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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (32 page)

BOOK: Cadenas rotas
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Y entonces Mangas Verdes oyó unas ruidosas pisadas junto a ella, y un jadeo. Manos fuertes pero esbeltas rodearon su cintura. El misterioso recién llegado la sujetó contra su pecho y siguió corriendo en una veloz trayectoria oblicua.

Los dos fueron alzados por los aires, y después cayeron al suelo cuando el gran pináculo de piedra se estrelló contra el suelo del cañón.

El impacto produjo una tremenda reverberación sorda y lejana, a la que siguió un gruñido rechinante y ensordecedor cuando las cámaras y las paredes interiores chocaron unas con otras y quedaron destruidas. Rocas y peñascos salieron despedidos por los aires, y derribaron a más de una persona.

El polvo de piedra se fue aposentando lentamente en el suelo, y transcurrieron varios minutos antes de que Mangas Verdes pudiera identificar al hombre que la había rescatado.

* * *

Gaviota había visto un destello en una de las últimas ventanas cuando el pináculo de piedra inició su desplome. El hechicero parcialmente acorazado se había arrojado por ella en un largo salto mágicamente aumentado.

Pero el salto no pudo llevarle hasta el borde del cañón, o ni siquiera a una cornisa, y el hechicero acabó estrellándose contra un muro de piedra a seis metros de altura. La armadura y la magia le protegieron en parte, pero aun así salió dolorosamente despedido hacia atrás y fue resbalando por la ladera hasta acabar en el suelo del cañón.

El hechicero logró levantarse, y se llevó las manos al cinturón en busca de un ensalmo.

Y Gaviota apareció ante él.

Entornando los ojos entre la nube de polvo que había provocado el hechicero, el leñador hizo girar su hacha de doble filo alzándola por encima de su hombro derecho. Antes de que el hechicero pudiera agacharse, el filo del hacha se incrustó en su peto y el impacto hizo que saliera despedido hacia la pared de roca. Otro golpe perfectamente dirigido abolló su yelmo, y el golpe de regreso que completó la trayectoria del hacha se lo arrancó de la cabeza e hizo que cayera entre las rocas con un ruidoso repiqueteo metálico.

Gaviota elevó el hacha por encima de su cabeza empuñando el mango con sus dos robustas manos, listo para partir en dos al hechicero como si fuese un pedazo de tronco. Estaba claramente aturdido, por lo que Gaviota procuró hacerse oír con toda claridad.

—¿Te rindes, bastardo? —gritó.

El hechicero alzó un par de manos vacías.

—¡Sí, sí! ¡Me rindo! ¡No me mates! ¡No haré ningún conjuro!

El leñador bajó el hacha hasta dejarla apoyada en su hombro y sonrió.

—Bien... Supongo que todavía sigo sirviendo de algo después de todo.

Y el ejército prorrumpió en vítores interminables detrás de él.

* * *

Pero pasó algún tiempo antes de que Mangas Verdes se enterase de la captura o de los vítores, pues estaba rodeada por los esbeltos brazos de un hombre que no la había soltado hasta hacía un momento.

—¿Kwam?

El alto y delgado joven se incorporó torpemente y se sacudió las ropas sin responder. Se había quedado sin habla, pero sus ojos brillaban de placer: había arriesgado su vida para rescatarla, y había salido triunfante.

Mangas Verdes se fijó en él por primera vez, y se dio cuenta de que Kwam llevaba meses pegado a ella o no muy lejos de donde estuviera. Siempre había pensado que obraba de aquella manera simplemente por su entusiástico deseo de aprender magia, pero entonces comprendió por qué siempre se había mantenido cerca de ella.

El verdadero objeto de aquel apasionado entusiasmo no era la magia..., sino ella.

Mangas Verdes, que también se había quedado muda de repente, sólo pudo sonreírle. Kwam le devolvió la sonrisa.

* * *

Nadie vio al hombre que surgió del aire con un débil parpadeo luminoso en el borde del cañón. Era barbudo y de piel oscura, y llevaba una cómoda y sencilla túnica oscura adornada con un motivo de estrella-y-luna encima de su pecho y sus costillas. Un símbolo negro ribeteado de rojo brillaba suavemente encima de su túnica, una guarda de ilusión que le ayudaba a pasar desapercibido, pues ya había captado la presencia de dos poderosas hechiceras muy cerca de allí.

Aquel hombre era Guyapi, hechicero de Benalia, y la luna pasada había llevado a Rakel hasta los objetivos que se le habían asignado.

Nadie le vio, pero Guyapi vio a Rakel. La observó mientras daba órdenes a los combatientes para que formaran, y vio cómo hablaba con un hombre muy alto que llevaba al hombro un hacha de leñador y con una mujer que parecía llevar unos harapos verdes y un viejo chal. El hombre y la mujer tenían un notable parecido físico, y sin duda eran hermano y hermana.

Estaban vivos, y Rakel les estaba ayudando.

Después de haber visto todo aquello, el hechicero se esfumó con otro débil destello luminoso.

Para volver a Benalia.

_____ 14 _____

—¿Te llamas Acón?

—¡No, Haakón! ¡Soy Haakón Primero, rey de las Malas Tierras! ¿Y cómo te llamas tú, Orejas-llenas-de-cerumen?

Gaviota pasó por alto el insulto. Una vez estuvo seguro de que no le matarían, el hechicero-ya-no-acorazado se había vuelto tan malhumorado y petulante como un niño malcriado.

El ejército se había trasladado a otro cañón a un kilómetro y medio de las ruinas de la morada del hechicero. Buitres, ratas y coyotes ya habían llegado para darse un banquete con los cadáveres de los orcos que habían abandonados allí. Otra cosa que había quedado abandonada en aquel lugar era la armadura del hechicero, pues Chaney consideraba que llevársela consigo habría resultado demasiado peligroso dado que la armadura podía obligar a alguien a que se la pusiera. Habían arrojado las distintas piezas al foso que corría alrededor del pináculo hecho añicos, y después habían lanzado piedras detrás de ellas. En cuanto a la Piedra del Poder, se la habían quedado.

Aquel valle tenía hierba allí donde una pequeña catarata surgía de las rocas en el lado norte. Chaney les informó de que las malas tierras estaban empezando a no ser tan malas, y también les dijo que el pináculo de Haakón era una especie de puerta a tierras arables que se extendían a lo lejos.

Y después, mientras los ruidos de la cena, las carcajadas y las cánticos de victoria resonaban a su alrededor, Gaviota, Rakel, Mangas Verdes, Bardo, Helki y los otros oficiales intentaron interrogar a Haakón, el hombre que se había proclamado a sí mismo «rey de las Malas Tierras» y que estaba sentado sobre una roca delante de ellos, tan inmóvil como si fuese un feo sapo del desierto.

El «rey» era un hombre alto y robusto, fuerte pero ya caído en la obesidad, con una gran papada, una tripa inmensa y las manos ablandadas y de piel suave. Tenía la coronilla calva, y una lacia cabellera que empezaba a grisear colgaba alrededor de sus orejas y su sucio cuello. Llevar puesta su armadura en todo momento y prescindir de los baños había hecho que apestara. Gaviota pensó que en el pasado habría sido alguien temible e importante en algún lugar, pero de eso hacía mucho tiempo y de aquel alguien temible e importante ya sólo quedaba un prisionero hinchado y maloliente vestido con un sucio camisón de lana.

Y, además de hinchado y maloliente, era tozudo. Gaviota le había hecho varias preguntas, y hasta el momento sólo había obtenido pullas y réplicas despectivas. El leñador hizo un nuevo intento de apelar a su vanidad.

—¿Cuánto tiempo llevas reinando en estas tierras? —preguntó—. Sé que apareciste cerca del cráter de la estrella...

—¡Deja de parlotear, cerdo! —gruñó el hechicero—. ¡No te revelaremos ninguno de nuestros secretos! Lo único que obtendrás de nuestra persona es una advertencia... ¡Vigila tu espalda! ¡No nos mantendrás prisionero mucho tiempo!

Rakel se rió, con lo que se ganó una mirada llena de furia. La guerrera había desenvainado su espada y la sujetaba por la empuñadura, dejando que colgara entre sus dedos.

—Si no quiere hablar, no nos sirve de nada. Deja que le quite un poquito de grasa y que lo ate a un poste para que alimente a los buitres... Al menos les hará un último servicio.

El hechicero la fulminó con la mirada, pero su frente surcada de arrugas quedó repentinamente cubierta de gotitas de sudor. Gaviota dio un par de pasos hacia un lado para evitar que el viento siguiera trayéndole su olor. Su auténtica preocupación era que aquel hechicero tenía que ser vigilado en todo momento por un mínimo de dos personas, para evitar que murmurase, moviera una mano y se esfumara, desapareciendo en el éter. Gaviota pensó que por fin habían capturado a un hechicero, pero el problema era que no tenían ninguna forma de mantenerlo cautivo.

—Tal vez sería lo mejor —dijo, queriendo mantener inquieto al hechicero—. Lo que está claro es que no podemos llevárnoslo con nosotros. Este montón de tripas probablemente come más que tres hombres juntos... Reúne a un pelotón de ejecución, pero recorred un buen trecho de cañón y llevadle lejos de aquí. No me gusta oír el graznido de los buitres —concluyó Gaviota, y guiñó un ojo mientras terminaba de hablar.

Pero Mangas Verdes se acercó con el casco verde en las manos antes de que la charada pudiera desarrollarse. Detrás de ella venían los estudiantes de magia, incluido el todavía tembloroso Tybalt y el siempre callado Kwam.

Mangas Verdes se descubría estudiando a Kwam cada vez más frecuentemente mediante rápidas miradas de soslayo..., cuando Kwam no se daba cuenta de ello. El estudiante de magia era alto, moreno y esbelto, y sus tranquilos y afables ojos castaños eran tan profundos como un pozo. A Mangas Verdes incluso le gustaba su manera de caminar, ágil y siempre libre de apresuramiento, y la forma en que sus largas y fuertes manos eran capaces de trabajar con tanta delicadeza.

Por primera vez en su vida, Mangas Verdes sentía cómo un hombre le provocaba el proverbial revolotear de unas mariposas impalpables dentro del estómago. Eso hacía que se sintiera molesta, incómoda y feliz al mismo tiempo. Kwam debía de haberla admirado durante largo tiempo sin que ella se diera cuenta, pero Mangas Verdes había estado demasiado ocupada para percatarse de su... atención especial. Mangas Verdes todavía no era capaz de articular la palabra «amor» dentro de su mente.

Gaviota frunció el ceño al ver el casco. Rakel golpeó el suelo con el pie y la empuñadura de su espada con la mano, impaciente por ver resultados. Los otros oficiales sintieron curiosidad, pero no mostraron demasiado interés. Lo que más deseaban en aquellos momentos era dormir, pues habían estado levantados durante toda la noche anterior tomando parte en un consejo de guerra y después habían estado luchando durante la mitad del día.

El gordo hechicero contempló el casco con los ojos entrecerrados. El casco, que seguía siendo de un curioso color marrón moteado de verde, continuaba teniendo más aspecto de cerebro que nunca, y toda su parte superior estaba llena de arruguitas y circunvoluciones. Estaba claro que Haakón no tenía ni idea de qué era aquel objeto o para qué servía.

Sin más preámbulos, Mangas Verdes señaló con una inclinación de cabeza al hechicero sentado.

—Sujetadle, por favor —dijo después.

Acostumbrados a obedecer órdenes, Bardo, Rakel y Helki pusieron sus robustas manos sobre el hechicero. Sólo Gaviota titubeó.

—Verde, ¿qué...?

Y Mangas Verdes dejó caer el casco sobre la cabeza de Haakón.

—¡Yaaaaaahhhh!

El hechicero se sacudió como si acabara de ser mordido por una serpiente de cascabel. Helki se sorprendió lo suficiente para soltarle, pero Rakel y Bardo siguieron sujetándole con hosca firmeza. Todo el gordo cuerpo de Haakón fue sacudido por una serie de espasmos mientras se llevaba las manos al casco, tiraba de él, se retorcía, siseaba, gemía y temblaba.

—¡Por todas las llamas del infierno, Verde! —gritó Gaviota—. ¿Qué estás haciendo?

—Hago experimentos. Estudio. —La joven druida dio un paso hacia atrás, alejándose del convulso y pataleante Haakón—. Sabemos lo que le hizo a Tybalt, así que...

Gaviota estaba tan confuso y exasperado que movió su enorme hacha de un lado a otro en un nervioso vaivén.

—¡Desde luego que lo sabemos! ¡Faltó poco para que le matara, maldición! ¡Hizo que estuviera loco de atar durante una semana!

—Yo... —Mangas Verdes permaneció callada unos instantes mientras la palabra «loco» resonaba dentro de su cerebro como el repique de una campana—. Sé... Sabemos por qué fue creado el casco, y cómo utilizarlo, así que lo utilizaremos. Nos hemos fijado el objetivo de someter a los hechiceros a nuestra voluntad, ¿no?

—¡Bueno..., sí! —balbuceó Gaviota, perplejo ante aquella exhibición de tranquila crueldad—. Pero... No pretendíamos causar... sufrimientos a la gente, ¿no?

Mangas Verdes soltó un bufido. Cuando volvió a hablar empleó un tono entre mohíno y hosco, lo cual probaba que era consciente de que sus argumentos no eran demasiado sólidos.

—¡Haakón ha hecho sufrir a mucha gente! ¿A cuántos de nuestros soldados mató con sus traidores ataques por sorpresa? ¡El pobre Dinos fue atraído por un cántico de sirena y acabó con el cráneo aplastado! ¡Lahela perdió una pierna en un desprendimiento de tierras! Así que si Haakón ha de sufrir... ¡Bueno, pues que así sea! —Pero le temblaba la voz—. ¡Y además no sufrirá mucho! Tybalt no tiene ni una brizna de magia dentro y no puede emplear ninguna clase de magia, así que el casco casi le volvió... Oh, dejemos eso. Pero Haakón está cargado de maná, y el maná le protegerá. Chaney y yo pensamos que ésa es la razón por la que las órdenes son tan poderosas: tienen que abrirse paso a través de cualquier escudo personal que un hechicero recalcitrante pueda llegar a erigir. ¡Y si vamos a poner fin a sus depredaciones, y ése es nuestro objetivo, entonces debemos correr algunos riesgos! —concluyó.

—Si el casco es tan inofensivo —replicó su hermano, hablando muy despacio—, ¿por qué no lo has puesto encima de tu cabeza?

—Yo...

Pero la druida no tenía ninguna contestación que dar a esa pregunta.

Gaviota se fue. Rakel soltó a Haakón, y le siguió.

Mangas Verdes y los estudiantes aguardaron en silencio. Las defensas de Haakón fueron siendo abatidas lenta y gradualmente, y el hechicero dejó de debatirse. Haakón apartó las manos del casco con un gruñido y un gorgoteo ahogado, y después su cuerpo quedó repentinamente flácido y resbaló del asiento para caer al suelo.

Mangas Verdes se mordió el labio. Aquél era el momento crucial, la prueba final. Si fracasaba, quizá hubiera hecho enloquecer a un hombre para nada.

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