Read Cachondeos, escarceos y otros meneos Online
Authors: Camilo José Cela
—¡Vaya por Dios! ¿Y la recién casada se dejó hurgar resignadamente con el abrelatas?
—Pues mire usted, doña Leonisa, resignadamente, vamos, lo que se dice con resignación cristiana y española, más bien no, ¡qué quiere que le diga!, pero la sujetaron entre el conserje, el sereno y un guardia civil franco de servicio que pasaba por allí, y entonces don Rogaciano pudo ponerla en condiciones con más tranquilidad. Lo peor fue que al esposo, se conoce que con los nervios propios del trance, se le escapó la mano y le dejó el chumino al bies; se lo repararon en la casa de socorro dándole docena y media de puntos de sutura. La cosa, por fortuna, no tuvo mayor importancia y don Rogaciano se la pudo beneficiar y follar, —las dos cosas—, muy ricamente hasta que feneció.
—¿Que feneció quién?
—El don Rogaciano, ¿quién iba a ser?
—¡Anda! ¿Pero feneció?
—Sí, ¿no se enteró usted de que doña Vitesinda enviudó presto? Se lo dije antes.
—¡Ay, sí! ¡Qué tonta soy!
La Lupita, o sea Lourdes la del Juguetero, porque aquí no hemos venido a hablar del zurcido de las partes pudendas de doña Vitesinda ni del presuroso óbito de su finado, jodía por lo triste y administrativo, usted ya me entiende, esto es, de lado y con poco esmero, quizá por la peculiar parroquia de desecho de tienta y cerrado con la que tenía que vérselas.
—¡Ya me gustaría a mí encontrármela a usted en su papel, doña Leonisa!
—¡Ay, mujer! ¡Qué cosas se te ocurren! ¡A mí no me gustaría nada! ¡Yo ya tengo bastante con mi esposo, con el cartero y con el repartidor de los telegramas, que actúa tipo lagartija!
—¡Caray, qué suerte!
—Pues, sí; la verdad es que no puedo quejarme. Mi esposo es la mesura y el ritmo: un, dos, un, dos, un, dos, ¿gozas, vida?, un, dos, un, dos, ¡pues allá voy! Y se viene. El cartero es el aquí te encuentro y aquí te mato, un día nos vamos a cargar el televisor o la nevera, ¡pero es tan emocionante el polvo a salto de mata! El repartidor de telegramas, ya te digo, trabaja tipo lagartija, la mete, la saca, la vuelve a meter, da un salto mortal, se muere de risa, te estruja, te zarandea…, ¡yo no he visto jamás a nadie joder con tanta sana alegría!
La Lupita, o sea Lourdes la del Juguetero, estaba escribiendo una novela erótica que se titulaba
Decio y Valeriano, o cuando la gana de joder aprieta
, que llevaba ya bastante adelantada; iba por el capítulo CCLVII y tenía ya más de novecientos folios a máquina.
—¿No es ya un poco larga?
—Hombre, ¡según como se mire!
—Sí; eso también es verdad. Fray Serafín de la Santa Faz, que es primo de fray Querubín de las Sagradas Espinas, le dice que la novela va muy bien, que se condenará sin remisión pero que va muy bien, que es lo importante. Este fray Serafín es muy progre, quizá tanto como don Íñigo Cavero.
—Pero, ¿será posible?
—¡Ya lo creo que es posible! Usted no sabe cómo son ahora los curas de avanzados.
—Ya, ya…
La novela de la Lupita, o sea Lourdes la del Juguetero, discurre en tiempos del Imperio Romano, que ella cree que fue entre la dictadura de Primo de Rivera y la república.
—Y fue antes.
—Sí, pero ella no lo sabe. Y bien mirado, ¿qué más da?
—¡Pues también es cierto, no crea!
Doña Vitesinda, cuando a don Rogaciano se lo llevaron con los pies para delante, se apartó del mundo y de sus pompas y vanidades y se dedicó a hacer obras de caridad y a casar parejas de murcianos por los suburbios; como solía regalarles una mortadela de tamaño mediano, hubo pareja que se casó hasta seis veces.
—Me lo explico, eso se llama tener sentido común y mirar por la economía doméstica.
—¡Claro!
Doña Vitesinda se apartó de la lujuria, bueno, de la sublujuria, porque como ella decía:
—¿Usted cree que a los cincuenta años cumplidos una puede enseñar el coño ranglán o al sesgo?
—Pues, no. Tiene usted toda la razón; eso, lo más probable es que cause una desmedida sorpresa.
Doña Vitesinda, cuando el benemérito escozor le atosigaba, requería los servicios de Lupita, o sea Lourdes la del Juguetero, que en cosa de un cuarto de hora la dejaba como un guante.
—¡Pero qué maña te das, puñetera!
—No, señorita, ¡favor que usted me hace! Tan sólo práctica y buena voluntad.
—Bueno, hija, muchas gracias por la paz que me devuelves. Aquí están tus diez duritos del arancel y estas tres pesetas de propina, para que te compres cualquier chuchería que te apetezca.
—Gracias, doña Vitesinda, ¡usted siempre tan buena conmigo! Ya sabe, cuando vuelvan a escocerle las partes, deme un telefonazo. Si yo no estoy, déjele el recado a la nena, que ya es mayorcita…
El joven Fileto Iznajar y Bote, alias Mamantón Bermejo, de profesión practicante en prácticas, le dijo al adulto don Ansovino Nicea de Bitinia y Babuco de los Hérnicos, alias Pildoreto Pálido, de profesión presbítero malvís:
—¿Puedo ir a exonerar la vejiga, con la venia?
—Sí, no faltaría más. Yo le acompaño; venia española nunca exonera la vejiga sola.
En el guáter o excusado y según parece, don Ansovino le tentó y palpó la venia al joven Fileto quien, lejos de repudiar la tentación y el palpamiento, sintió un leve cosquilleo placentero que le hizo exclamar:
—Por mí continúe usted con la pera, padre, que todos sabemos lo que es una necesidad. ¡Ánimo, don Ansovino, no se distraiga! (Pausa y suspiros entrecortados.) ¡Ay, qué jodío presbítero, y qué bien hace el bien sin mirar a quién! ¡Siga, siga, don Ansovino, que ya me viene!
Onán, nieto de Jacob y segundo hijo de Judá, apeándose en marcha tras cepillarse a Tamar, la viuda de su hermano mayor, para no dejarla encinta, no regó más próvidamente de leche el pavimento de mosaico.
—¡Jo, que descaro, practicante Fileto, —exclamó el presbítero don Ansovino—, para mí que no te la cascabas desde la otra semana! ¡Anda, trae un poco de serrín de cedro del Líbano para tapar tanto oprobio y evitar que resbale el vecindario!
—¡Voy volando, pichón!
Don Ansovino le reprendió y no sin fundamento.
—¡Repórtate, Fileto! ¡Queden las expresiones íntimas para la intimidad! Con el pijo fláccido (tal el tuyo, en estos instantes) no hay intimidad posible, recuérdalo siempre.
—Dispense, don Ansovino: voy por el serrín.
—Así me gustan a mí los jóvenes: mansos y diligentes.
Don Ansovino Nicea de Bitinia y Babuco de los Hérnicos, alias Pildoreto Pálido, hacía a pelo y a pluma, se conoce que no era supersticioso, y con su habilidad para las pajas por sacudimiento, frotamiento, pellizco alterno, caricia intermitente, palpamiento, toqueteo o succión, tenía muy complacida a la juventud de uno y otro sexo, que así no frecuentaba bingos ni demás antros en los que acecha Belcebú.
—¡Claro! Oiga, doña Angustias Zarabutera, viuda de Mansueto, ¿al don Ansovino no le agradaban también los homenajes por retambufa?
—¿Mande?
—Nada. Inquiero de su conocimiento histórico si al don Ansovino le gustaba o no le gustaba que le dieran por cofa o bullarengue.
—¡Ah, ya me percato! Pues, sí; yo creo que sí. ¿A quién no le complace que el prójimo tenga un detalle? ¿A quién le amarga un dulce?
—¡Pues también es verdad, qué tonto soy!
Doña Angustias concluyó su informe.
—Pero el don Ansovino, que no era nada egoísta, no vaya usted a creer, también se la empalmaba a quien se dejase, que lo cortés no quita lo valiente. El miércoles de ceniza, aquí en el pueblo, es mucha costumbre hacer lo que los antropólogos de la escuela de Wasserbilligerbrück llaman la rueda de los enguilados, y hace dos años, en la plaza de toros, se enguilaron lo menos setenta y ochenta contribuyentes, todos con sombrero flexible y corbata de lacito. ¡Qué vaivén memorable, don Camilo! ¡Qué manera de serpentear! ¡Aquello había que verlo para creerlo!
El joven Fileto tenía la venia o cipotuelo como los verracos, esto es, en forma de berbiquí, y en consecuencia no la metía en terreno propicio como un clavo, al igual que todo el mundo, sino como un tornillo, a semejanza de Camaldulano, el Ilota que se le aparecía en sueños a Wolfgang Cabrejas, el prestidigitador que ahora purga en presidio sus malas inclinaciones y peores conductas.
—Ya. Oiga, ¿y quiénes son el Ilota y el Cabrejas?
—¡Anda! ¿Y yo qué sé? ¿Usted cree que yo sé todo? Pues no, señor, yo no sé casi nada. Lo de las venias o pijas del joven Fileto y del Camaldulano y lo del sueño del Cabrejas lo he oído decir en mi casa, a mis mayores, pero la verdad es que tampoco pregunté más detalles. En mi familia somos de pocas palabras.
Mamantón Bermejo, o séase el joven Fileto Iznajar y Bote, practicante en prácticas, lucía el color del salmonete y gozaba de la rara virtud de ver a través de los cuerpos opacos.
—¿Como los rayos equis que usan los guardiaciviles en los aeropuertos?
—Sí, pero con más eficacia. ¡Al joven Fileto no se le escapa ni una!
—¡Caray, qué fatigoso!
Pildoreto Pálido, o séase el adulto don Ansovino Nicea de Bitinia y Babuco de los Hérnicos, presbítero acuervado, tenía el pelaje verde obscuro, como su nombre indica, y enseñaba la doméstica maña de interpretar los primeros compases del himno de Garibaldi expeliendo bufas entrecortadas por el siseo.
—¡Cuán meritorio, sobre todo si el pijo prójimo, en su incesante entrar y salir, le fue limando los pliegues del esfínter!
—¡Y usted que lo diga, doña Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos Mingorance y Carratraca, viuda de Gómez, y usted que lo diga!
—¡Pues claro que lo digo, y con mayor y más acendrada fe cada día que pasa! ¿Usted cree, don Camilo, que el recto se tuerce, a fuerza de llevarse sustos y barajar sobresaltos?
—No sabría decirle… A mí me parece que sí, vamos, estoy casi seguro de que sí, de que el recto se tuerce y engarabita, o puede llegar a torcerse y engarabitarse, si se abusa de las calas, sondeos y perforaciones.
—¿Y de los palpamientos irreversibles?
—No; eso, no. Los palpamientos irreversibles son casi una noción angélica y vagarosa. Los palpamientos irreversibles, bien mirado, son pecadillos veniales y propios de las ánimas del purgatorio; yo creo que no tienen mayor importancia.
La viuda de Gómez, de soltera Conmemoracioncita de Todos los Fieles Difuntos Mingorance y Carratraca, para los íntimos Fifí, padecía purgaciones culeras de garabatillo.
—¡Qué horror! ¡Pobre señora! ¿Y no le contaminaron las hemorroides?
—¡Calle, calle! ¡Por favor, no me lo recuerde! La pobre Fifí lleva años sufriendo y padeciendo. ¡Con decirle que ya se casó con el rulé putrefacto!
—¡Qué espanto! ¿Y no tiene arreglo?
—No, mi buen amigo, ¡ningún arreglo! Ella lo lleva con muchísima resignación y lo ofrece por el fomento de las vocaciones tardías…
La otra noche llevé a cenar a la señorita Perséfone Méndez, o Proserpina von Kremer und Ahmad ben Yahya ben al-Mutazilah, que en esto hay dudas, a la que, según propia declaración, desvirgaron de una perdigonada el día de San Roque.
—¿No engañaste a mi concubina Natividad Jaikijaiki la Meada, ¡oh, amada mía de mis sueños imposibles!, diciéndole que tenías el himen blindado? ¿No es esto así? Bien: pues ahora te toca pagar el precio de tu soberbia. ¡Jódete y baila!
Mi invitada cenó revuelto de ajos frescos, patatas con angulas en salsa verde (dos raciones), rabo de buey estofado y jamoncitos de zancarrón, y bebió vermú y gaseosa; de postre tomó arroz con leche con chinchón dulce y torrijas con moscatel. Después expelió un cuesco abacial y se quedó dormida sobre la mesa. ¡Criaturita!
Llegado que hubimos a su señorial mansión, el sereno del comercio y vecindad (a lo mejor era un bombero de paisano) me ayudó a desnudarla y a soltarle el corsé y, a renglón seguido, mientras yo cantaba la jota de
La Dolores
bajo la ducha donde me había metido al objeto de refrescar las partes, la enguiló presto y por derecho, quizá para que no se desencuadernara demasiado y desmereciera al tacto y a la vista.
—¿Qué tal? ¿Qué tal?
—¡Vaya! ¡Para lo que se estila, tampoco hay queja! En peores garitas hizo uno guardia y, gracias sean dadas a Dios, aquí sigo sin que se me haya caído nada todavía.
Ahora voy a describir a Perséfone Méndez, la tangerina de los tatuajes:
1. Tenía cara de chihuahua y, en consecuencia, ojos de rana mimosa y habitualmente salida.
—¿Y no se le quitaba jodiendo?
—No; antes bien se le exacerbaba la característica.
—¡Vaya por Dios!
2. Levantaba del suelo seis pies castellanos y nueve pulgadas, en proporción no muy armoniosa.
—¡Renqueaba?
—No; pero en el catre abarloaba un sí es no es.
—¡Jo, macho! ¡Qué mareo!
3. Gastaba las tetas bailonas, o sea almohadilladas, y las cachas, otrora crujientes como sandías, mostraban ya un aburrimiento que inducía al examen de conciencia.
4. Omito cefalgias, histerias e hipocondrías.
—¡Hace usted bien, qué coño!
—¿Verdad que sí?
5. Los tatuajes le recorrían el organismo pero, con el paso del tiempo, se habían ido ajando y deteriorando.
6. Y el monte de Venus, en tiempos idos pasmo de exploradores, lucía ahora en barbecho y, lo que es aún peor, calvo y granujiento.
—¡Y subsumido?
—Pues, mire usted, ¡casi, casi!
—¡Qué tristeza! ¡Qué poco dura la alegría en casa del pobre!
—Sí, señor, ¡y la fronda en el chumino que no supo guardar para la vejez!
La señorita Perséfone Méndez, cuando amaneció de su digestión penosa, pidió ginebra con bicarbonato.
—¿Y eso para qué es bueno?
—Lo ignoro; dicen que para el flato rebelde y la zangarriana recidiva.
—Lo más probable.
Con la glosa de los amores de la señorita Perséfone Méndez, el vate Catulo entretenía a las huestes de los huérfanos ciegos.
—¿Con una infinita ternura?
—¡No lo sabe usted bien!
—Mientras el astro Febo desenmarañaba sus glaucas guedejas, no, mejor sus gualdas guedejas, eso, sus gualdas y áureas guedejas sobre el horizonte, la señorita Perséfone Méndez, meando su glauco licor, no, su gualdo licor, eso, su gualdo y áureo licor por los solares, no, sobre los campos do florecía la amapola, aromaba con fragancia de urea el aura juguetón que perseguía jilgueros y verderoles.