Él miró calle arriba y abajo y pareció aliviarle que no hubiera nadie.
—Tenéis razón. Debería haberos advertido antes, pero amenazó a mi familia. —La voz se le quebró de la emoción—. Lo siento.
—¿Quién? —Aunque a Fabiola se le hizo un nudo en el estómago, también sintió cierto alivio—. ¿Os referís a Scaevola?
El boticario miraba a uno y otro lado asustado.
—Sí.
—¿Qué está planeando ese perro? —Fabiola quería que alguien ajeno a todo aquello confirmara sus sospechas.
—No lo dijo. Nada bueno, seguro —repuso el boticario, secándose el sudor de la frente—. Todos los tenderos han recibido el mismo aviso: que esta tarde era mejor desaparecer.
Fabiola asintió. La orden de eliminar de la calle a los posibles espectadores —y testigos— probablemente viniera de Antonio. A Scaevola, despiadado sobremanera, le daba igual a cuánta gente mataba, pero el jefe de Caballería quería un trabajo limpio.
—Entonces mejor que os marchéis —dijo ella bruscamente—. Marchaos a casa con vuestra familia.
El boticario estaba avergonzado. Ahí estaba él, un hombre que huía mientras una mujer se quedaba a pelear.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó.
Fabiola sonrió de todo corazón para descargarle la conciencia.
—Dejadnos unas cuantas botellas de
acetum
y
papaverum
. Probablemente nos resulten útiles más tarde.
—Por supuesto. —Corrió rápidamente al interior de la tienda y salió al cabo de unos instantes con los brazos llenos—. Son todas mis reservas —dijo.
Fabiola quiso protestar, pero el boticario no estaba dispuesto a escuchar ninguna objeción.
—Es lo mínimo que puedo hacer —insistió—. Que los dioses os protejan a todos.
—Gracias. —Ordenó a sus hombres que cargaran las tan importantes medicinas y Fabiola regresó al Lupanar.
No tuvieron que esperar demasiado.
Sudando, Tarquinius llegó por fin a la cima de la colina Capitalina y al gran complejo en honor a Júpiter. Le dolía la cabeza y notaba un sabor espantoso en la boca seca. Había participado en el banquete público de César la noche anterior y ahora se arrepentía de todo corazón. Lo que entonces le había parecido buena idea ahora le parecía una insensatez, pensó, dada su lentitud. La mejor hora para visitar el gran santuario era al amanecer, antes de que llegaran las multitudes, o al atardecer, después de que se marcharan. Con el sol a punto de alcanzar su cénit, llegaría a tiempo para realizar un sacrificio como hacía media Roma. Pero no le parecía precisamente el momento más indicado para esperar una buena adivinación.
Por desgracia, desde su regreso del latifundio, el arúspice se aburría sobremanera sentado en el exterior del Lupanar. Apenas ocurría nada interesante, así que le parecía innecesario darse prisa por volver. Tarquinius podía haberse presentado ante Fabiola, pero seguía mostrándose reticente al respecto. ¿Por qué iba ella a recibirlo, teniendo en cuenta que era el culpable de que su hermano hubiera huido de Roma? Si Romulus no regresaba jamás, ella lo culparía aún más. No, prefería mantenerse en segundo plano, recopilar información y rezar para recibir algún tipo de orientación. La fe de Tarquinius se estaba poniendo a prueba al máximo.
No obstante, el adivino le había proporcionado cierta información útil. El ex amante de Fabiola era Decimus Brutus, pero ahora estaba liada con Marco Antonio. Aquello explicaba lo que Tarquinius había visto cuando la había seguido a aquel mismo sitio hacía unos días. A pesar del abarrotamiento de las calles, había conseguido seguirla de cerca y observar a Fabiola cuando había intentado hablar con Brutus, aunque luego Antonio la había interrumpido junto al jefe de los matones responsables de los bloqueos. La hostilidad del lenguaje corporal de los dos nobles hablaba por sí sola. No había oído qué decían, pero la ira de Brutus, el triunfo de Antonio y la expresión decepcionada de Fabiola no habían dejado lugar a dudas. De un plumazo, se había quedado sin el favor de los hombres, mientras el rufián parecía decidido a hacerle daño. La situación no pintaba bien para la hermana de Romulus.
El arúspice se sentía bastante impotente ante los problemas de Fabiola. Él carecía de riquezas, influencia política o poder. ¿Qué podía hacer, aparte de vigilar el Lupanar? Dos días antes había estado tentado de entrar en el prostíbulo, pero se había contenido gracias a una corazonada. No era el momento. Seguía sin pasar gran cosa y, para cuando llegó la última noche de las marchas triunfales de César, Tarquinius necesitó un respiro. Prácticamente todas las calles de la ciudad contaban con una hilera de mesas que crujían bajo el peso de la generosidad de César. Reinaba un ambiente festivo, y la gente se mostraba amable incluso con el forastero más taciturno y marcado como Tarquinius. Antes de darse cuenta, el arúspice se había tomado media docena de copas de vino que le daban otros juerguistas. Después, bastante había hecho con encontrar su miserable habitación de alquiler en el desván de una
cenacula
medio ruinosa junto al Tíber.
Tarquinius había olvidado su intención de visitar la colina Capitolina hasta que lo recordó a la mañana siguiente cuando se despertó con un sudor frío. De ahí las prisas. Aunque se sentía culpable por ello, darse un respiro para visitar el enorme templo resultaba más apetecible que pasarse otro día sentado delante del Lupanar fingiendo ser un bobalicón.
Al cabo de una hora, el arúspice cambió de opinión. Había comprado una gallina y la había sacrificado como tocaba, pero no había visto nada en el hígado ni en las entrañas. Frustrado, Tarquinius había comprado otra ave y repetido el proceso en vano. Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad de algunos devotos, y las peticiones de adivinación de otros, había contemplado en silencio el resultado de su trabajo durante un buen rato. No se le ocurría nada. Cuando le rezó a la estatua de Júpiter y visitó la larga y oscura
cella
no consiguió nada más que otro recuerdo de su pesadilla sobre un asesinato en el Lupanar. Tenía los sentidos embotados por el martilleo que sentía en la cabeza y el arúspice no se percató de que en esta ocasión moría más de una persona.
Se dio por vencido y compró varios vasos de zumo de fruta para aplacar su sed atroz. Miró enfadado la enorme figura de Júpiter y decidió regresar a su puesto frente al Lupanar. Por lo menos allí podría recuperarse de la resaca. Tarquinius tuvo que esquivar los bloqueos habituales para llegar a su sitio. Parecían más estrictos que de costumbre. Fue entonces cuando notó el primer cosquilleo de desasosiego. Sin embargo, su característica rutina de fingir ser un tonto baboso funcionó y consiguió dejar atrás a los matones que le dedicaron los insultos y risas crueles de siempre. Aceleró el paso en cuanto estuvo fuera de su vista y llegó al burdel sin más complicaciones. Se colocó en su sitio habitual en el suelo y tomó un buen trago del odre de agua. Tal vez así dejara de martillearle la cabeza.
Al cabo de unos momentos, el arúspice se asustó al ver a un nutrido grupo de matones que entraban por el otro extremo de la calle. Se puso rígido y se fijó en que llevaban las armas escondidas de cualquier manera bajo las capas. Pasaron de largo de los demás establecimientos de la callejuela y fueron directos al Lupanar. Tarquinius contó a más de veinte, lo cual era prueba suficiente para él. Por fin, su pesadilla recurrente cobraba significado. ¿Por qué no se había dado cuenta en el templo de Júpiter? Maldijo su decisión de beber la noche anterior y se dirigió hacia el Mitreo lo más rápido posible teniendo en cuenta que iba arrastrando los pies. Con un poco de suerte, podría convencer a Secundus y a sus hombres de que le ayudaran.
El arúspice notó cómo le subía la adrenalina al ver al cabecilla de los matones y a otro grupo cargados con escaleras. Echó a correr. Al final, los dioses habían decidido poner las cartas sobre la mesa.
Tarquinius rezó para que su revelación no hubiera llegado demasiado tarde para Fabiola.
La agresión de Scaevola se produjo una hora después de que Fabiola hablara con el boticario. Sintió una sensación de alivio inmediata que redujo su temor. El hecho de no saber cuándo se produciría la había dejado más agotada de lo que imaginaba. Había llegado el momento de acabar con esa disputa de un modo u otro. Ya había preparado el burdel para el asedio. Tenían comida para más de una semana y agua del pozo. Justo al otro lado de la entrada estaban todas las armas de recambio que poseían sus hombres: hachas, garrotes, espadas y unas cuantas lanzas. La tranca de la puerta delantera iba a reforzarse con muebles grandes y pesados en cuanto se retiraran al interior para evitar así que entraran con un ariete. Habían colocado baldes de agua por todo el edificio, por si se producía un incendio. Las prostitutas estaban cobijadas en las habitaciones de la parte posterior; sin embargo, Jovina seguía ocupando su lugar en la recepción, con un puñal entre sus frágiles manos.
La mitad de sus hombres se encontraban en el exterior con Benignus, mientras Vettius y los demás estaban preparados en la recepción. Fabiola estaba decidida a defender la calle, al menos durante un rato. Si se escondía en el burdel, Scaevola pensaría que estaba asustada, o derrotada de antemano, y ella no pensaba permitirlo. Aquél era su territorio, no el de él, y lo defendería. Sin embargo, las fuerzas de las que disponía no eran inmensas. Contaba con dieciocho hombres, contando a Benignus y Vettius. La mayoría eran esclavos o matones de
collegia
cuya calidad y valentía estaba por ver, pero cinco eran gladiadores, luchadores profesionales que, junto con los dos porteros, formarían el núcleo duro de su pequeño ejército. Vestidos con el tipo de armadura correspondiente a su clase de gladiador, el quinteto cobraba el doble que los demás. Aunque Catus y los esclavos de la cocina no eran expertos en el uso de armas, también disponían de unas cuantas, lo cual elevaba la cantidad de defensores potenciales a veintitrés. Veinticuatro, pensó Fabiola. Había dejado las convenciones de lado y se había ceñido un cinturón y el
gladius
correspondiente. Al fin y al cabo, era seguidora de Mitra, el dios guerrero, así que lucharía como tal.
A pesar de su bravuconería, Fabiola tenía una sensación de desánimo interior.
Empezó poco después.
—¡Moveos, chicos! —gritó Benignus desde fuera—. ¡Problemas!
Fabiola corrió a la puerta, que estaba entreabierta. Una banda de por lo menos veinte matones se acercaba por la calle como si nada. No veía a Scaevola, pero se le hizo un nudo en el estómago. Vestían capas para ocultar las armas y los recién llegados despreocupados se comportaban como si estuvieran dando un paseo matutino. A poca distancia les seguía una figura solitaria, un hombre moreno y fornido con una túnica roja de soldado. Fabiola frunció el ceño. ¿Su líder? No, decidió: se le veía fuera de lugar. No tenía tiempo de observarlo más. Cuando se dieron cuenta de que los habían desenmascarado, los matones se quitaron las capas y sacaron una aterradora selección de hachas, garrotes y espadas. Poniendo el grito en el cielo, cargaron directamente contra el Lupanar.
—Ya sabéis qué hacer —le gritó Fabiola a Benignus.
—Matar al máximo de cabrones posible y luego retirarnos al interior —fue la respuesta.
—¡Que Mitra nos proteja a todos! —gritó ella mientras el corazón le palpitaba contra las costillas con una combinación de miedo y emoción.
Benignus dedicó un asentimiento implacable a Fabiola antes de reunirse con sus hombres, que habían formado un arco defensivo alrededor de la entrada. Preparados para recibir la mayor parte del ataque, él y los cinco gladiadores ocuparon el centro. Se movían hombro con hombro como una fila de legionarios. Ninguno de los dos bandos utilizaba escudos, lo cual significaba que habría numerosas bajas y rápido.
Los primeros que hicieron derramamiento de sangre fueron los luchadores de Fabiola. Un hombre fornido con un hacha de mango largo que pensó que podía con Benignus se acercó gritando, un poco adelantado respecto a sus compañeros, con el arma alzada al máximo. Fabiola se estremeció; la cuchilla curva heriría fatalmente o cercenaría una extremidad con suma facilidad. No tenía por qué haberse preocupado. Sujetando el garrote por el extremo, Benignus alzó los brazos y lo empleó para repeler el golpe de pleno. Saltaron chispas cuando el hacha de hierro golpeó la profusión de tachones de metal de la superficie del garrote. En vez de partir la cabeza de Benignus en dos, se clavó dos dedos en la madera. Desesperado, el hombre del hacha intentó en vano soltar el arma. Con una sonrisa maliciosa, Benignus empleó el garrote para acercar a su contrincante antes de propinarle una fuerte patada en la entrepierna. El matón se desplomó en el suelo gritando, y entonces el portero soltó el hacha. Sujetó el garrote con ambas manos y le asestó un golpe con todas sus fuerzas.
Fabiola había visto muchas otras veces cómo se partían los pedazos de carne con una tajadera. De todos modos, hasta ese momento nunca había visto abrir el cráneo de un hombre con tanta facilidad. Cuando Caronte salía a la arena para cerciorarse de que todos los gladiadores caídos estaban muertos, siempre había apartado la mirada. Ahora estaba extasiada. Con un crujido repugnante, Benignus machacó la cabeza de su enemigo con el garrote. Una fina lluvia roja salió disparada por los aires y pequeños grumos de gelatinosa materia gris volaron por todas partes. Varios fueron a parar al marco de la puerta bajo el que estaba Fabiola. Deseó que hubieran pertenecido a Scaevola.
El resto de los matones chocó contra su línea defensiva al cabo de un instante. El espacio limitado del callejón aumentaba el ruido del choque de armas y los gritos hasta convertirlo en un estruendo. Las espadas se clavaban hasta el fondo en la carne y los hombres peleaban entre sí, a puñetazo limpio, forcejeando e incluso mordiéndose si se daba el caso. Fabiola iba pasando el peso de un pie a otro, imitando los movimientos de sus hombres. Ya había desenvainado su
gladius
y el brazo de Vettius, que la sujetaba, era lo único que le impedía entrar en liza.
—No vas a meterte ahí —musitó con firmeza—. Es nuestro trabajo. —Fabiola obedeció, porque sabía que tenía razón.
Se horrorizó al ver que la situación empezaba a torcerse casi de inmediato. Lo primero que cayó fue el arco defensivo que rodeaba el vano de la puerta. Aunque los hombres de Fabiola habían abatido a cinco enemigos más, habían perdido a tres de los suyos. No había nadie que pudiera suplir las vacantes y, en un abrir y cerrar de ojos, un par de matones había superado el semicírculo y se había abalanzado sobre la puerta. Si la traspasaban, habrían ganado la batalla. Enzarzados en su propia lucha para sobrevivir, Benignus y sus compañeros no podían hacer nada al respecto.