Cabo Trafalgar (7 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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Ginés Falcó cambia una ojeada inquieta con él y luego observa el ceño fruncido del segundo contramaestre Fierro. Tela marinera. La orden del
Bucentaure
significa que toda la línea francoespañola, que ahora navega hacia el sur, debe dar media vuelta y arrumbar al norte, convirtiéndose la retaguardia en vanguardia. Eso, que parece chupado en los libros y en las pizarras de las academias, y por lo visto también en el coco de Villeneuve, tiene hoy, aquí, una ventaja y un inconveniente: pone Cádiz a sotavento y por la amura, si llega el caso de tener que batirse en retirada; pero también demuestra a todo el mundo, incluido el enemigo, que el almirante de la escuadra francoespañola es un mantequitas blandas que ya considera la posibilidad de retirarse antes de empezar a combatir. Como para darle ánimos al personal. Aunque lo peor no es eso. Cualquier marino con mínima experiencia (incluido el joven Falcó) sabe que virar a la vista del enemigo, con poco viento y a punto de entrar en fuego, es una maniobra arriesgada, que expone a la escuadra a combatir en desorden, sin tiempo para rehacer su línea de batalla. De cualquier manera, quien mejor resume la situación es el segundo contramaestre Fierro, a quien don Jacinto Fatás acaba de ordenar que ponga a los hombres en las brazas, listos para cuando llegue desde popa la orden de virar:

–Ahora -masculla Fierro- sí que estamos jodidos.

4. La carne de cañón

Con tos sus muertos más frescos. El marinero Nicolás Marrajo Sánchez, patillas de boca de hacha y marca de navajazo en la cara, reclutado a la fuerza en Cádiz hace tres días, palpa el cuchillo que lleva en la parte de atrás de la faja y jura que antes de pisar tierra, si es que vuelve a pisarla, lo clavará en la espalda de un oficial. Muá, hace, besándose con disimulo el pulgar y el índice atravesados. Cagüentodo. Por éstas, que son cruces. Pero no en la espalda de un oficial cualquiera (nunca imaginó que hubiera tantos en un barco), sino concretamente en la del teniente de fragata don Ricardo Maqua (en el mundo de Marrajo todos los oficiales llevan el don por delante), a quien hace sólo un momento ha visto bajar camino de su puesto en la primera batería. El hijoputa. En realidad, Marrajo no es marinero. Ni por el forro. No pertenece a la matrícula de mar ni tiene experiencia como pescador ni nada de eso; tal es la razón de que figure anotado como grumete en el rol del
Antilla
, igual que tantísimos otros embarcados contra su voluntad, pese a que hace ocho meses creyó cumplir (no está muy seguro del año en que lo parieron) los treinta y un tacos. Da igual. El caso es que aquí está, con esos años, o los que sean, pese a no haber pisado antes una cubierta de barco de guerra en su vida, y pese a saber del mar lo justo para alguien nacido en Barbate y que se busca la vida en Cádiz con el trapicheo de aguardiente y tabaco de contrabando, la bajunería, los naipes y las mujeres. Todo eso, claro, hasta que un piquete de reclutamiento, con el teniente de fragata Maqua a la cabeza (todo arrogante y flamenco con su sombrero de dos picos galoneado y su casaca azul con charreteras y botones dorados, el muy perro), entró con un oficial de juzgados en la taberna La Gallinita de Cai, donde Marrajo estaba con todas las cajas llenas, o sea, con más vino en la barriga del conveniente, y se lo llevó a empujones con otros cuatro infelices, sin atender a protestas ni milongas. Y lo malo es que en un barco, en mitad de toda esta mar inmensa, que ni la tierra se ve, no hay manera de coger la escolla. De aligerarse, vamos. De largarse.

–¡Silencio todo el mundo!… ¡Carga cangreja! ¡Carga sobremesana y arriba todo!

Atrás, en la toldilla, las voces de los oficiales resuenan imperiosas mientras los contramaestres y guardianes las repiten a grito pelado de popa a proa. Venga ya. Inútiles. Mover el culo antes de que os lo chamusquen los ingleses. Y así, grumetes, marineros, soldados y artilleros corren, los pies descalzos sobre la arena extendida en las tablas de cubierta, a hacerse cargo de las brazas y las escotas que hacen maniobrar las vergas y las velas, hacia donde trepan algunos marineros veteranos empujando a otros que no lo son, sube, capullo, sube de una vez, y que se agarran a los obenques, torpes, cuando la marejada imprime al navío demasiado balanceo. La vela de sobremesana, la del palo situado más a popa, flamea ahora, flap, flap, flap, con las cuerdas (o las escotas, o como se llamen) sueltas mientras la recogen desde arriba, y las órdenes para la vela mayor alcanzan ya a la brigada de marineros a la que pertenece Marrajo, agrupada en el
alcázar
detrás del enorme palo macho pintado de amarillo. Riiic, raaac, hace el barco, crujiendo que te cagas. Arría escota mayor, larga bolina de mayor y de gavia, dicen los que saben de qué leches hablan. Para Marrajo, como si fuera chino. Onofre, el guardián de la brigada, señala unos cabos y el de Barbate obedece, como todos. Qué remedio, pisha. Mira a los veteranos, intenta comprender qué objeto tiene lo que están haciendo, y reprime una blasfemia (castigadísima en todos los barcos españoles y especialmente en éste) cuando la fricción del cáñamo le quema la piel de las manos. Cagüenlamadrequemeparió. Bracea por barlovento mayor y gavia, gritan desde popa. El guardián repite la orden, Marrajo duda, el guardián lo empuja para hacerse un hueco en la braza y une su esfuerzo al de los otros, tirad, leñe, tirad fuerte, así, así, a ver si conseguimos que este maldito barco vire por redondo de una vez. Ahora. Ahora. Ahora, joder. Ahora. ¿Veis? La orden es que toda la escuadra vire, o sea, navegue rumbo norte. Para eso hay que virar en redondo, por la popa, porque el viento es muy flojo para virar de proa. ¿Comprendéis?… No, ya veo. Ya veo que no comprendéis una mierda. Pero es igual. Tirad. Tirad. Tirad, coño. Tirad. Ya comprenderéis cuando tengamos a los casacones encima. Tirad, me cago en diez por no hacerlo en mi Primo Manolo, el de arriba. Tirad.

–¡Amura mayor!… ¡Vuelta a la mura!… ¡Caza mayor!

Marrajo suda como un gorrino bajo la camisa sucia que se le abre en el pecho, descubriendo una pelambrera ensortijada y negra. Con tos sus muertos, repite entre dientes. Epa ya, epa ya. Asín, colegas. De ese modo tira y tira hasta quedarse sin aliento, sin saber de qué está tirando, ni para qué. Por lo menos, a diferencia de muchos compañeros que llevan dos días vomitando las asaduras (como su compadre Curro Ortega, que faena a su vera y ha echado por la borda la masmarria que les dieron de cena y el bizcocho con un cuartillo de vino del desayuno), él no se ha mareado todavía; aunque ahora, con todo el trajín, siente una molesta basca en el estómago. Glaps. Espera (recordando el cuchillo que lleva en la faja) no terminar echando el jámago con los meneos del barco. Tiene cosas que hacer, y necesita estar despejado para eso. Para corresponderle al teniente de fragata el par de hostias que le pegó, espilfarrándose mucho con él, cuando el de Barbate se resistía a que se lo llevaran y argumentaba que tenía una mujer enferma, una madrecita anciana y siete chinorris en la casa, no veas, que era malaentraña no ablandarse con eso. ¿O no? Que lo de la mujer y la madrecita y los crios fuera mentira no cambiaba nada, porque ese cabrón de oficial no sabía si era mentira o verdad. Joputa. Además, aunque lo fuera, a Marrajo se lo habrían llevado igual, por el morro, como a Curro su compadre y a ese pobre chaval recién casado que se volvió loco anoche y lo mataron como a un chusquel, o a ese otro infeliz, el mendigo que estaba a la puerta de una iglesia (la verdad es que haciéndose el cojo pero sano total, el colega) cuando pasó el piquete de leva y también lo agarraron. La patria te necesita y toda esa mierda. Digo. Menudo cachondeo de patria, si depende de ellos para sostener un ordago como el que se les viene encima: del recién casado, del mendigo (que no ha tenido tiempo ni de quitarse los escapularios), del propio Marrajo. De su compadre Curro, que también cayó en las garras del piquete, y que después de haber vomitado ya cena, desayuno y todo el vino que llevaba en el buche cuando los colocaron en la taberna, está vomitando ahora la primera papilla, y debe de quedarle en el cuerpo menos pringa que a un puchero maricón.

–¿Cómo lo llevas, Curriyo, pisha?

–Fatá, compare… Uaaaag.

Para ahorrarse el espectáculo, aunque lo huele, Nicolás Marrajo alza el rostro, viendo cómo la enorme superficie de lona remendada, que el sol de la mañana dora sobre su cabeza, se agita en el débil viento mientras, muy despacio, el horizonte donde se agolpan las velas inglesas empieza a desplazarse por estribor hacia la popa del
Antilla
. O eso parece. Pese a lo que les ha explicado el guardián Onofre, Marrajo no tiene ni puta idea de lo que están haciendo; pero lo cierto es que la proa del barco se mueve y cambia de posición, de sur al norte. Así que, con una vaga sensación de tranquilidad (al norte queda Cádiz), el barbateño echa un vistazo alrededor y comprueba que toda la flota francoespañola está haciendo más o menos lo mismo que ellos, virando muy despacio con las velas flameando y el viento por la popa, aunque de una forma desordenada, unos barcos más a sotavento que otros, y que la línea que antes ya era curva e imperfecta se ha convertido ahora en un zigzag quebrado de navíos, cada uno en una posición diferente respecto al viento.

–¡Afirma brazas!… ¡Zafa cabos! Marrajo y sus compañeros se miran, confusos, y poco a poco, imitando a los veteranos, hacen la maniobra exigida. Varios infantes de marina y soldados del ejército de tierra embarcados como tiradores, los menos mareados, acuden a echar una mano, incitados por su sargento. Epa, ya. Epa, ya. Antes de todo esto, cuando veían amanecer ateridos de frío debajo del palo, sin arrancho de ropa de abrigo, mojados por el relente hasta los tuétanos, hechos un grupo como borregos y asustados, el guardián Onofre, un malagueño que lleva años a flote y estuvo, dice, en Tolón, en la última campaña del Caribe y en el combate de Finisterre, les explicó a los recién embarcados en Cádiz, reclutas y soldados, de qué iba la murga aquella, o sea, mucho que ver con barlovento y sotavento, a ver si os acordáis, hombres, de barlovento le viene el viento al barco y por sotavento se va. Estar a sotavento o a barlovento del enemigo no es lo mismo, y las dos cosas tienen ventajas e inconvenientes. Estar a sotavento, por ejemplo, permite disparar con las baterías bajas, zaca, zaca, zaca, pues la escora inclina el barco para la banda opuesta y no entra el agua por las portas; y también hace posible que los barcos propios desarbolados o maltratados se retiren de la acción y se refugien tras la línea, que los barcos enemigos dañados e indefensos sean empujados por el viento hacia tus cañones para que termines de joderlos a gusto, y que toda la escuadra propia, si vienen chungas, aproveche el viento para largarse con la música a otra parte. Suelta paño y adiós, orrevuar, gudbay. La pega, colegas, es que a sotavento los inconvenientes son más que las ventajas; estar del lado de barlovento le permite al enemigo atacar a sus anchas, sin despeinarse, mientras que a ti estar bajo su viento te esparrama vivo: dificulta la aproximación, el abordaje o el doblarle la línea; también aumenta tu riesgo de incendio porque las putas chispas y los putos tacos ardiendo de los cañonazos propios y ajenos pueden venirte encima (ya veréis qué pesadilla, camaradas), además de cegarte el humo del enemigo y el de tus propias baterías. Jodidísimo, os lo juro. Los barcos que atacan por barlovento, sin embargo, tienen facilidad de maniobra, el viento empuja el humo y las chispas hacia el otro bando y permite distinguir mejor las señales propias. Todo limpio como una patena de este lado, y los otros rebozándose en su propio humo mientras reciben estopa. Además, si los barcos que están a barlovento navegan bien de bolina, o sea, son capaces de ceñir el viento navegando casi contra él, con éste cerca de la proa, pueden huir haciendo difícil que se les dé caza; y si lo que quieren es atacar, tener el viento a favor les permite elegir dónde, cómo y cuándo… ¿Comprendéis? Bueno, pues comprendáis o no, pringados, ahora rezad para que, cuando se haga de día, esos cabrones de ingleses no aparezcan por barlovenro.

–Ahí vienen los hijoputas. Por barlovento.

El guardián Onofre echa un gargajo por encima de la borda (hacia sotavento) y mira con ojos entornados las velas inglesas que se acercan despacio con el viento a favor, mientras Nicolás Marrajo, junto a su amigo Curro y el resto de la brigada, ayudados por algunos infantes de marina, despejan el alcázar y ayudan a echar la lancha, el bote y el serení al agua, remolcados por la popa, a fin de que los cañonazos inminentes, según acaban también de explicarles, no los conviertan en peligrosas astillas volando por la cubierta.

–Ohú. Esto tiene mala pinta, pisha.

–Y que lo digas, compare. Pero arguien me lo tiene que paga.

Marrajo pronuncia esas últimas palabras pensando en la espalda cubierta de paño azul del teniente de fragata Maqua. Flechao tengo a ese prójimo, por éstas. Piensa. Ahora, con el guardián Onofre repitiéndoles a voces las órdenes del primer contramaestre Campano, que anda por allí cerca, su brigada se ocupa de que cada uno de los botes que se echan al agua esté provisto de planchas de plomo, tapabalazos, estopa, masilla, cuero, clavos, estoperoles y herramientas para reparar los cascos desde afuera en mitad del combate, si se tercia. Marrajo obedece con desgana, intentando escaquearse, y sólo cuando el contramaestre o el guardián se fijan en él pone cara de agobiado y hace como que se descuerna trabajando. En realidad sigue obsesionado con ajustarle las cuentas al teniente de fragata que lo sacó a rastras de la taberna. A ese chuloputas cabrón, piensa, que me ha hecho la jangá de meterme en esta mierda, le voy a rajar las asaduras. Lo mismo si está en la batería de abajo que en la punta del palo mayor. A la primera ocasión que me lo tope, y aprovechando el barullo. Por la gloria de mis muelas.

–¿Cómo lo llevas, Curriyo?

–Regulá.

–¿Cómo de regulá?

–Regulá, regulá.

Desde su puesto, mientras aduja torpe una guindaleza bajo la mirada crítica del guardián de su brigada, Marrajo echa un vistazo alrededor, hacia el mar y la escuadra combinada que, perezosamente, pese a la falta de viento, ha logrado, más o menos, terminar la virada poniendo proa al norte. Hacia Cádiz, murmuran alrededor los optimistas. Pero Cádiz mis cojones, vislumbra Marrajo, presa de un fúnebre presentimiento. No está lejos ni na. Tanto como cerca los ingleses. Y a todo esto, la línea francoespañola, comprueba el barbateño, es un desordenado arco que debe de extenderse casi una legua, con unos barcos amontonados y otros dejando grandes claros, forzando la vela unos y acortándola otros para situarse en sus puestos. Un esparrame que te mueres. Hasta Marrajo, que no tiene la menor idea de tácticas navales, ha comprendido lo que, mientras amanecía, también les explicaba a los reclutas el guardián Onofre. Dos escuadras suelen enfrentarse en líneas paralelas, sacudiéndose estopa, y luego el de barlovento intenta cortar la línea enemiga, doblarla o envolverla, concentrando así el fuego de varios barcos en los del enemigo, uno por uno, batiéndolos con ventaja hasta rendirlos; pero otras veces el que ataca lo hace directo al bollo, perpendicular o casi a la línea enemiga, resuelto a cortarla de buenas a primeras (maniobra para la que, por cierto, hace falta decisión, pericia y mucho cuajo, porque mientras llegas y cortas te sacuden de lo lindo). Frente a eso, la defensa común consiste en oponer una línea ordenada y firme, sin claros por donde se cuelen los malos, machacándolos a cañonazos cuando se acercan de proa. Y hoy, hasta para el ojo español menos marinero es evidente que los ingleses, a quienes la virada ha puesto ahora a babor del
Antilla
, intentarán eso mismo: cortar, doblar, envolverles la línea. Por el centro y la retaguardia, además, porque ya pueden apreciarse a simple vista los navíos británicos formando dos líneas de ataque, impávidos y viento en popa, muy a las claras salvo que sea un engaño (dicen que Nelson está al mando, y por lo visto ese fulano es la leche), apuntando arrogantes al cogollo de la formación aliada. Formación por llamarla de alguna manera, claro. Marrajo comprueba que el poco viento que impulsa a los ingleses no basta para que franceses y españoles maniobren rehaciendo su línea con la adecuada rapidez. O sea, piensa, lo tenemos chungo. Cuando los ingleses lleguen a tiro de cañón, la línea francoespañola todavía estará imperfectamente formada, con peligrosos claros por donde los ingleses podrán colarse para doblar a los barcos aliados y cogerlos entre dos fuegos. Aun así, a Marrajo lo tranquiliza un poco el aspecto imponente de la escuadra propia, el bosque de palos y velas iluminado por el sol aún casi horizontal de la mañana, los relucientes cañones oscuros asomando por las portas abiertas, la maraña de lona y jarcia que se tensa al viento flojo y cruje sobre su cabeza, la sólida cubierta empernada al casco de roble que se balancea bajo sus pies. Aquella poderosa máquina de guerra parece indestructible, como sus hermanos que navegan a proa y a popa, aguardando al enemigo.

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