Cabo Trafalgar (3 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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–Señal del buque insignia -sigue informando el guardiamarina-. Reformar la línea… Mantener rumbo sur estribor amuras, orden natural… Distancia de un cable.

El segundo se inclina sobre el antepecho de la toldilla y da las órdenes pertinentes, esto y aquello, bracear por sotavento trinquete y velacho, cazar trinquete, etcétera, y la cubierta del
Antilla
se llena de hombres ocupando sus puestos en las brazas, rumor de pies descalzos a la carrera de aquí para allá, marineros trepando por la jarcia alquitranada entre gritos y pitidos de silbatos de los contramaestres y guardianes. A ver esa escota, inútiles. Amarrar las brazas de una puñetera vez. Subid ahí antes de que os muerda la nuez. Lo de siempre. Huesos dislocados, manos despellejadas, caras de desconcierto y pánico de proa a popa. Un caos que pone la carne de gallina, pues de los ochocientos dieciocho hombres (seiscientos sesenta y ocho de tripulación y ciento cincuenta de refuerzo, entre artilleros, marineros, grumetes y fusileros de infantería de marina) que debían constituir hoy la dotación de combate, faltan a bordo cincuenta y seis, que se dice pronto. Y encima, las dos terceras partes de lo que se ha logrado embarcar in extremis rebañando mucho, aparte soldados y artilleros de tierra sin costumbre de mar, es gente de leva, chusma reclutada a la fuerza un par de semanas antes en Cádiz y alrededores: pastores, mendigos, campesinos, presidiarios, borrachos, gentuza de los barrios bajos, a quienes hubo que nevar a bordo a culatazos, bajo la amenaza de las bayonetas de los piquetes de reclutamiento, y que ahora, harapientos, mareados, aterrorizados, vomitan por todas partes, resbalan en cubierta y en los obenques, gritan de miedo cuando se les obliga a subir a los palos a rebencazos, se hacinan en rebaños asustados por el balanceo del barco y la presencia de las velas enemigas. Tampoco es que el origen de los marineros enemigos sea otro; pero largas campañas, una disciplina terrible y compensaciones de presa adecuadas han ido transformando a la gentuza inglesa en buenos gavieros y artilleros. En cuanto a los reclutas
de la Antilla
, aún no han tenido tiempo de aprender que, a bordo, el marinero de ley guarda una mano para sí y otra para el rey. En los dos días que lleva en la mar, y antes de dispararse un cañonazo, el navío ha perdido ya a cinco de estos infelices, sin contar lesionados: uno caído al agua cuando soltaban rizos durante la noche, tres estrellados en cubierta al resbalar en los marchapiés de las vergas (el último cayó hace poco más de una hora, amaneciendo, desde ciento veinticuatro pies de altura, sobre el alcázar mojado por el relente y a cuatro pasos del comandante. Aaaahhh, dijo. Chof, hizo luego, y la cabeza se le abrió como una sandía). Al quinto, un campesino recién casado a quien los de la recluta arrancaron de los brazos de su mujer al día siguiente de la boda, hubo que matarlo a tiros anoche, cuando se volvió loco y agredió con un chuzo de abordaje a un teniente de la segunda batería. Hay que joderse.

–Fatás.

–Susórdenes, mi comandante.

–Cuando acabe esta mierda de maniobra, forme a esos desgraciados en el
alcázar
.

El segundo se toca un pico del sombrero con cuatro dedos y sigue atento a lo suyo mientras Rocha se acerca a la banda de estribor y se apoya en una de las cuatro carroñadas inglesas de 18 libras que hay en la toldilla (
Carrón Iron Company
, dice el cuño de fundición), y echa un vistazo a la línea de batalla. Poco a poco, arrastrándose muy despacio a impulsos del viento flojo y entorpecidos por la marejada, los treinta y tres navíos de la escuadra combinada, descompuesta durante la noche, intentan ocupar sus respectivos puestos de combate en la línea que se extiende en forma de arco, entre diez y doce millas al noroeste del cabo Trafalgar: unos largando todo el trapo para ocupar su sitio, otros poniendo velas en facha para dejarles hueco suficiente, con los sotaventeados esforzándose en ganar barlovento y mantener su lugar en la formación. La bruma de la mañana ha desaparecido, y la luz permite ahora abarcar casi toda la extensión de la línea: la escuadra de observación delante, al sur, con el almirante Gravina y su
Príncipe de Asturias
junto al contralmirante francés Magon y su
Algesiras
y otros diez navíos españoles y franceses, la mayor parte de setenta y cuatro cañones. Entre los barcos del centro (los catorce que componen el cuerpo fuerte o segunda escuadra) se distingue bien el casco negro del
Santa Ana
, que artilla ciento veinte, mandado por el teniente general Álava; y algo más cerca, navegando muy juntos, el
Bucentaure
, de ochenta, donde el almirante Villeneuve enarbola la insignia de jefe de la escuadra combinada, y el majestuoso
Santísima Trinidad
(bajo el mando del jefe de escuadra Cisneros y su capitán de bandera, Uñarte), orgullo de la Marina española, construido en La Habana, único navío del mundo de cuatro puentes y ciento treinta y seis cañones, con su imponente casco pintado a franjas rojas y negras en vez de las amarillas y negras reglamentarias que luce la mayor parte de los navíos españoles: palos amarillos, cámaras en porcelana y azul, castillo y entrepuentes en olivo y tierra roja para disimular las salpicaduras de sangre en el combate.

–Una cosa discreta, sufrida, fashion -sugirió en su momento el ministro de turno-. Para que nuestros chicos no se desmoralicen cuando los escabechen y sigan gritando viva España y todo eso.

Sería demasiado pedir, sabe bien el comandante Rocha, que tales barcos, reconocidos por aliados y enemigos como excelentes, construidos con maderas españolas y americanas en buenos astilleros, tuvieran una tripulación a su altura. No estaríamos hablando de la vieja y maltratada España, donde la antigua política del marqués de la Ensenada, que la elevó al rango de potencia naval, hace mucho que se fue a tomar por saco en manos de una sucesión de ministros que más parecían trabajar para el enemigo a puro golpe de libra esterlina (y en algún caso así era, en efecto) que para sus compatriotas. A esto había que añadir el estado de cosas habitual: corrupción en todas partes, oficiales expertos pero desmotivados y sin cobrar sus pagas, marineros esclavizados sin preparación y sin incentivos, obligados a servir durante media vida sin otro futuro que la muerte, la mutilación, la mendicidad y una vejez miserable. Eso a diferencia de los franceses, con su patriotismo fresco, el Imperio recién estrenado, le-jour-degluar-estarrivé y toda la parafernalia, derecho al dinero de las presas y sueldos puntuales; o de los ingleses, profesionales entrenados (ninguno de sus oficiales puede mandar embarcaciones de más de veinte cañones hasta haberse comido diez años de mar, tenga el mérito o el favor que tenga) que cobran una pasta si capturan presas, ascienden hasta capitán por méritos distinguidos, y a partir de ahí suben por rigurosa antigüedad por muchas batallas que ganen; o sea, justo al contrario que los españoles, que ascienden a capitán por escalafón y a almirante por enchufe. Y encima, aquí, de postre (concluye amargamente Rocha), tenemos un rey abúlico e incapaz, una reina más puta que María Martillo, y su amante, Godoy, príncipe de la Paz, el niño bonito de Madrid, el héroe de la guerra de las Naranjas, jefe máximo de las fuerzas navales y de las otras, lamiéndole un día sí y otro también el ciruelo a Napoleón con los tratados de San Ildefonso.

–Con permiso, señor comandante -dice el guardiamarina Ortiz-. Señales del
Formidable
.

Carlos de la Rocha echa un vistazo hacia las banderas que suben a las vergas del buque insignia del almirante Dumanoir, que manda los siete navíos de la división de retaguardia, o tercera escuadra, entre los que navega el
Antilla
. El franchute es un setenta y cuatro cañones que se encuentra a unos dos tercios del final de la línea, entre el español
San Agustín
, que aunque pertenece a otra división se ha quedado un poco retrasado y a sotavento, y el francés
Mont-Blanc
, que fuerza velas para ocupar su puesto a proa del
Formidable
. Delante, desordenados, navegan los franceses
Duguay-Trouin
y
Fieros
, y el español
San Francisco de Asís
. Detrás, el decrépito tres puentes español
Rayo
(abuelo de la escuadra), más a barlovento y muy retrasado como siempre, arriba forzado de vela para ocupar su puesto en la línea. Le siguen el
Intrepide
, el
Sapion
(dos setenta y cuatro franceses) y el
Antilla
, que es el penúltimo de la fila. Siguiendo sus aguas y cubierto de lona hasta las perillas de los topes ya sólo navega el español
Neptuno
, de ochenta cañones, mandado por un viejo amigo del comandante Rocha: el brigadier Cayetano Valdés. Otro buen amigo, el brigadier Cosme Churruca, debe de estar a esas horas ocupando su lugar justo en la otra punta, en cabeza de la línea, con su
San Juan Nepomuceno
. Los tres, como sus compañeros, se han hecho a la mar debiéndoles seis pagas atrasadas, que tal vez alguno no llegue a cobrar nunca. Cosas de la Marina. Glorias de España.

Más banderas en el
Formidable
. El joven Ortiz aplica el catalejo. A ese capullo de Dumanoir, piensa el comandante, le encanta que sepan quién manda en la retaguardia.

–Ocupar orden natural… Respetar distancia de un cable.

–No te jode, el madelón -dice bajito alguien, por detrás.

El comandante se vuelve y toda la plana mayor (segundo comandante Fatás, segundo oficial Oroquieta, tercer oficial Maqua, alférez de navío Grandall, alférez de fragata Cebrián, primer piloto Linares y guardiamarinas Ortiz, Falcó y Vidal) pone cara de no haber sido. De cualquier modo, tienen razón. El contralmirante Dumanoir podía haberle ahorrado trabajo a su oficial de señales. El
Bucentaure
, buque insignia del almirante Villeneuve, que se ve muy bien desde allí, ha hecho ya esa señal cinco mil veces, las fragatas la han repetido y la ha visto todo el mundo, y hasta el último tontolculo de la escuadra, ingleses incluidos, sabe de sobra que la distancia ordenada por el almirante aliado es de un cable, o sea, ciento veinte brazas, y que lo ortodoxo sería navegar todos en línea, uno detrás de otro como los enanitos del bosque: aibó, aibó, y tal. Pero es evidente que con el viento flojo y la marejada y el desorden aún no resuelto de la noche, la cosa es peliaguda, aunque cada uno hace lo que puede. El mismo Dumanoir ha caído un poco a sotavento, detalle que complace a Rocha, y su
Formidable
, intentando ceñir entre continuos braceos de vergas, no hace una estampa precisamente formidable ni de coña.

–El
Formidable
repite la orden, señor comandante.

Rocha no traga a Dumanoir. Hasta con las banderas de señales es parlanchín y arrogante, el tío. En realidad el comandante del
Antilla
, como la mayor parte de sus compañeros, no soporta a los colegas franceses impuestos por la alianza con Napoleón. A quienes de verdad admira es a los cabrones de los ingleses, con su profesionalidad, su patriotismo, su fría eficacia y sus tripulaciones disciplinadas y mortíferas a la hora de manejar la artillería, que los hace superiores a todas las marinas del mundo. Al inglés, a la mujer y al viento, dice el proverbio, con mucho tiento. Pero así son las cosas. En cuanto a la escuadra combinada, el carácter aristocrático de los jefes y oficiales de la Marina española (todos son chicos de más o menos buena familia), su conciencia de clase y sus maneras, contrastan con la rudeza y la arrogancia populachera de sus aliados, salidos de las filas de la marinería revolucionaria. Allí, a los oficiales de Luis XVI, de origen tan desahogadillo como los españoles, se los pasaron concienzudamente por la piedra en los primeros momentos de la Revolución, con la guillotina haciendo chas, chas, chas; y hasta que Napoleón se hizo emperador y amariconó un poco el escalafón, los ascensos no fueron por antigüedad sino por echarle pelotas a los abordajes y repartir luego, además de los botines de las presas, el conveniente número de palmadas en la espalda a sus muchachos, en plan o-la-lá, Gastón, mon amí, viva la egalité y la fraternité y todo eso. Uí. Al comandante Rocha, que es más bien clásico y apoya su mando en el respeto reverencial, el temor de Dios y las Reales Ordenanzas de 1802, toda esa chusmosa murga gabacha le da náuseas; pero reconoce que, gracias a ella, y a diferencia de la mayor parte de los marinos y marineros españoles, los aliados tienen la convicción de estarse partiendo el morro por su patria, como los ingleses; y lo mismo que ellos, o más, aprecian a sus comandantes y suelen estar dispuestos a seguirlos al infierno, a poco bien que lo hagan. Que lo hacen. Ahí está el caso del pequeño Lucas, del
Redoutable
, que con su metro cincuenta de estatura es el capitán más bajito de la Marina imperial gabacha, pero tiene unos huevos que no le caben en la toldilla. Lucas es de los que opinan que las tácticas navales no tienen otro objeto que abarloar el barco con otro enemigo, cañoneándose a quemarropa hasta que uno de los dos arríe bandera, se hunda o se vaya a tomar por saco; de modo que, consecuente con la idea, se ha pasado todo el tiempo de espera en Cádiz adiestrando a su gente para el abordaje, pagándoles de su bolsillo rondas de vino, aguardiente y putas para premiar a los mejores a la hora de manejar alfanjes y chuzos, disparar mosquetes desde las cofas o arrojar garfios de abordaje, granadas y frascos de pólvora, con el resultado de que hasta el último grumete del
Redoutable
se haría despellejar vivo a una orden de su baranda. Y cuando estás en la mar y vuelan balas y astillas, con la metralla barriéndolo todo y un dos puentes enemigo paño a paño, arrimándote candela, esas cosas tienen su puntito.

–Con su permiso, mi comandante -dice Fatás-. La gente está reunida en el alcázar.

Carlos de la Rocha asiente, se toca el espadín dorado que lleva al cinto y comprueba con disimulo que los zurcidos de sus viejas medias apenas se ven. Nunca usa botas en los combates, desde que en la batalla de San Vicente (hace ya ocho años, madre santa) lo hirió una esquirla de metralla y el cirujano tuvo que cortárselas para curarlo. Las botas cuestan un ojo de la cara.

–Vamos a leerles la cartilla -suspira.

Desde lo alto de la escala de estribor de la toldilla, con el grueso palo de mesana crujiendo a la espalda por la tensión de velas y obenques, Rocha dirige un vistazo hacia proa. Los hombres están agrupados por brigadas y ranchos, con cierto orden dentro de lo que cabe, cubriendo toda la cubierta del alcázar y los cinco pies de anchura de cada pasamanos a uno y otro lado del foso del combés, hasta el castillo de proa, con los artilleros encaramados en las mesas de guarnición y en las cureñas de los cañones aún batiportados y firmes en sus trincas. Hasta los vigías de las cofas se inclinan hacia cubierta, atentos, sujetos a la obencadura. A trechos, entre los desharrapados reclutas vestidos con ropas de tierra, ponen una apariencia relativa de disciplina los uniformes de loneta marrón y los rojos gorros cuarteleros de los infantes de marina y los artilleros de brigadas, el uniforme azul de los artilleros de tierra, las casacas blancas de los soldados de los regimientos de Córdoba y Burgos y las azules con vueltas amarillas de los voluntarios de Cataluña con los que se suple la falta de hombres a bordo (algo es algo, aunque muchos se marean y vomitan como cerdos). La gente de la primera y la segunda baterías también ha subido a cubierta con sus cabos y oficiales, y se encuentran presentes subalternos de pito, carpinteros, calafates, cocineros y otros oficios: setecientos sesenta y un hombres (setecientos sesenta y dos con el comandante) ocupando hasta los primeros cañones del castillo, a proa, bajo el enmarañado bosque de palos, vergas, lona y jarcia que oscila con la cubierta en la marejada; toda la madera gimiendo en sus junturas como si el barco se lamentara por anticipado de lo que le espera. Hasta el cirujano, sus ayudantes y los sangradores asoman las cabezas por una escotilla. Con el primer vistazo, por la expresión de las caras y por la ropa, el ojo experto del comandante distingue a los marineros veteranos (que no han querido desertar o, lo más probable, no han podido) de los forzosos de leva: ojos desorbitados, pieles pálidas, bocas abiertas de estupor o de miedo contrastan con las caras curtidas por el sol y el salitre, las manos encallecidas y la expresión resignada de los hombres ya hechos al mar y a la guerra. Al menos, se consuela, un tercio largo de la tripulación es gente fogueada, y la mayor parte de ésta conoce su oficio. O casi. Por desgracia, muchos de los nuevos no vivirán para aprenderlo.

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