Cabo Trafalgar (6 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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–¿Y eso, por qué?

–Porque es de los que llaman a las cosas por su nombre y no medran chupando pollas.

Otro que tal es el almirante don José de Mazarredo, con un curriculum de ordago: salvó cuatro veces a las escuadras hispanofrancesas en las operaciones del canal de la Mancha, organizó el desembarco y el reembarco de la expedición contra Argel, defendió Cádiz y Brest del bloqueo inglés, redactó unas Ordenanzas y escribió cinco obras maestras sobre construcción naval, navegación y táctica. Pero claro. Mazarredo es antigabacho, y además ha denunciado quinientas veces en plan Pepito Grillo, ante el rey, ante Godoy, ante el ministro y ante todo hijo de vecino, el deplorable estado de la Marina, que
«hará vestir de luto a la nación en caso de un combate»
, según sus palabras textuales. Solución oficial española: desterrarlo. Y por ahí lejos anda el hombre, desterrado (le quedan un par de años de contemplar musarañas, y ya ha cumplido sesenta), mientras todos los comandantes de la escuadra combinada, don Carlos de la Rocha entre ellos, tienen la certeza de que, con él o con Escaño en el navío insignia español, y mucho mejor al mando de toda la escuadra, otro gallo iba a cantarles ese 21 de octubre, frente al cabo Trafalgar. Pero hay lo que hay. No es a Mazarredo ni a Escaño, sino a Federico Gravina, muy relacionado con los gabachos y con su ministro de Marina Decrés, bien visto del rey y de la reina y mimado por Godoy, a quien el príncipe de la Paz ha nombrado segundo jefe de la flota combinada, sujeto a Villeneuve, rogándole todo el tacto y la prudencia necesarios para que los aliados estén a gusto y Napoleón, que es lo importante, no se mosquee.

–Mucha vaselina, mi querido don Federico. Sobre todo no escatime la vaselina. ¿Ein?

Pero después de fondear en Cádiz tras lo de Finisterre, cuando la escuadra francesa apenas entró en fuego y los españoles llevaron el peso de la batalla, Gravina, que aunque enchufado no es tonto y tiene su punto de honra, el hombre, se fue a Madrid descompuesto, a contarle a Godoy en manos de qué retrasado mental los había puesto a todos. Questa e la porca ruina miseriosa, ilustrísimo (Gravina había nacido en Palermo). Siamo tuti jodeti, etcetereti. Pero ni flores. El semental de la reina María Luisa de Parma, que iba a lo suyo, con su chaqueta de entorchados y el calzón marcándole paquete, le dio a Gravina dos largas cambiadas, peroró sobre la disciplina y el amor a la patria, apuntó que Villeneuve era el ojito derecho del ministro Decrés, y dijo sin rodeos que mientras el Petit Cabrón fuese en Europa lo que era (e iba para largo), a los españoles no les quedaba otra que obedecer como borregos. Sí, buana, como decían los negros esos que se vendían en América.

–Confío en su tacto e hidalguía, almirante. Y en el de sus dignos y disciplinados jefes y oficiales. Recuérdeles, si hace falta, el ibérico genio, el valor y otras hierbas. Colón, Elcano, Lepanto… Ya sabe. Esto y lo otro. Y no olvide la vaselina.

Luego lo llevó a ver a los reyes para dorarle un poco más la pildora antes de despacharlo con muchos abrazos y palmaditas en la espalda, pías, pías, Europa tiene los ojos fijos en nosotros, o sea, en mí, en usted, en la gloriosa Marina española y todo eso, vaya con Dios, almirante, chao, y el pobre Gravina se volvió a
Cádiz
hecho polvo. Resumiendo: estamos en manos de un chulo de putas en Madrid y de un imbécil en Cádiz, dicen que les confió a Churruca, Escaño y Cisneros en un aparte, rompiendo su hidalga circunspección habitual. De ésta no nos salva ni la Virgen del Carmen.

–¿Han hecho ustedes testamento, caballeros?… ¿No?… Pues espabilen, que los pilla el toro. Yo acabo de hacerlo.

Por qué salimos a luchar sin esperanza, es la pregunta. Al matadero tocando el tambor y la gaita. Buenos barcos y oficiales competentes sin tripulaciones a las que mandar, frente a enemigos implacables y entrenados como máquinas, motivados y con una férrea disciplina: estirpe de marinos y piratas, conscientes de que quien controla el mar domina el mundo. Profesionales despiadados y sin complejos. Por eso las dotaciones inglesas son las mejores del mundo. Y luego está la moral de la tropa. A estas alturas, venteando el desastre que se avecina, hasta el último guardiamarina de la flota combinada sabe que, resguardada en Cádiz como en el 97, la flota aliada podía haber obligado a los ingleses al desgaste de un largo bloqueo; pero que salir ahora en busca de batalla abierta sólo puede acabar en desastre. Salir o no salir, dat is de cuestión: como lo del majareta ese de Chéspir (dijo alguien), pero en versión caspa. A la española. Las razones de todas aquellas entradas, salidas y vueltas a salir las reveló hace dos días el comandante don Carlos de la Rocha en la camareta del
Antilla
, en una especie de consejo de guerra que se creyó en la obligación de convocar para informar a sus oficiales antes de que los escabechen. Nobleza obliga.

–Napoleón pretendía invadir Inglaterra. No se rían, joder.

En realidad el plan no era malo. Sobre el papel, claro. Por el tratado de San Ildefonso y los convenios de París, España, además de bajarse los calzones, quedaba obligada a colaborar con Francia en sus operaciones de guerra contra los ingleses con dinero, soldados y navíos. Para el desembarco en la Pérfida Albión, Napoleón necesitaba enseñorearse del canal de la Mancha durante cinco o seis días. El truco consistía en amagar un golpe de mano en las posesiones británicas de las Antillas, atrayendo allí a Nelson. Una vez engañados los rubios, la escuadra francoespañola regresaría rápidamente a Europa para caer sobre los cruceros que bloqueaban El Ferrol, Rochefort y Brest, liberando a los navíos allí sitiados. Luego, reuniendo así una escuadra de sesenta navíos y varias fragatas, Villeneuve subiría hecho un tigre hasta el canal de la Mancha, para proteger la travesía hasta Inglaterra de los dos mil buques de transporte y los ciento sesenta mil hombres preparados en Texel y Boulogne. Ése era el plan, tan impecablemente detallado como todos los de Napoleón. Cuarenta y ocho horas, pedía el fulano. Dadme sólo cuarenta y ocho horas de supremacía naval en el Canal y les meto a los ingleses varias divisiones en las playas, y un gol que se van a ir de vareta. Pero el Petit Cabrón, siempre eficaz en tierra, no tenía del mar ni zorra idea. Su maravilloso proyecto ignoraba las incertidumbres de la navegación, el mal tiempo, la insegura fortuna de guerra de un navío. Además, semejante encaje de bolillos requería un jefe de escuadra eficaz y responsable. Todo cristo sabía que Gravina era el hombre adecuado; pero Gravina era español, y a Napolichis ni le pasaba por la cabeza que un español se hiciera cargo de la operación. Así que aceptó el consejo de su ministro Decrés y nombró al recomendado de éste, Villeneuve: un capitán de navío valiente (en la defensa de Malta le había echado sus cojoncillos al asunto), pero indeciso e incapaz a más nivel, Maribel. Mandando la retaguardia gabacha, por ejemplo, cuando Nelson les rompió la cara a los imperiales en Abukir, el tal Villeneuve se había limitado a encajar leña inmóvil y resignado. Más desenvuelto en los despachos del Ministerio de Marina que en el puente de un navío almirante, carecía de voluntad propia y no aceptaba los consejos ajenos. O sea. Como jefe era un auténtico cenutrio.

–¿Para dónde tiramos ahora, mon admiral?… ¿A babord o a estribord?

–Yenesepá.

–Yo tiraría para babord.

–Yenesepá.

–Virgen santa.

Al principio la operación americana funcionó bien. Gravina (que pese al enchufe de Godoy tenía experiencia, valor y maneras) hizo una salida impecable de Cádiz, rompiendo el bloqueo inglés para unirse a la escuadra de Villeneuve, y ambos arrumbaron pasito misí pasito misa a La Martinica, tomándole a los ingleses El Diamante y apresando un convoy de mercantes británicos cargados de ron, azúcar, café y algodón, que fue para partirse de risa, colegas, las cosas como son, todos aquellos capitanes british preguntando guat japening, guat japening, mientras les pegaban cebollazos y les hacían arriar la bandera. Para mearse. Que, como para la histórica ocasión les gritaba desde una porta el carpintero jefe
del Antilla, Juan
Sánchez (alias Garlopa), que es de Chipiona:

–Arguna ve tenía que tocaro a vozotro, hihoslagranputa.

Lo malo es que, a partir de ahí, Villeneuve empezó a jiñarla. Regresó a Europa por una latitud inadecuada que lo enfrentó a vientos contrarios, y en vez de llegar a El Ferrol se encontró con la escuadra inglesa del almirante Calder cerca del cabo Finisterre, el 22 de julio: pumba, pumba. Veinte navíos franceses y españoles contra catorce o quince ingleses, combate en línea a distancia de medio tiro de cañón entre una espesa niebla, con los españoles (las cosas como son) batiéndose mientras Villeneuve permanecía indeciso y la mitad de los buques franceses evitaba el combate, sin socorrer al
Firme y
al
San Rafael
, que con noventa y siete muertos y más de doscientos heridos a bordo, desarbolados y pasados a balazos, las velas caídas inutilizándoles las baterías, fueron empujados por el viento hacia los ingleses, mientras la línea de navíos gabachos que venía detrás de la española desfilaba por su barlovento enterita, sin mover un dedo. De manera que el
Firme
y el
San Rafael
tuvieron que arriar el pabellón, rodeados, tras pelear sin descanso hasta las nueve de la noche.

–Hay que rendirse, Paco. Nos han dado las del pulpo.

–¿Y los nuestros?… ¿No vienen a echar una mano?

–No creo. Por el ruido, bastante tienen con lo suyo.

–¿Y qué pasa con los gabachos?

–De ésos, ni rastro. Por lo visto, el jour-de-gluar lo dejan para otro día.

Eso no se supo hasta la mañana siguiente, cuando ambos buques amanecieron a la vista de la escuadra aliada remolcados por los ingleses que se retiraban, y Villeneuve se negó a atacar y socorrerlos pese a las súplicas e indignación de los marinos españoles, que lo llamaron de todo menos bonito, y el guardiamarina Ginés Falcó (que el día anterior había tenido su bautismo de fuego en el mismo lugar del castillo de proa del
Antilla
desde el que ahora, tres meses después, observa la escuadra británica del almirante Nelson) lloró de indignación y rabia, como muchos de sus camaradas, viendo alejarse, rodeados de ingleses, los dos maltrechos navíos apresados mientras el almirante Villeneuve y los navíos franceses miraban de lejos, rascándose los huevos con mucha parsimonia.

–¿Cómo se dice pocapicha en gabacho?

–Pocapiché.

–¿Seguro?

–Te lo juro por mi madre.

A partir de ahí se terminó la confianza de los españoles en los franchutes, de los franchutes en Villeneuve, y de éste en sí mismo. De manera que, tras arribar a Vigo, en vez de cumplir las detalladas instrucciones de Napoleón subiendo hacia el norte y el canal de la Mancha, el almirante gabachuá puso rumbo sur, encerrándose en Cádiz. Y claro. Al enterarse de que la escuadra que él ya suponía en Brest estaba donde Cristo dio las voces, en la otra punta de Europa, Napoleón se subió por las paredes, pues todo su plan se iba al diablo. Qué hijo de puta, comentaba incrédulo, mirando el mapa mientras alucinaba en colores. Qué hijo de la gran puta. A ver cómo invado yo Inglaterra ahora. Menuda ruina. Para excusarse, porque en eso no era nada irresoluto el fulano, Villeneuve no tuvo el menor reparo en culpar de lo de Finisterre y del resto a los navíos españoles; y fue ahí donde el emperador (nadie se la mete doblada porque tiene de chivato en la escuadra a Lauriston, un oficial de su estado mayor que en cada carta pone a Villeneuve de vuelta y media) les echó al ministro Decrés y al recomendado un chorreo en regla, con el famoso despacho donde Napoleón afirmaba:
«Todo esto me prueba que Villeneuve es un pobre hombre. ¿De qué se queja de parte de los españoles?… Estos se han batido como leones, con Gravina siendo todo genio y decisión»
. Luego, como hombre práctico, decidió que de perdidos al río, o sea, al Mediterráneo. Así que oye, Decrés, dijo. Ya que ese imbécil enchufado tuyo está bloqueado en Cádiz y me ha hecho polvo lo del día D, hora H, dile que salga al mar, o a la mar, o a donde salgáis los puñeteros marinos de mis imperiales cojones, y se vaya al Mediterráneo, y allí, reuniéndose con la escuadra española de Salcedo en Cartagena, le dé un repaso a la costa italiana, que también necesita enseñarle un poquito el pabellón. Y si al salir de Cádiz ese comemierda se encuentra con los ingleses, que supongo que sí, pues que luche, copón. Que se joda y que luche. Y dile también de mi parte a tu niño bonito que como no salga inmediatamente, o sea, ya mismo, le voy a meter las charreteras de almirante por el culo antes de ponerlo a limpiar todas las letrinas de mi Grande Armée desde Brest hasta la frontera rusa. Y luego lo fusilo. A él y a su padre, si es que lo conoce. ¿Está claro, Decrés? Pues espabila. Que todavía no tengo claro si ese recomendado tuyo es un traidor o sólo es gilipollas.

Total. Que ésos son, más o menos (con las limitaciones de edad, grado e información de que dispone), los pensamientos del guardiamarina Ginés Falcó en el castillo de proa del
Antilla
, mientras hacia popa, en el alcázar, el tambor sigue redoblando a zafarrancho de combate, los contramaestres hacen sonar sus pitos de latón, los pajecillos terminan de echar arena en la cubierta, y la escuadra inglesa, que ya se agrupa claramente en dos columnas dirigidas hacia la línea francoespañola, avanza con todas las velas desplegadas, incluidas alas y rastreras, para aprovechar el viento flojo del noroeste.

–Válgame Dios -exclama el segundo comandante Fatás.

Falcó se vuelve hacia él. Fatás, apoyado en el cabulero del trinquete, un poco flexionadas las rodillas para amortiguar la oscilación del catalejo con la marejada, observa la señal que acaba de aparecer en el buque insignia del almirante Villeneuve y es repetida en la arboladura de las fragatas y la balandra que navegan a lo largo de la línea. La número 2. Al cabo, Fatás, que mueve los labios como leyendo para sí mismo sin necesidad del libro de claves, cierra el telescopio con un chasquido, parpadea, mira al guardiamarina y luego hacia popa, al alcázar, donde en ese momento don Carlos de la Rocha debe de tener la misma cara de estupefacción que tiene él. Por fin, todavía el aire incrédulo, mira las grímpolas de los mástiles para calcular la dirección e intensidad del viento, y observa el estado de la mar.

–Virar por redondo a un tiempo toda la línea, orden inverso, rumbo norte -repite al fin, en voz alta.

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