójimo— son esencialmente aquellas sobre las que descansa el funcionamiento de una sociedad individualista. El colectivismo no tiene nada que poner en su lugar, y en la medida en que ya las ha destruido ha dejado un vacío que no llena sino con la petición de obediencia y la coacción del individuo para que realice lo que colectivamente se ha decidido tener por bueno. La elección periódica de representantes, a la cual tiende a reducirse cada vez más la opción moral del individuo, no es una oportunidad para contrastar sus normas morales, o para reafirmar y probar constantemente su ordenación de los valores y atestiguar la sinceridad de su profesión de fe mediante el sacrificio de los valores que coloca por debajo en favor de los que sitúa más altos.

Como las reglas de conducta desarrolladas por los individuos son la fuente de donde la acción política colectiva obtiene sus normas morales, sería para sorprender que el relajamiento de las reglas de la conducta individual fuera acompañado por una elevación de los niveles de la acción social. Es evidente que se han producido grandes cambios. Cada generación, por supuesto, pone más altos que sus predecesoras algunos valores y más bajos otros. ¿Cuáles son los fines que ocupan ahora un lugar más bajo?, ¿cuáles son los valores que estamos ahora dispuestos a abandonar si entran en conflicto con otros? ¿Qué especies de valores figuran ahora, en la imagen del futuro ofrecida por los escritores y oradores populares, con menos relieve que lo fueron en los sueños y esperanzas de nuestros padres? Cierto que no es el bienestar material, cierto que no es una elevación de nuestro nivel de vida o la seguridad de una determinada situación en la sociedad lo que figura más bajo. ¿Hay algún escritor u orador popular que se atreva a sugerir a las masas un sacrificio en sus aspiraciones materiales para favorecer una finalidad espiritual? ¿No se sigue enteramente el camino opuesto? ¿No son valores morales todas las cosas que cada vez con más frecuencia enseñamos a considerar como «ilusiones del siglo XIX»: libertad e independencia, sinceridad y honestidad intelectual, paz y democracia y respeto por el individuo qua hombre en lugar de verlo solamente como miembro de un grupo organizado? ¿Cuáles son los polos fijos que ahora se miran como sacrosantos, que ningún reformador osaría tocar, pues son considerados como las fronteras inmutables que han de respetarse en todo plan para el futuro? No son ya las libertades del individuo, su libertad de movimiento y, raramente, la de expresión. Son los niveles de vida protegidos de este o aquel grupo, su «derecho» a excluir a otros de la facultad de proveer al prójimo con lo que éste necesita. La discriminación entre miembros y no miembros de los grupos cerrados, para no hablar de los nacionales de diferentes países, se acepta cada vez más como cosa natural. Las injusticias infligidas a los individuos por la acción del Estado, en interés de un grupo, son despreciadas con una indiferencia difícilmente distinguible de la insensibilidad, y las mayores violaciones de los derechos más elementales del individuo, como las contenidas en los traslados forzosos de poblaciones, son excusadas cada vez más a menudo incluso por gentes que se suponen liberales. Todo esto indica con seguridad que nuestro sentido moral se ha embotado más que agudizado. Cuando se nos recuerda, como sucede cada vez con más frecuencia, que no se pueden hacer tortillas sin romper huevos, lo cierto es que los huevos que se rompen son casi todos de aquella clase que hace una o dos generaciones se consideraban como la base esencial de la vida civilizada. ¿Y qué atrocidades cometidas por las potencias con cuyos profesados principios simpatizan muchos de nuestros llamados «liberales» no han sido fácilmente condonadas por éstos?

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