Caballo de Troya 1 (35 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta, entrando en el santuario. Y el Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la multitud.

Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo que poco faltó para que los levitas rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su captura. Pero la entrada en juego de los saduceos
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-que constituían mayoría en el Sanedrín -

retrasó nuevamente los planes de los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez, apoyaron los planes de los fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de Galilea.

Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola -la del rico propietario que llegó a enviar a su propio hijo para convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le entregaran su renta- preguntando a los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con aquellos malvados arrendatarios.

-Destruir a esos hombres miserables -contestó la multitud- y arrendar su viñedo a otros granjeros honestos que le den sus frutos en cada estación.

Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en voz alta:

-¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas cosas!

Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba Jesús. El Maestro, al verlos, les dijo:

-Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis decididos a rechazar al Hijo del Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo más intensa y añadió-: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores rechazaron y que, cuando la gente la descubrió, hicieron de ella la piedra angular?... Una vez más os aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de vosotros y entregado a otra gente, deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los frutos del espíritu. Yo os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella, aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será molido hasta quedar hecho polvo y sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.

En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus enseñanzas, refiriendo una tercera parábola: la del festín de bodas.

Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese instante, uno de los creyentes alzó su voz e interrogó al rabí:

-Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que tú eres el Hijo de Dios?

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En aquellos tiempos, el Sanedrín se hallaba básicamente dividido en dos grandes grupos: los fariseos y saduceos.

Estos últimos formaban un partido organizado, integrado fundamentalmente por la nobleza laica y sacerdotal, por los

«ancianos» o notables del pueblo y por los sacerdotes-jefes. (El sumo sacerdote en funciones en aquellos días, José, apodado Caifás, era saduceo.) Su «teología» era distinta a la de los fariseos. Se atenía estrictamente al texto de la Torá, en especial en lo que se refería a las prescripciones relativas al culto y al sacerdocio. Su oposición a los fariseos y a su halaká o tradición oral era total y hasta enconada. Disponían, además, de su propio código penal, de una extrema severidad. Por supuesto, hubo muchos escribas que «practicaban» la doctrina saducea. (N. del m.) 115

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Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su dedo índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó:

-Destruid este templo y en tres días lo levantaré.

Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos a que le siguieran.

La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios.

Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria frase de Cristo.

-¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción -se decían unos a otros- y aún dice que lo destruirá y levantará en tres días?

Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho después de su resurrección- se hizo la luz en sus corazones.

Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.

Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de la ciudad santa.

Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo

-hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en lo que a las actividades del Maestro se refiere?

La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-, iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes, 4 de abril.

Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden...

Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final les hacía intuir una catástrofe.

Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque -según comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que lograron conciliar el sueño.

Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración.

Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.

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La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo desistir.

El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la

«cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la

«conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche -justamente en la cumbre del Olivete- el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.

Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando considerablemente mi aproximación a la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero, localizando el suave promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo.

Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la pantalla de radar algunas de mis inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona de seguridad del módulo -a unos 150 pies del «punto de contacto»-, mi compañero me anunció que procedía a la desconexión parcial del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles los pies de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.

De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos tubos, apuntando como fantasmas azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y con un suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin pérdida de tiempo me introduje entre el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por una escalerilla que, aparentemente, no conducía a ninguna parte, y desapareciendo progresivamente -primero la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco, vientre, piernas, etc.-, el susto hubiera sido considerable, creyendo quizá que había presenciado una visión divina...

Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y emotivo.

Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras verificar que todo seguía en calma en torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución de la segunda fase de la operación.

Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que disponía de unas nueve horas antes de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según Caballo de Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.

Después de asearme y cambiar mis ropas -no así el calzado-, Eliseo me hizo entrega de lo que, familiarmente, conocíamos como la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado fuera de la «cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente exploración; en especial a partir del prendimiento del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente, en un «viaje» de aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto -al menos para las horas de máxima tensión- la filmación de los principales sucesos: noche del llamado Jueves Santo, Viernes y Domingo de Resurrección.

Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo seguimiento -minuto a minuto- de las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus horas en la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi propio testimonio personal y, de otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado equipo técnico, capaz de filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo tiempo.

Como es natural, estas delicadas operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría ido en contra de los principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes 117

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vitales de Jesús de Nazaret. Y como, naturalmente, tampoco era posible la implantación de cables o dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un control de sus funciones orgánicas, ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y fabricó un complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de Moisés».

Este ingenio -que iré detallando de una forma progresiva- consistía en un simple cayado de madera de pinsapo de 1,80 metros de longitud por tres centímetros de diámetro, con el correspondiente remate superior, en forma de arco
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. Para un observador cualquiera, ajeno a nuestras intenciones, no debería presentar mayor interés que el de cualquier vara común y corriente, como las utilizadas habitualmente por los caminantes y peregrinos.

En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros rotando siempre desde la base del bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación simultánea, con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación -

de 15 milímetros de diámetro cada una- habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres centímetros de anchura, formado por un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la visión de dentro hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada por nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca madera, había sido reforzada y adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las antiquísimas técnicas de la industria metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto marítimo de Salomón en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al pie de la letra las normas de la
Misná
o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto -dedicado a las prescripciones sobre purezas e impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color verdoso más intenso que el resto, y ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser pulsado manualmente, iniciándose así -de manera automática- la filmación simultánea. Bastaba una nueva presión para que el «clavo» volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la grabación.

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