Camino a Roma (52 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—Están todos muertos —dijo el muchacho con voz de pito, rebuscando en los bolsillos los objetos de valor.

—Bien —masculló Romulus, encaminándose a la puerta. Notó al muchacho a su espalda—. Quédate fuera —ordenó—. Cuando llegue mi amigo, dile que se dé prisa.

La voz que tenía detrás se convirtió en un chillido.

—¿Vais a entrar ahí solo?

—No me queda otra —repuso Romulus, sujetando la ancha asta del hacha con ambas manos—. Mi hermana está aquí dentro.

—Os matarán.

—Puede ser —respondió Romulus con determinación—. Pero no puedo quedarme fuera como un imbécil.

Empujó la puerta y entró. La recepción era muy parecida a las que había visto en burdeles de otras partes del mundo: decorada con colores chillones, con pinturas y estatuas eróticas por todas partes. Los muebles macizos que los defensores habían empujado contra la puerta estaban apilados a un lado y el suelo de mosaico estaba manchado de sangre. Aparte de los cadáveres de un matón bajito con una espada y una anciana, que yacía empotrada contra el escritorio, no había nadie. Las manos de la vieja, llenas de cortes, intentaban alcanzar el puñal que sobresalía del pecho del otro. Romulus arqueó las cejas. Si toda la gente del burdel era tan luchadora, todavía quedaba esperanza.

Tuvo que olvidarse de esa idea descabellada en cuanto se acercó al pasadizo que conducía a la parte posterior. En vez del choque de las armas, no oía más que gritos y risas masculinos. Entre tanta picardía se oían chillidos femeninos. Muchos. Romulus había sido soldado el tiempo suficiente para saber qué significaban. La lucha había terminado y habían empezado las violaciones. Los nudillos se le volvieron blancos de ira mientras sujetaba el mango del hacha.

Rezando para que los matones estuvieran absortos en su propio placer, Romulus recorrió el pasillo arrastrando los pies y echando un vistazo en todas las habitaciones. Los boquetes que había en el techo de muchas de ellas ponían de manifiesto por dónde habían entrado. Pero estaban todas vacías. Daba la impresión de que el alboroto procedía del patio central, lo cual hizo que Romulus llegara a la conclusión de que Fabiola y los defensores se habían replegado allí. Teniendo en cuenta que los atacantes caían del techo, era lógico. Sin embargo, el resultado no había cambiado, pensó, mientras la preocupación le corroía por dentro.

—¡Despierta, pedazo de zorra!

Se animó al oír el grito airado, que procedía de la estancia que venía a continuación. Le siguió un fuerte bofetón y un aullido de terror. Se aseguró de que en el pasillo no había nadie y Romulus se acercó de puntillas con el hacha de Tarquinius preparada. Atisbo por el marco de la puerta y distinguió la parte inferior de una mujer desnuda tumbada en la cama. Un par de matones que reían le sujetaban los brazos, que intentaban zafarse en vano, mientras una tercera figura achaparrada se despojaba de la ropa y la armadura.

—Hace años que espero este momento —jadeó—. Así que voy a disfrutar de veras.

A Romulus le entraron ganas de vomitar. ¿Debía intervenir o seguir hasta el patio? Estaba convencido de que aquella escena se repetía por todo el burdel. ¿Cómo iba a encontrar a Fabiola entre todas las prostitutas y salvarla sin dejar en pie a ese miserable? Indeciso, se quedó mirando unos instantes.

La mujer de la cama debía de estar herida o semiinconsciente, porque cuando su torturador le separó las piernas bruscamente apenas opuso resistencia. Nada más que un gemido sordo de terror, que al instante le trajo el recuerdo de su madre tumbada debajo de Gemellus. Como acababa de ver al comerciante, aquello le resultó demasiado. Romulus se movió antes de percatarse de ello. Atacó rápido y con fuerza, para maximizar las posibilidades de derrotar a tres hombres ilesos. De espaldas a la puerta, el aspirante a violador era ajeno al ataque desesperado de Romulus. Sin embargo, el par de matones que sujetaba a la mujer por los brazos lo vieron enseguida.

Los gritos de advertencia llegaron demasiado tarde y no evitaron que Romulus atizara con el hacha de batalla al violador en el hombro derecho y le cortara el brazo. El hombre dejó escapar un fuerte alarido de dolor y se tambaleó mientras la sangre roja y brillante le brotaba de la herida. Por suerte, cayó encima de uno de los matones, por lo que evitó que se defendiera. El otro hombre se quedó tan conmocionado que todavía no había sujetado su espada cuando el hacha le partió la cabeza en dos. Con un tajo que le llegaba casi hasta el mentón, la cara se le quedó con una expresión de asombro absoluto. Los huesos y la sangre saltaron por doquier y se desplomó en el suelo sin emitir sonido alguno.

Retiró la hoja y Romulus giró en redondo para enfrentarse al último rufián que había conseguido liberarse. Con una malvada expresión, el hombre se le acercó arrastrando los pies y con la espada preparada. Romulus dio un paso hacia él. De repente, el dolor que tenía en la cabeza le pareció insoportable. Su maltrecho cuerpo no podía resistir un duelo. Entonces bajó la vista hacia la figura desnuda de la cama y se quedó anonadado al reconocer a Fabiola. Lo embargó entonces una furia de lo más abrasadora que había sentido nunca y que barrió todo agotamiento con una avalancha de adrenalina. Profirió un aullido inarticulado y saltó hacia delante para atacar.

Al tercer matón, cubierto de la sangre del compañero mutilado, ya le había intimidado la velocidad de la entrada del legionario con el ojo a la funerala. Ahora su ira le desconcertó. En vez de pelear, corrió hacia la puerta. Las sandalias rebotaban en el suelo mientras huía y alertaba a sus compinches. Romulus sabía que el respiro sería breve. El rufián volvería enseguida con refuerzos y entonces él y su hermana morirían. A no ser que, por una de esas escasas posibilidades, pudieran escapar antes. Mientras tanto, la belleza del momento ante un reencuentro de lo más inesperado tendría que esperar. Haciendo caso omiso del hombre manco que gimoteaba en un rincón, corrió junto a la cama y dejó el hacha a un lado. Con las trizas del vestido, cubrió cariñosamente la desnudez de su hermana lo mejor posible. Ella se estremeció al notar su mano y a él se le partió el corazón.

—Fabiola —susurró—. Fabiola.

No hubo reacción.

Él la sacudió por el hombro.

—Soy yo, Romulus. Tu hermano.

Al final, Fabiola abrió los ojos y dejó entrever un pozo de terror. Entonces ensanchó las pupilas y soltó un grito ahogado.

—¿Romulus?

24 La discordia

Romulus, que lloraba las lágrimas que no había derramado en todos los años de separación, no pudo más que asentir con la cabeza.

—Eres tú. Estás vivo. —Incrédula, Fabiola alargó la mano temblorosa y le acarició la mejilla—. Gracias a los dioses. —La sacudió un sollozo de alivio. Se miraron fijamente, apenas podían dar crédito a sus ojos. Después de tantos años de tribulaciones y de separación, por fin los dioses les habían permitido reencontrarse. Parecía que lo imposible se había hecho realidad. Al cabo de unos instantes, Romulus sonrió. Al final Fabiola también. Se estrecharon las manos con miedo a soltarlas.

—¿Estás solo? —le preguntó.

—Sí.

Se le descompuso el rostro.

—Todos mis hombres han muerto. Ahora esos cabrones están violando a las prostitutas.

—Lo sé —repuso Romulus con tristeza—. ¿Pero qué podemos hacer nosotros dos solos? Deberíamos intentar escapar. Ya.

El sentimiento de culpa contrajo las bellas facciones de Fabiola.

—No puedo dejarlas. Son mi responsabilidad. Ayúdame a incorporarme.

Romulus la ayudó a levantarse.

Fabiola vio a un hombre semiinconsciente desangrándose en la esquina de la habitación. Inspiró bruscamente.

—¡Ese hijo de puta aún sigue vivo!

—No por mucho más tiempo. —Romulus señaló el enorme charco de sangre que lo rodeaba y el orificio sangrante en el costado.

Fabiola sonrió.

—Entonces Sextus ya ha sido vengado.

Romulus miró la silueta inmóvil.

—¿Quién es?

—Scaveola —espetó—. Un
fugitivarius
. Trabaja para Antonio.

—¿El jefe de Caballería ha ordenado esto? —exclamó Romulus—. ¿Por qué?

Fabiola no tuvo tiempo de explicárselo. El ruido que se oía en el pasillo interrumpió en seco la conversación. Extrañamente, provenía de ambos extremos del pasillo. Ahora ya no había escapatoria. Romulus sujetó el hacha con fuerza y se puso en pie.

—¿Quiénes sois? —preguntó una voz dura cerca del patio—. ¿Hombres de Marco Antonio? ¿Habéis venido a ver si hemos hecho bien el trabajo?

—No —respondió una voz tranquila—. ¡Alzad los escudos!

Tras la orden, Romulus oyó el sonido familiar del choque de los escudos.

—¡Rápido! ¡Salgamos de aquí! —gritó el matón a sus compañeros.

Una llama de esperanza prendió en el corazón de Romulus al oír los pasos de las
caligae
repiqueteando contra el suelo de mosaico. Cuando el veterano de edad mediana y casco de bronce abollado asomó la cabeza por la puerta, Romulus estuvo a punto de soltar un grito de alivio.

—¡Secundus! —exclamó Fabiola con alegría—. ¡Habéis venido!

—Pues claro que hemos venido —respondió—. Nos faltó tiempo cuando Tarquinius nos contó lo que sucedía.

Fabiola esbozó una sonrisa radiante y él sonrió con benevolencia.

—¿Todo bien?

—Sí —contestó Romulus—. Gracias.

Con un amable gesto de asentimiento, Secundus se retiró. Por el ruido, Romulus calculó que debía de ir acompañado por unos veinte compañeros. Más que suficientes para solventar la situación. Al remitir el peligro, notó de nuevo el martilleo en la cabeza. Con una mueca de dolor, se sentó en el borde de la cama.

Fabiola enseguida se fijó en el cabello ensangrentado.

—¿Qué ha pasado?

—Gemellus me golpeó —masculló mientras se llevaba la mano a la herida—. Aunque no lo bastante fuerte, gracias a Mitra.

—¿Has visto a Gemellus? —preguntó con un grito ahogado.

—Vi a ese hijo de puta cuando salía del templo y lo seguí hasta el agujero que tenía por casa.

—¿Tenía? —repitió Fabiola lentamente—. ¿Lo has matado?

—No —repuso Romulus—. Iba a hacerlo, la de veces en estos años que había jurado que lo haría. Pero no pude. Era un ser patético. Si lo hubiera hecho, no habría sido mejor que él.

—¿Así que te marchaste? —la voz de Fabiola denotaba incredulidad.

Romulus asintió con la cabeza y se percató de la ira en los ojos de su hermana melliza. Estaba claro que ella no hubiese actuado con el mismo comedimiento. Esta certeza le resultó chocante, pero se obligó a continuar.

—Y el muy cobarde me atacó por la espalda. Por fortuna, Tarquinius estaba cerca. Si él no hubiera usado su puñal, ahora me tendrías tirado en un callejón con el cráneo partido en dos.

—¿Tarquinius?

—Un amigo. Después lo conocerás.

—Entonces, ¿Gemellus está muerto? —Fabiola sonrió—. No puedo decir que vaya a echar en falta a ese pedazo de mierda. Aunque me hubiese gustado decirle que su latifundio cerca de Pompeya es ahora de mi propiedad.

Romulus estaba sorprendido. Fabiola también dirigía el Lupanar.

—¿Cuánto cuesta una finca como ésa?

A Fabiola se le ensombreció el semblante.

—Me la regaló un amante. Decimus Brutus.

—¿Dónde está?

—Nos hemos peleado. Me ha dejado.

Del patio llegaban ruidos: el entrechocar de las espadas, las órdenes de Secundus y los gritos de terror de los matones al darse cuenta de que no tenían escapatoria.

Romulus intentaba reconstruir la historia.

—Entonces ¿qué tiene que ver Marco Antonio?

Fabiola se ruborizó.

—Fue una estupidez, pero tuve una aventura con él y Brutus se enteró.

Romulus señaló el cadáver ensangrentado de Scaevola.

—¿Él trabajaba para Marco Antonio?

Fabiola ignoró la pregunta.

—¡Cuánto me alegro de verte!

Romulus sonrió y se dio perfecta cuenta de que había cambiado de tema. «¿Por qué? Déjalo ya», pensó. El sueño más descabellado se había hecho realidad.

—Es increíble —admitió—. La última vez que nos vimos todavía éramos unos niños. Míranos ahora: adultos. ¡Qué orgullosa estaría nuestra madre!

El rostro de Fabiola se entristeció.

—¿Te dijo Gemellus lo que le sucedió?

—Sí. Y cuando me lo contó, me volví loco —repuso Romulus—. Le abrí la mejilla de un corte. Me sentí bien durante unos instantes, pero eso no me la devolvió.

—No importa. Ahora estará en el Elíseo —declaró Fabiola enérgicamente—. Seguro.

Permanecieron sentados en silencio un momento honrando el recuerdo de Velvinna. En el exterior, el fragor de la lucha empezaba a disminuir, reemplazado por los gritos de angustia de las prostitutas. Fabiola ya no aguantaba más.

—Tengo que ayudar. —Se incorporó y escogió un vestido entre los varios que colgaban de la pared.

Recuperado el recato, se dirigió a Romulus:

—Ven, te voy a llevar a otra habitación para que puedas descansar. ¡Cabrón! —Y escupió sobre el cuerpo de Scaveola.

Romulus la siguió por el pasillo, sorprendido por su voluntad de acero. «Debió de sufrir muchísimo aquí —pensó—. Vendida a un burdel con trece años y obligada a acostarse con hombres por dinero. Eso no difiere demasiado de una violación.» Por su parte, se alegraba de que hubiera decidido luchar y matar. A pesar de todo, su hermana había sobrevivido y se había convertido en una mujer inteligente y segura de sí misma. Romulus se sentía orgulloso de ella.

—Serías un buen legionario —dijo.

—Según Secundus, lucho bien —le reveló con orgullo—. Pero el ejército más vale dejarlo para los hombres. Al fin y al cabo, es toda fuerza e ignorancia, ¿no?

Romulus se rio de su pulla.

—Es mucho más que eso —protestó—. Fíjate en César, por ejemplo. Se trata del general más increíble. —Su rostro se iluminó—. Es capaz de interpretar una batalla como nadie. Cambiar su curso con una sola orden. Ganar contra todo pronóstico. —Sonrió a Fabiola—. Incluso lo he conocido.

—Yo también —le espetó ella.

Romulus retrocedió ante su furia.

—¿He dicho algo malo?

—Nada —musitó Fabiola. Desde el momento en que vio a su hermano, se moría de ganas de contarle lo de César, pero se había contenido. Tenía que encontrar el momento adecuado. Y ahora la obvia admiración de Romulus por el dictador la confundía y la llenaba de ira.

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