Sin desanimarse, Romulus recurrió a la táctica de reserva.
—Me he tomado la libertad de reunir a unos cuantos veteranos leales, señor. Unos cincuenta. Ya deben de estar en el Senado.
—¿Uno de mis antiguos soldados se cree con el derecho de reunir una panda variopinta de guardaespaldas? —César negó con la cabeza con asombro.
Romulus se dio cuenta de su osadía.
—Perdón, señor —titubeó—. No era mi intención hacer lo que no debía.
—De los orígenes más humildes brotan las mejores virtudes —murmuró César. Sonrió—. Todo lo contrario, has hecho bien y te lo agradezco.
Una oleada de alivio recorrió a Romulus.
—¿Entonces los veteranos pueden acompañaros al Senado, señor?
César le lanzó una mirada iracunda.
—No, en absoluto.
—No entiendo, señor —tartamudeó Romulus.
—Tus motivos son nobles —prosiguió César haciendo una señal de gratitud con la cabeza—. Pero no olvides quién soy. Como el mejor general de la historia de la República, no puedo llegar al Senado acompañado por una variopinta selección de soldados retirados. No me parece digno.
—Sólo por esta vez, señor —suplicó Romulus—. Si no hay peligro, después podéis tomároslo a broma como una demostración espontánea del cariño que vuestros soldados os profesan. Si hay problemas, estaréis a salvo.
César se planteó esa posibilidad durante unos segundos y Romulus pensó que había esperanzas. Pero después negó con la cabeza.
—No, no viviré con miedo cuando no hay necesidad.
A Romulus se le cayó el alma a los pies, aunque enseguida se le ocurrió una idea brillante. Secundus y los veteranos podrían esperar fuera. Ante la primera señal de peligro, entrarían a toda prisa en el Senado. Era más arriesgado para el dictador que si lo acompañaban, pero era mejor que nada.
—Muy bien, señor —repuso—. ¿Puedo acompañaros de todas formas? —«Un buen soldado vale más que veinte senadores gordos», pensó. «Quizá pueda contenerlos hasta que Secundus irrumpa en la sala.»
Romulus no había pensado en la mente incisiva de César.
—Tú sí puedes acompañarme, pero tus camaradas deben marcharse a casa —ordenó—. No se pueden quedar en los aledaños del Senado por si hay problemas, ¿está claro?
Romulus lo miró con desesperación.
—Sí, señor.
—Prométeme que les dirás que desaparezcan. —César le alargó la mano derecha a la manera de los soldados.
—¿Cómo sabéis que mantendré la promesa? —preguntó Romulus.
—Porque eres una buena persona. Lo sé —repuso César—. Además eres uno de mis soldados.
—Muy bien, señor. —Maldiciendo la perspicacia del dictador, Romulus aceptó el saludo.
—Bien —murmuró César—. Ahora necesito tiempo para prepararme para el día que se avecina. Tengo que pensar qué voy a decir sobre Carrhae. Ve al complejo de Pompeyo a la
hora sexta
. A esa hora llegaré yo.
—Señor. —Impotente ante el poder de César, Romulus sintió náuseas. Tarquinius no se inventaría una cosa como el asesinato. Eso no lo sabía el dictador, por supuesto; y a él lo había tomado por un soldado leal, pero supersticioso. Tenía que intentarlo una vez más.
—Yo…
—Ni una palabra más —contestó César con firmeza—. Agradezco tu preocupación. —Se acercó la mano a la boca—. ¡
Optio
!
Para consternación de Romulus, el oficial subalterno apareció enseguida.
—¿Señor?
—Acompaña al soldado hasta la puerta —ordenó César—. Dile al mayordomo que le entregue veinte
aurei.
—Eso no es necesario, señor —protestó Romulus—. No lo he hecho por dinero.
—Da igual, tu vasallaje será recompensado. —César hizo una señal con la mano para que se marchase—. Nos veremos más tarde.
—¡Señor! —Romulus saludó al dictador con su mejor saludo y se dirigió a la puerta.
El
optio
, perplejo, lo llevó hasta el vestíbulo y unos instantes después, Romulus salió a la calle sujetando una pesada bolsa de cuero.
Los centinelas habían cambiado, pero Mattius seguía allí. Centró toda su atención en el saquito tintineante como un buitre en la carroña.
—César te ha creído, ¿no es así? —exclamó.
—No —repuso Romulus con expresión sombría—. No me ha hecho caso. Esto es sólo por ser leal.
El rostro de Mattius reflejaba consternación.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Romulus se paró a pensar.
—Ir al Lupanar —declaró. Si Fabiola estaba allí quizá podría convencerla de que suspendiese el complot para asesinar a César. Lo dudaba, y además resurgió el temor de que uno de sus hombres le matase a navajazos. Romulus frunció el ceño, pero se puso en marcha. Se agarraba a un clavo ardiendo, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
En cierto modo le consoló la imagen de Decimus Brutus que asomaba la cabeza desde una litera que se acercaba. Brutus no había asistido a ninguna de las reuniones en el Lupanar y Romulus esperaba que el amante de Fabiola fuese un hombre de principios. Quizá Brutus tuviera el mismo propósito que él.
Los últimos preparativos de Fabiola se iniciaron cuando Brutus partió hacia la residencia de César. La decisión de su amante todavía parecía firme, cosa que la aliviaba y la aterrorizaba a la vez. Preocupada por que pudiese reconsiderar su posición y retirarse de la conspiración, no lo había perdido de vista desde la reunión de la noche anterior. Fabiola también había intentado desviar la atención de Brutus del asunto que tenían entre manos. Había ordenado a los esclavos de la cocina que preparasen un suntuoso festín y había hecho traer a los mejores artistas disponibles. Entre los platos de cerdo, pescado y varios tipos de aves, contemplaron a atletas griegos embadurnados de aceite luchando desnudos en el suelo y a poetas recitando sus últimas sátiras. Varios actores interpretaron comedias cortas y los acróbatas los sorprendieron con sus habilidades. Por fuera, la estratagema de Fabiola parecía ser todo un éxito. Brutus reía y sonreía y parecía disfrutar de las actuaciones de los artistas, pero ella lo conocía lo bastante bien para saber que estaba preocupado. Como era de esperar, el único pensamiento que tenía en la mente era el asesinato de César. Tras su fachada vivaracha, Fabiola tampoco había podido pensar en mucho más, pero no se había atrevido a hablarlo. Por su parte, Brutus se alegraba de no mencionarlo.
Aunque a Fabiola no le gustaba reconocerlo, los considerables reparos de Brutus para unirse al grupo le habían obligado a reconocer la duda que albergaba en los recovecos más oscuros de su corazón y que se había negado a admitir. No estaba segura de si esta duda ya había aparecido antes de la negativa de Romulus a unirse a su causa, pero resultaba difícil pasar por alto el apoyo incondicional de su hermano al dictador. Siempre había tenido la cabeza llena de ideas honorables, tales como liberar a los esclavos de la República. A pesar de sus traumáticas experiencias en el anfiteatro y en el ejército de Craso, esta cualidad parecía haberse reforzado. Fabiola lo percibía en su porte honesto y en la forma en que Tarquinius hablaba de él. Incluso la manera en que había logrado apartarse de Gemellus decía mucho sobre sus principios morales.
Sin embargo, ¿en qué se había convertido ella? La pregunta la había mantenido despierta toda la noche. Había hecho todo lo que había podido para salir de la degradación de su antigua profesión, pero ahora Fabiola tenía que reconocer que la había dejado marcada. El resultado más obvio era su total desconfianza en los hombres. Sus años en el Lupanar le habían enseñado que ninguno era de fiar. Brutus era la única excepción a la regla, se había ganado la exención por su conducta honorable e inquebrantable. Por lo tanto, ¿no era de esperar —se preguntaba Fabiola— que pensase que César era su padre cuando intentó violarla? ¿Había tenido una reacción exagerada?
No, gritaba su corazón. No fue sólo la mirada en los ojos del dictador lo que la había convencido de su culpabilidad, sino su voz, sus palabras. Pero cuando Fabiola había obligado a su mente a reexaminar lo que había sucedido aquella noche de invierno, había llegado a una conclusión diferente. César no había admitido nada. El hecho de que hubiese intentado violarla no demostraba que fuese el violador de su madre. En eso Romulus tenía razón. Con esta idea clavada en la conciencia, Fabiola había pasado toda la noche tendida mirando al techo, pues sabía que los planes que había fomentado ya no podían detenerse. Estaban implicados demasiados hombres poderosos y enojados.
Cuando Brutus se despertó, con la cara fresca y todavía dispuesto a mantener su decisión, Fabiola tuvo que ponerse su mejor máscara para esconder sus sentimientos encontrados. Su amante debió de percibir que algo no iba bien.
—Lo que vamos a hacer es lo más indicado, amor mío —le había murmurado—. Para Roma. Para todos nosotros.
Fabiola no se había atrevido a hablar de ello. Por una parte estaba exultante, y aterrorizada por otra. Se aferró a la idea de que Brutus tenía razón, le deseó suerte y le dio un beso de despedida. Ahora, sola, sentada ante el tocador, le asaltaban de nuevo las dudas. Si pudiese verificar la culpabilidad de César o descartarla, y si pudiese descubrir si sus actos significaban realmente la muerte de la República. De repente se le ocurrió una idea. Tal vez Tarquinius pudiera responder a esas preguntas.
Pero, ¿lo haría?
Enseguida se dio cuenta de la cruda realidad. Era demasiado tarde para ese tipo de medidas. Incluso aunque Tarquinius llegase a descubrir que César era inocente de todos los cargos, los conspiradores no cejarían en su empeño. Muchos de ellos se iban a beneficiar de la muerte del dictador, sobre todo Marco Bruto. El papel de Fabiola en el complot de asesinato puede que hubiese sido influyente, pero se daba cuenta de que probablemente al final se hubiese realizado sin ella.
Fabiola se dirigió al Lupanar mentalizándose de que su corazonada con respecto a César había sido la correcta. Lo mejor era seguir con sus rutinas diarias el mayor tiempo posible. Aunque pretendía estar en el Foro cuando llegase César, no quería llamar en absoluto la atención. Fabiola decidió que lo que necesitaba era no pensar en ello y lo mejor sería darse un baño caliente para relajarse. Al entrar en el burdel le ordenó a Benignus que no dejase pasar a nadie.
No tenía ni idea del impacto que iba a tener esta orden sin importancia.
Poco tiempo después Romulus llegó al burdel y se dirigió directamente a la entrada. Tres hombres estaban de guardia al mando de un gigante con la cabeza rapada y lleno de cicatrices recientes. Romulus reconoció a Benignus, el portero que estuvo a punto de morir después del ataque de Scaevola, pero que había sobrevivido gracias a Tarquinius. Le saludó amablemente con la cabeza.
—Quiero hablar con Fabiola.
—No recibe visitas —repuso Benignus con cierta cortesía.
Romulus se rio.
—¡Soy su hermano!
—Sé quién eres —contestó Benignus, y se puso delante de la puerta.
—¡Entonces déjame pasar!
Benignus respondió con voz dura.
—He dicho que no recibe visitas.
Recelosos, sus compañeros se pusieron a su lado.
Romulus calibró sus opciones. Era un hábil soldado profesional, pero Benignus por sí solo ya era más fuerte que un buey. Además, los otros dos también parecían fuertes. No había garantía de salir ileso si se enfrentaba a ellos. Pero aunque lograse salir ileso, ¿le escucharía Fabiola?
—No quiero luchar contra ti —dijo. Había demasiadas cosas en juego.
—Bien —repuso Benignus.
Mientras los compañeros del portero se burlaban, Romulus se alegró al ver un atisbo de alivio en los ojos de Benignus. Al fin y al cabo, se limitaba a hacer su trabajo. Maldiciendo la suerte que lo había enfrentado a su hermana, Romulus le hizo una señal a Mattius y juntos se dirigieron hacia el Campus Martius, situado en una llanura al noroeste de la ciudad a no menos de quince minutos de distancia a pie. César aún tardaría en llegar al complejo de Pompeyo allí situado, pero Romulus no sabía a qué otro lugar dirigirse. «Ya no es momento de rezar», pensó. Y se consoló con la dura empuñadura del
gladius
. Acechaba otra batalla. Podía estallar incluso en Roma, como ciudadano libre. Romulus apretó la mandíbula. Muy bien. No importaba si atacaban a César cinco hombres o quinientos. Ya había tomado una decisión y se mantendría fiel a ella.
Cuando bajó la vista y miró a Mattius, Romulus sintió remordimientos de conciencia. Ya no se trataba sólo de él. «Si muero defendiendo a César, en una semana Mattius volverá a estar en la misma situación que antes.» Su madre, aunque trabajaba ahora en el taller de un batanero, era incapaz de mantener a sus dos hijos o de separarse de su segundo marido, un hombre cruel que se había alejado de ellos gracias a las amenazas de Roulus.
Hablaría con Secundus para hacerle partícipe de sus deseos. Por ahora, eso tendría que bastar. Como quería preparar al muchacho para lo peor, Romulus decidió abordar el tema.
—Es difícil de entender, pero a veces suceden cosas en la vida a las que hay que enfrentarse —explicó—. Si intentan matar a César en el Senado esta mañana, trataré de detener a los asesinos. A cualquier precio.
Mattius parecía triste.
—No te pasará nada, ¿verdad?
—Sólo los dioses conocen la respuesta a esa pregunta.
—Yo también lucharé contra ellos —murmuró Mattius.
—No, no lo harás —repuso Romulus seriamente—. Tengo un trabajo mucho más importante para ti.
Secundus y sus veteranos les esperaban en el exterior del gran templo de Venus en el que el Senado se reunía en ocasiones. El templo, situado en medio de un parque magnífico lleno de plantas exóticas, formaba parte del inmenso complejo de Pompeyo que se había terminado de construir hacía nueve años. La parte más popular del complejo era el primer anfiteatro de Roma construido en piedra, el lugar donde Romulus se había enfrentado al toro etíope. Aunque todavía faltaban varias horas para mediodía, ya habían empezado los espectáculos de la jornada. A Romulus le produjo escalofríos el conocido clamor sediento de sangre que se oía a intervalos regulares. Tras su última experiencia, no quería volver a pisar un anfiteatro.
Secundus no pareció muy sorprendido cuando le explicó la orden del dictador de disolver su grupo.
—César tiene un carácter fuerte —dijo.
Tampoco tenía intención de quedarse en las calles aledañas por si necesitaban a sus hombres, hecho que resultó demoledor para Romulus.