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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (14 page)

BOOK: Cadenas rotas
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Lirio cogió su labor y alternó el estrujarla con el alisarla.

—No lo sé, Verde —respondió, usando la abreviatura de su nombre con que Gaviota solía llamar a su hermana—. Me temo que la magia cambia a las personas. En cuanto descubren que pueden manipularla, entonces deben hacerlo, igual que un niño ha de tener la golosina que ha visto en un estante. Pero ¿puede alguien aprender a usar la magia y no convertirse en un parásito, un vampiro que vive de las personas corrientes que no pueden usar la magia? ¿Acabaremos convirtiéndonos en eso?

—Sólo el lla-llamarlas «personas corrientes» y-ya es de-denigrarlas —dijo Mangas Verdes, y suspiró—. Oh... ¿No c-crees que sería mu-mucho mejor que nu-nunca hubiéramos llegado a sa-saber que podíamos ha-hacer magia?

Lirio extendió su mano en la penumbra y rozó el delgado hombro de la muchacha. Consolar a Mangas Verdes volvió a darle ánimos.

—De una manera o de otra, ya está hecho y no puede deshacerse. Si hay algo que he aprendido en una vida de golpes y dificultades, es que llorar por el pasado no sirve de nada. Debes volver la mirada hacia el futuro y esperar que sea mejor. Seguiremos intentándolo, tal como hace Gaviota. Sé que lo haremos... Y, aunque no sé cómo, aprenderemos a controlar la magia no para nosotras, sino en ayuda de otros. Y también aprenderemos a controlarnos.

Mangas Verdes rozó la mano de Lirio, como buscando una confirmación a aquellas palabras en su contacto.

—M-Muy bien. Y l-lo ha-haremos juntas. Una de las po-pocas cosas buenas de to-todo esto es que he hecho una b-buena a-amiga.

Y al oírle decir eso, la ex bailarina sonrió y dio un suave apretón a la manecita de su amiga.

Formaban una pareja extraña e improbable, la una con demasiada experiencia del mundo y la otra totalmente ignorante de él, pero tenían mucho en común y poco a poco habían acabado dependiendo la una de la otra, confiándose sus secretos y sus dudas.

—¿Puedes e-enseñarme tu he-hechizo? —preguntó Mangas Verdes para cambiar de tema—. Es a-algo que yo n-no pue-puedo hacer.

Lirio sonrió y volvió a dejar su labor de bordado.

—Muy bien. Me encantará enseñarte mi hechizo..., mi único hechizo.

Se apartó un poco de los arcones, los bultos y la tienda, y se quedó inmóvil a unos tres metros de ella. Lirio cerró los ojos y los oídos, confinando la visión y el ruido al exterior de su persona, y buscó la magia que necesitaba para su único hechizo. No sabía cómo definir o explicar lo que hacía, y sólo sabía que «hurgaba dentro de su cráneo», persiguiendo al hechizo como si fuera una codorniz escondida en las profundidades de su mente. Por fin lo encontró, pero una vez encontrado necesitaba alimentarlo. Para hacerlo, Lirio envió sus pensamientos hacia arriba, haciendo que subieran cada vez más y más altos y lanzándolos hacia las nubes. Fue sintiendo cómo un curioso cosquilleo se extendía lentamente por sus manos y sus pies, y el cosquilleo no tardó en volverse quemazón. El resplandor —y Lirio sabía que sus manos ya estaban brillando con un resplandor blanco— fue subiendo por sus brazos y descendió por sus piernas, irradiando de sus muñecas hacia su estómago, sus riñones, sus hombros y su torso, para acabar iluminando su cabeza como si fuese una vela. Y entonces...

—¡Lo estás ha-haciendo, L-Lirio! ¡E-Estás vo-volando!

La ex bailarina abrió los ojos y se encontró contemplando las copas de las coníferas cercanas. La inclinación de su cuerpo hacía que su oscura cabellera colgara alrededor de sus mejillas, y estaba suspendida en el aire. El resplandor se había extendido a todo su cuerpo, pero se había vuelto frío, y Lirio se sintió tan vacía como una cáscara de huevo. Mangas Verdes estaba a unos tres metros debajo de ella. Pellas de barro se desprendían de las suelas de sus gruesas botas y caían en un pequeño diluvio. Lirio, titubeante y temblorosa, extendió los brazos como si fueran las alas de un pájaro, un nudo de miedo y asombro en el estómago, y siguió subiendo...

—¡Maravilloso! —retumbó una voz—. Eso es fab...

Lirio, sobresaltada, perdió el control del hechizo y se precipitó al suelo. Oyó un grito debajo de ella, y un instante después gruñó cuando alguien la agarró por la cintura y por una pierna.

Gaviota meneó la cabeza mientras la bajaba al suelo.

—¿Estás bien? ¡Te he pillado por los pelos! ¿He interrumpido tu hechizo? ¡Oh, lo siento!

—No te... preocupes. No... No importa, todo va bien.

Lirio se liberó de los brazos del leñador y puso los pies en el suelo. Después de su breve vuelo, su contacto le pareció duro, frío e inhóspito.

Le sorprendió descubrir que deseaba ser capaz de poder seguir volando eternamente. Quería volar cada vez más lejos, hasta haberse alejado definitivamente de sí misma y todos sus problemas y preocupaciones, y llegar a un sitio en el que no tuviera ninguna necesidad de sueños, amor o esperanza, un sitio en el que pudiera ser tan pura como el aire.

Pero no podía decirle eso a Gaviota.

Se fue apartando lentamente del hombre que había sido su amante. Lirio vio la expresión de dolor que aparecía en el rostro de Gaviota, como si fuese un cachorrito lleno de amor que intentaba entenderla y no reprocharle su distanciamiento. Ya no dormían juntos, y ni siquiera hablaban mucho: últimamente Lirio pasaba los días pensando y haciéndose preguntas. Pero no podía explicar acerca de qué. Eso era algo que Lirio no podía explicar ni a Gaviota ni a Mangas Verdes, y ni siquiera a sí misma.

Pero ¿cómo podía querer a alguien sin quererse a sí misma antes?

—Bueno, Lirio, tenías un aspecto magnífico mientras volabas —dijo Gaviota, sin hosquedad pero en un tono que había dejado de ser afable—. Sigue con ello. El volar sería una habilidad muy valiosa que podríamos utilizar.

—Oh, Gaviota... —dijo la muchacha.

Pero el leñador giró sobre sus talones y se fue, tan atareado como siempre. La nueva guerrera, que había caído del cielo ayer mismo, fue detrás de él. Un chispazo de curiosidad se impuso a la frustración que se había adueñado de ella, y Lirio la miró fijamente.

—¿Qué se traerá entre manos? —murmuró.

—¿Qué has dicho? —preguntó Mangas Verdes, sin entender nada y siguiendo con la mirada a su hermano.

—Nada, nada —dijo Lirio—. Ven. Vamos a ver qué están haciendo Kwam y los demás.

—Muy b-bien.

Mangas Verdes se levantó con dificultad y Lirio le ofreció un hombro. Hueso de Cereza protestó al verse expulsado de su chal, y expresó su indignación dando saltitos de un lado a otro. Lirio procuró ir despacio: sabía lo que significaba no poder valerse por sí misma, pues se había roto un brazo y una pierna durante la batalla final con Liante.

Mientras avanzaban lentamente. Lirio se mantuvo absorta en sus pensamientos, pero aun así oyó a Mangas Verdes cuando rompió el silencio que estaban manteniendo.

—Es m-muy e-extraño, pero cada v-vez que me d-doy la vu-vuelta, K-Kwam está allí —dijo la muchacha.

—Hmmmm... —murmuró Lirio, pero no dijo nada más.

Mangas Verdes no tardaría demasiado en comprender por qué Kwam siempre estaba «rondando por allí». Hasta que llegara ese momento, su vida ya era lo suficientemente complicada.

La muchacha suspiró.

—Hay tan-tantas cosas que n-no en-entiendo...

Pero Mangas Verdes iba a aprender todo lo que ignoraba y deseaba conocer, y su educación empezó aquella misma noche.

Cuando una voz la despertó.

Una voz que resonó dentro de su mente. Con una orden.

* * *

—Maaaaaaangasveeeeeerdes...

La muchacha despertó de golpe, y se irguió tan deprisa que su tobillo fue atravesado por una feroz punzada de dolor. Mangas Verdes dejó escapar un siseo ahogado y, con la frente cubierta de sudor, se agarró la pierna palpitante y escuchó en silencio.

Había estado teniendo otra pesadilla, como le ocurría casi todas las noches.

En su sueño estaba caminando por un bosque, sabiendo que se había perdido y sin tener ni idea de en qué dirección debía avanzar..., y eso era aterrador, porque Mangas Verdes nunca se había extraviado en ningún bosque de verdad. Pero aquel tenía el mismo aspecto en todas direcciones, y las cortezas de los árboles parecían sesos arrancados de cráneos y tensados alrededor de los troncos. Los cerebros le hablaban en susurros, pero Mangas Verdes no podía entender lo que le decían. Lo único que llegaba con toda claridad hasta ella era su amenaza, una amenaza que nunca comprendería y que consistía en la advertencia de que todo cuanto creía saber era falso. Después los susurros se hacían más potentes y repiqueteaban dentro de su mente con un frenético tamborileo, hasta que llegaba un momento en el que la cabeza le palpitaba y le dolía, y acababa estallando...

Pero la parte más aterradora era que sabía lo que ocurriría a continuación. Sus sesos salían disparados de su cabeza, dejando vacío su cráneo. Mangas Verdes sucumbía a una locura babeante, y se volvía todavía más loca de lo que había estado cuando era una idiota, una criatura tan carente de cerebro como un pajarillo recién nacido, condenada a no poder pensar nunca más con claridad...

... y siempre despertaba en ese momento, temblando y empapada en sudor.

Pero aquella voz que había pronunciado su nombre era nueva.

Y no había sido oída, sino sentida.

El cuerpo de Mangas Verdes estaba sudando, pero la voz se abrió paso a través de su mente con una caricia tan fresca como la de una brisa primaveral. La voz prometía agua de manantial, límpidos riachuelos que burbujeaban sobre las rocas, praderas llenas de hierba y helechos, y el picante aroma del tanino y las hojas de roble.

—Mangas Verdes. Ven.

La muchacha se puso las manos sobre las orejas, pero eso no acalló a la voz. Mangas Verdes dio un suave codazo a Lirio para preguntarle si la había oído, pero no consiguió despertar a su amiga. ¿Estaba bajo los efectos de un hechizo, o meramente exhausta?

—Ven. Ahora.

Mangas Verdes no tenía elección. Debía ir.

Tambaleándose sobre sus delgadas piernas, Mangas Verdes apartó al tejón que dormía debajo de ella y al gorrión que dormía encima, y abrió de una patada el faldón de la tienda con su pie bueno y se arrastró hacia el exterior. Mientras yacía inmóvil, jadeando de dolor, vio a un guardia que recorría el perímetro del campamento.

—¡Ayúdame, p-por favor! —suplicó, aunque no tenía ni idea de cómo podía ayudarla.

Pero el hombre no la oyó.

—¡Eh! ¿Por fa-favor? Oh... ¡Gaviota! ¿D-Dónde estás?

Pero era inútil. Tres guerreros estaban jugando a los dados junto a la hoguera del campamento a menos de diez metros de Mangas Verdes, pero ninguno volvió la cabeza en su dirección. Mangas Verdes se había convertido en un fantasma, pero el suelo estaba frío debajo de ella y el rocío seguía mojándola. La muchacha se estremeció y trató de envolverse en su capa.

—Ven.

Tenía que ir. La atracción era hipnótica, una exigencia suave pero insistente. Mangas Verdes fue tambaleándose y tropezando de una tienda a otra primero y hasta la hilera de caballos después, donde escogió un bayo con aspecto de jamelgo y deslizó su estómago encima de su espalda, pasando su pierna torturada por el dolor sobre la grupa. El tejón la había seguido, queriendo estar con su dueña, pero Mangas Verdes no podía llegar hasta él desde su nueva altura. Hueso de Cereza, que no estaba acostumbrado a las excursiones nocturnas, daba saltitos a su alrededor.

El caballo piafó y golpeó el suelo con las pezuñas, protestando al ser molestado durante la noche, pero aun así ningún centinela se volvió en esa dirección o percibió los ruidos. Una guerrera armada con una ballesta pasó directamente por detrás del caballo y siguió andando.

Sollozando ante la misión que se le había impuesto y su dolor, la muchacha tiró de las bridas de su montura. Más gracias al instinto natural y la afinidad animal que al adiestramiento, Mangas Verdes logró sacarla de la hilera y hacer que saliera del campamento con paso lento y cansino para ir...

... hacia los árboles...

... hacia el norte, hacia el final de la taiga y más allá de donde terminaba, y para que subiera una pendiente cubierta de hierba que Mangas Verdes podía ver en su mente y llegara hasta una pequeña meseta llena de robles.

Y a la voz.

Y a su origen.

_____ 7 _____

—¡Estabais dormidos, bastardos! ¡O borrachos! ¡O quizá os habéis vuelto ciegos, o idiotas!

—¡No es verdad! —replicó la centinela de ojos vidriosos y cansados—. ¡Ninguno de nosotros lo estaba, aunque me habría gustado estar dormida! No me iría nada mal poder descansar un poco...

—¡Ah, deja de pensar en dormir! —rugió Gaviota en su cara—. Mi hermana es sacada de su tienda en mitad de la noche, ¡y vosotros, que sois más inútiles que una quinta rueda en un carro, ni siquiera os habéis enterado! ¡Ya sé qué valor tiene vuestra palabra!

Todo el campamento estaba escuchando las furiosas invectivas de Gaviota. Era la primera vez que el leñador perdía el control de sí mismo y se dejaba dominar por la ira, pero todos sabían con cuanta devoción protegía a su hermana..., al igual que sabían que la magia tenía que haber estado involucrada en lo ocurrido.

Lirio expresó en voz alta aquel pensamiento.

—Hubo algún encantamiento, Gaviota —dijo—. No me desperté en ningún momento, y ya sabes lo ligero que tengo el sueño. —De repente, e inesperadamente, Lirio se ruborizó delante de todo el campamento—. Quiero decir que... Bueno, Mangas Verdes tenía un tobillo roto. Tuvo que arrastrarse por encima de mí para salir de la tienda. Tuvo que ser un hechizo...

—¡Oh, calla! —replicó secamente el leñador—. ¡Tú eres igual de culpable! Si hubieras tenido más cuidado...

Pero se interrumpió cuando la vio parpadear para contener las lágrimas abrasadoras que intentaban brotar de sus ojos.

—¡Olvidémoslo! ¡Bardo, ensilla los mejores caballos! Trae a tres de tus exploradores. ¡Y coge algo de comida! Voy a ir en su busca, y no volveré hasta que Mangas Verdes esté a salvo. Tú te quedas al mando, Varrius... Levanta el campamento lo más pronto posible y síguenos. Encenderemos hogueras cada día al amanecer, el mediodía y el ocaso para que puedas ir siguiendo nuestro rastro. ¡Y no me falles como han hecho estos montones de tripas ambulantes!

Los centinelas irguieron la cabeza, pero se limitaron a fulminar con la mirada al leñador en vez de responderle.

Gaviota no les prestó ninguna atención. Obtuvo unas cuantas provisiones de los cocineros —un odre de vino, una cantimplora de agua, un jamón y unas cuantas patatas— y fue corriendo a su tienda, donde se colgó la aljaba y el arco largo a la espalda y agarró su hacha y su látigo de mulero.

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