Cadenas rotas (33 page)

Read Cadenas rotas Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
2.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y para ella la locura era peor que cualquier muerte.

—¿Puedes oírme? —preguntó con voz temblorosa, inclinándose sobre el gordo prisionero.

—Te oigo.

La hosca irritación de Haakón había desaparecido. El hechicero mantenía la mirada fija hacia adelante, clavada en la nada, y habló en un tono tan vacío como el de un muerto.

—¿A quién...? ¿A quién sirves? —preguntó Mangas Verdes.

—A ti, mi señora.

Mangas Verdes cerró los ojos y envió una silenciosa plegaria de agradecimiento a los espíritus. Después se volvió hacia los estudiantes de magia, que estaban observándoles con una cierta inquietud. Incluso Kwam parecía un poco preocupado e impresionado.

—¿Lo veis? ¡Estábamos en lo cierto! Tybalt, ¿no te parece que esto es magnífico? Por fin tenemos una forma de controlar a los hechiceros. Podemos añadir su poder a nuestra causa, o podemos limitarnos a dejarles marchar después de haberles impuesto la compulsión de perseguir únicamente buenas metas. ¡Esto es lo que siempre hemos buscado y por lo que tanto hemos luchado desde el principio!

Tybalt se limitó a tirar de su larga nariz con una mano huesuda.

—Bien, señora... Si vos lo decís...

Mangas Verdes frunció el ceño, perpleja y empezando a irritarse, pero nadie parecía querer mirarla a la cara. Cuando se volvió hacia Bardo y Helki, vio que estaban recogiendo sus armas y se marchaban.

—¿Qué os pasa? —preguntó—. ¿Es que dos victorias en un día no son suficientes?

La única voz que le respondió fue la de Haakón, que seguía caído en el suelo.

—Sí, mi señora.

Las palabras sonaban curiosamente parecidas a un gemido de dolor.

Mangas Verdes suspiró y señaló al prisionero.

—Traed a los curanderos de Amma para que se lo lleven a las tiendas del hospital —dijo—, y aseguraos de que el casco sigue en su cabeza mientras lo trasladan. Atádselo debajo del mentón con un trapo, si es necesario.

—Sí, mi señora —respondió Tybalt en un tono más bien ausente.

—¡Y dejad de llamarme «mi señora»! —gritó secamente Mangas Verdes, sorprendiendo a todo el mundo.

Después parpadeó, sintiéndose sorprendida ella misma..., y un instante después se sintió horrorizada ante el miedo que vio en los ojos de Kwam.

Mangas Verdes giró sobre sus talones, las lágrimas nublándole la vista, y se fue a su tienda.

* * *

Aquella noche el campamento zumbaba como una colmena de abejas a pesar del agotamiento general. Las conversaciones que daban vueltas y más vueltas a la victoria sobre los orcos, la destrucción del pináculo y la aparición de los gigantes de arcilla, la captura del hechicero, el casco que doblegaba la voluntad y los planes para el futuro se oían por todas partes y no parecían acabar nunca.

Gaviota y Rakel estaban delante de su tienda, sentados sobre una vieja alfombra deshilachada con las piernas cruzadas y los ojos clavados en la luz de la hoguera. Rakel afilaba su espada para eliminar una mella que había adquirido aquella mañana, y Gaviota sacaba brillo al mango de su hacha mientras hablaban en voz baja para evitar que otras personas se entrometieran en su conversación.

—Me preocupa, Rakel. Es así, y no hay otra forma de expresarlo... Nació con grandes poderes mágicos, y ha aprendido montones de trucos de Chaney. Ahora incluso puede poner a otros hechiceros bajo el poder de su magia, así que es una hechicera capaz de mandar sobre los hechiceros. Si también puede utilizar los poderes de esos hechiceros, será como un lobo que se come a otros lobos más débiles y se convierte en un dios-lobo o algo por el estilo...

Rakel deslizaba la piedra de amolar sobre su espada con más fuerza de la necesaria. Apenas si oía a Gaviota. Su victoria de hoy y el salvaje ímpetu de la batalla la habían llenado de deleite y alegría, pero en cuanto se hubo sentado, y como le ocurría cada noche, empezó a pensar en su hijo y se le formó un nudo en la garganta.

La madre de Hammen rezaba para que su hijo consiguiera aguantar de alguna forma, para que resistiera el lavado de cerebro de sus maestros y conservara la fe en su madre, para que esperase el rescate. «No te rindas», le pidió a través de kilómetros de distancia. Lo que más la inquietaba era el que Guyapi no hubiera vuelto a buscarla. ¿Por qué no había vuelto? Chaney había dicho que si un hechicero se acercaba a través del éter, ella lo sabría al instante. La luna llena ya había quedado atrás, así que ¿dónde estaba? ¿Sería una nueva argucia diabólica de Sabriam, que hacía esperar a Rakel antes de obligarla a volver a Benalia? Y en cuanto Guyapi llegara y descubriera que no había obtenido ninguna cabeza, ¿podrían capturarle y obligarle a...?

Los pensamientos de Gaviota también vagaban sin rumbo mientras continuaba con su monólogo dirigido a Rakel. El leñador acabó olvidándose de su labor de limpieza y se limitó a clavar la mirada en el fuego.

—¿Y te has dado cuenta de que ahora utiliza el «nosotros» de la realeza, igual que hacía ese hechicero gordo y seboso? Verde era tan dulce... Un ramito de margaritas podía mantenerla contenta y feliz durante horas, y ahora va detrás del poder como cualquier hechicero entregado al mal. Esta empresa en la que nos hemos embarcado empieza a ir por mal camino... ¿Qué pasa? No queremos que nos molesten.

Sus últimas palabras iban dirigidas a un trío de siluetas que venía hacia ellos desde el otro lado de la hoguera. Gaviota llevaba tanto rato contemplando las llamas que no podía verlas muy bien. ¿Eran soldados de la Compañía Verde? Llevaban chalecos de cuero y pantalones y botas de media caña, un atuendo nada adecuado al frío invernal.

Las siluetas apretaron el paso y empezaron a correr hacia ellos. Gaviota empuñó su hacha.

Rakel vio los tatuajes de sus antebrazos izquierdos: las conchas del Clan Deniz.

—¡Cuidado, Gaviota!

Rakel colocó las piernas debajo del cuerpo y se levantó como un saltamontes. Sin decir una sola palabra más, la guerrera de Benalia lanzó un grito de batalla y alzó su espada.

El trío estaba encabezado por una mujer alta de rubios cabellos recogidos en una trenza que caía a lo largo de su espalda. Tanto la mujer como los dos hombres que la acompañaban llevaban espadas cortas en las caderas, pero sus manos sostenían palos de un metro y medio de longitud con un lazo de cuerda en cada extremo. La mujer rubia rió secamente y lanzó el bastón contra la cabeza de Rakel.

—¡Ah, Norreen! Gorda y lenta como siempre...

Sus palabras murieron cuando Rakel hizo una finta. Después de haber actuado con deliberada lentitud, Rakel invirtió un golpe torpe y carente de fuerza y movió la espada más deprisa de lo que podía seguirla la vista. La punta de la hoja dejó atrás el barrido defensivo del bastón que empuñaba la mujer rubia, y penetró justo lo suficiente en su guardia. Quince centímetros de hoja hendieron el hígado de la mujer. La cruel herida tardaría días en matarla.

—¡Lucha en vez de hablar! —rugió Rakel.

La rubia jadeó y dio un paso hacia atrás, defendiéndose instintivamente..., pero ya demasiado tarde. Horrorizada, empezó a llorar.

—¡Oh, no! ¡Yo no! ¡Oh, no!

Los dos hombres se habían movido hacia los lados, dejando a la mujer rubia entre ellos para poder flanquear a Rakel. La guerrera agarró el bastón de la rubia con la mano libre y lo colocó a su izquierda para que le sirviera como escudo parcial en ese lado. Rakel golpeó el suelo con los pies mientras ladraba un ronco «¡Ah!» y lanzó su hoja hacia el hombre de la derecha, obligándole a retroceder. Había recordado muchas cosas durante los días transcurridos desde que fue abandonada en aquella parte de los Dominios, y empujó a la rubia agonizante hacia el hombre de la izquierda.

—¡Ah! ¡Muévete, Gaviota!

En los tres segundos que habían pasado desde que Rakel se levantó de un salto, el leñador sólo había tenido tiempo de ponerse en pie. Gaviota alzó el mango de su hacha delante de su pecho para detener un golpe del bastón blandido por el hombre de la derecha. La dura madera choco con el mango del hacha del leñador, y a la aturdida mente de Gaviota sólo se le ocurrió pensar que acababa de limpiarlo y sacarle brillo.

Gaviota utilizó las enseñanzas de Rakel y atacó con un áspero gruñido, lanzando primero un extremo de su hacha y luego el otro hacia la parte superior del pecho del hombre, un sitio que siempre resultaba difícil de defender. El héroe, sorprendido al ver que un forastero utilizaba una defensa benalita, retrocedió. Gaviota lanzó una patada, y su bota chocó con la rodilla del hombre y la desvió hacia un lado. «Cuando ataques debes utilizarlo todo —le había instruido Rakel—, y siempre has de emplear todos tus recursos y tu fuerza.» Gaviota terminó sus fintas con un golpe directo que incrustó el pesado mango de nogal directamente en el rostro del hombre, golpeándole entre los ojos y dejándole sin sentido.

Pero la guerrera estaba teniendo serios problemas. La rubia, que había pasado de la pena a una ira incontenible, dejó de pensar en su muerte y se lanzó sobre Rakel. El bastón de madera y sus cuerdas —Rakel sabía que era un lazo de captura utilizado para obtener esclavos— encontraron la empuñadura de acero de la espada de Rakel. Habiendo inmovilizado momentáneamente a su enemiga, la rubia deslizó dedos tensos como garras sobre sus ojos. Frustrada por la oscuridad y corriendo peligro de ser cegada, Rakel perdió un segundo precioso intentando liberar su espada..., y el héroe de la izquierda aprovechó ese momento para asestarle un potente golpe en la cabeza. Rakel quedó aturdida e intentó no perder el equilibrio, pero el suelo parecía haber desaparecido. La guerrera cayó, con la cabeza dándole vueltas y todavía intentando liberar su espada.

Gaviota oyó el impacto del golpe y el gemido de su amante. El leñador agarró una trenza rubia que destellaba bajo la luz de la hoguera y tiró de ella, apartando a la heroína benalita de Rakel con tanta violencia que sus pies dejaron de tocar el suelo.

El último héroe que quedaba en pie había deslizado una de las cuerdas de su bastón alrededor de la garganta de Rakel y estaba apretando el lazo estrangulador. Alzándola delante de él como escudo, el hombre empezó a retroceder tirando de Rakel.

—¡Ya la tengo, Guyapi! —le gritó a la oscuridad.

«¿Guyapi? ¿Quién es?», se preguntó Gaviota. ¿Y de dónde habían salido aquellos asesinos? Iban vestidos como Rakel, así que tenían que ser héroes benalitas. Pero ¿cómo habían logrado abrirse paso a través de los piquetes de guardia? Gaviota comprendió que ya era demasiado tarde...

Allí donde terminaba el círculo de luz de la hoguera acechaba una silueta oscura adornada con estrellas y una luna. El hombre extendió las manos, y chorros de chispas brotaron de las puntas de sus dedos.

—¡No! —gritó Gaviota—. ¡Rakel!

Pero su amante, y el héroe que la sujetaba, y los dos héroes caídos en el suelo, quedaron envueltos en un chisporroteo repentino y parecieron arder. Las chispas los engulleron a todos. Gaviota saltó, tropezando en la oscuridad y la luz cegadora, y extendió los brazos tratando de agarrar a Rakel. Sus manos pasaron a través de ella.

Y un instante después los héroes benalitas, el hechicero y Rakel se habían esfumado.

* * *

El grito de Gaviota hizo que todo el campamento fuera presa de una frenética actividad. Centinelas y soldados acudieron a la carrera desde los cuatro puntos cardinales. Mangas Verdes salió tambaleándose de su tienda, bajando a toda prisa los pliegues de su falda. Helki se incorporó con un repiqueteo de cascos y cogió su lanza.

Y la confusión hizo que los dos centinelas que vigilaban a Haakón le dieran la espalda.

El gordo hechicero permanecía nacidamente sentado en el suelo con la espalda apoyada en una roca, en la misma postura de antes, cerca de las tiendas del hospital, con el casco todavía sobre su cabeza y el cuerpo envuelto en una manta proporcionada por una curandera. Su rostro vacío e inexpresivo brillaba con un resplandor grasiento bajo la luz de la hoguera de los centinelas. Haakón parecía muerto para el mundo, una criatura con menos cerebro que un buey.

Pero todavía poseía una mente, y no estaba inactivo.

Un sinfín de voces aullaban dentro de su cráneo, exigiendo, conminando, ordenando que se sometiera. Y Haakón así lo había hecho. Ningún hechicero era lo bastante poderoso para poder enfrentarse a esa cacofonía de demandas en solitario. Pero Haakón había conseguido conservar una diminuta parte de su cordura entre todo aquel torbellino y aquella tormenta mental. No podía desobedecer las órdenes y no podía escapar por el éter, y ni siquiera podía moverse. Pero sí podía enviar un mensaje: podía viajar a lo largo de delgadas hebras invisibles e invocar una fuerza muy poderosa, una fuerza que tal vez fuese lo suficientemente potente para presentar batalla incluso a tantísimas voces...

Los dos centinelas estaban distraídos por el extraño ajetreo iluminado por las llamas. Estaban discutiendo si uno de ellos debía quedarse, o si los dos debían seguir en su sitio. Si se producía otra incursión...

Haakón murmuró un antiguo y arcano encantamiento.

Unas siluetas borrosas surgieron del suelo a su alrededor, alzándose con un susurro como cenizas girando en un remolino de polvo. Las siluetas se irguieron de un salto, revelando que llegaban a la cadera de un adulto, y adquirieron la solidez de formas flacas y angulosas con relucientes ojos rojos y largos dientes blancos.

Demonios, docenas de ellos, cayeron sobre la pareja de centinelas, derribando a la mujer y arrancándole la carne con feroces mordiscos de sus puntiagudos colmillos. El otro centinela gritó una vez mientras los demonios trepaban por su cuerpo. Intentó echar a correr, pero sólo pudo dar tres pasos antes de morir.

Haakón rió en las profundidades de su mente mientras docenas de demonios de ojos hambrientos saltaban y hacían piruetas junto a sus pies. Que intentaran mantenerle prisionero, pensó con maliciosa satisfacción. Sembraría el caos en aquel campamento, derramaría la sangre del ejército y se las arreglaría de alguna manera para quitarse aquel casco y escapar...

Pero el triunfo se convirtió en confusión primero y en horror después cuando los pequeños demonios cayeron repentinamente sobre Haakón en un enjambre de cuerpecillos, como ratas que se agitaran encima de un estercolero. Atrapado, incapaz de moverse, Haakón maldijo, gritó y gimoteó. Pero los demonios siguieron subiendo por su cuerpo.

Todos, desde el primero hasta el último de ellos, codiciaban el casco verde que llevaba en la cabeza.

Other books

Ticktock by Dean Koontz
Mirage by Cook, Kristi
Tori Phillips by Midsummer's Knight
Tiny Island Summer by Rachelle Paige
Better Together by Sheila O'Flanagan
The Uncomplaining Corpses by Brett Halliday