Caballo de Troya 1 (38 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en secreto el valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y avanzando serena y majestuosamente entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la vista de los sacerdotes.

Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero, apenas si había empezado cuando, un grupo de alumnos de las escuelas de escribas, destacándose entre el gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:

-Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y sabemos que proclamas los caminos de la verdad y que sólo sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos también que no te importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos dar?

En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo -que profesaba desde hacía tiempo la doctrina de Jesús- hizo un comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior.

Los fariseos, escribas y saduceos, en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar grupos «especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.

Aquel típico silencio -propio de los momentos de gran tensión- fue roto por el Nazareno quien, en un tono irónico -como si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de los «herodianos»
1
les preguntó a su vez:

-¿Por qué venís así, a provocarme?

Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz firme:

-Mostradme la moneda del tributo y os contestaré.

El portavoz de los alumnos le entregó un denario de plata
2
y el Maestro, después de mirar ambas caras, repuso:

1
Aquel grupo era partidario de la dinastía de Herodes y, entre otras misiones, tenían la de denunciar a la autoridad romana cualquier movimiento o ataque -incluso verbal- contra el César. (N. del m.)
2
El denario de plata era una moneda de curso legal en aquel tiempo. Según Santa Claus, equivalía a algo menos del sueldo de dos días de un legionario romano. En tiempos de César, el estipendio anual de un soldado romano (legionario) era de 150 denarios. Augusto le añadiría un nuevo sobresueldo, alcanzando la cifra de 225 denarios de 124

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-¿Qué imagen e inscripción lleva esta moneda?

Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía perfectamente la respuesta:

-La del César.

-Entonces -contestó Jesús, devolviéndoles la moneda-, dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí, lo que es mío...

La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos, mientras los aspirantes a escribas y sus cómplices, los «herodianos», se retiraban avergonzados.

Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda similar y la examiné detenidamente. En una de sus caras se apreciaba la imagen del César, sentado de perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente inscripción:
Pontif Maxim.

En la otra cara la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor:
Ave
Augustus Ti Caesar Divi
1
.

Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el denario era el máximo tributo que la nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como señal de sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el procurador romano, acusando a Jesús de sedición. Si, por el contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio, la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los saduceos, que pagaban el tributo con gusto.

Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos después de este incidente, y siguiendo la estrategia programada por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba proseguir con sus enseñanzas- tendiéndole una segunda trampa:

-Maestro -le dijo el portavoz del grupo-, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin dejar hijos, su hermano debería tomar a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto.

Entonces ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su siguiente hermano tomó a su esposa, pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo hizo el segundo hermano, muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia esposa falleció. Lo que te queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién será la esposa?

Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron negativamente la cabeza, en señal de desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías sobre este particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel caso tan concreto era muy difícil de que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de fariseos -los más puristas- seguían considerando y practicando el llamado matrimonio de levirato
2
.

plata o 3600 ases. Esta cantidad fue confirmada por Tácito en tiempos de Tiberio (Ann. 1, 17: denis in diem assibus animan et corpus aestimari). Los centuriones, por su parte, cobraban 2500 denarios-año y los llamados primi ordines, 5000. (N. del m.)

1
«Sumo Pontífice» y «¡Salve, Divino Tiberio César Augusto!», respectivamente. Las inscripciones aparecían abreviadas. En realidad deberían decir: Pontifex Maximus y Ave Augustos Tiberius Caesar Divinus. (N. del m.)
2
El ordenador central del módulo me proporcionó aquella misma noche una extensa y exhaustiva información sobre este curioso tipo de matrimonio. La tradición oral hebrea -recogida en la
Misná
(Orden Tercero), dedicado a las
yebamot
o cuñadas, y según las leyes contenidas en el
Deuteronomio
(25, 5-10)- establecía que, cuando dos hermanos habitaban uno junto al otro y uno de ellos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará con un extraño: «Su cuñado irá a ella y la tomará por mujer.» El primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto,

«para que su nombre no desaparezca de Israel». Pero, si el hermano se negase a tomar por mujer a 50 cuñada, subirá ésta a la puerta, a los ancianos, y les dirá: «Mi cuñado se niega a suscitar en Israel el nombre de su hermano; no quiere cumplir su obligación de cuñado, tomándome por mujer.» Los ancianos de la ciudad le harán venir y le hablarán.

Si persiste en la negativa, su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará del pie un zapato y le escupirá en la cara, diciendo: «Esto se hace con el hombre que no sostiene a la casa de su hermano.» Y su caía será llamada en Israel la casa del descalzado. Este matrimonio, que es obligatorio, se denomina
yibbum;
es decir, de levirato (de levir: cuñado). Cuando la cuñada quedaba con sucesión, este matrimonio estaba prohibido. A partir de la llamada «ceremonia del zapato», la cuñada quedaba libre para contraer matrimonio con cualquiera.

Con el paso de los siglos, esta norma fue perdiéndose y en tiempos de Jesús apenas si era practicada, encerrando, en el mejor de los casos, un carácter puramente simbólico o de trámite legal. (N. del m.) 125

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El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les dijo:

-Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente de Dios. Sabéis que los hijos de este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero no parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos venideros a través de la resurrección de los justos, ni se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan la resurrección de entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre, Moisés, comprendió esto. Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el Dios de los muertos, sino de los vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra existencia mortal.

Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión, mientras sus seculares enemigos, los fariseos, llegaban a exclamar a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has contestado bien a estos incrédulos.»

Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos mentales de aquel gigante. Jesús conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como válidos los cinco textos llamados los
Libros de Moisés.
Y recurrió precisamente a Moisés en su respuesta, desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del Nazareno, cuando aludió con voz rotunda « a los que experimentan la resurrección de entre los muertos». Los «santos» o «separados» -como se les llamaba popularmente a los fariseos-creían que, en la resurrección, los cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus afirmaciones, no se refirió a este tipo de resurrección...

El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio una nueva pregunta. La verdad es que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo grupo de fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo al gentío:

-Maestro -le dijo-, soy abogado y me gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor mandamiento.

Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión -y elevando aún más su potente voz-, el gigante repuso:

-No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es como este primero. En realidad, sale directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.

Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a alabar abiertamente al rabí:

-Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras él. Amarle con todo el corazón, entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es el primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de ser tenido mucho más en cuenta que todas las ofrendas y sacrificios que se queman.

Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de los fariseos:

-Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de Dios...

Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el campamento situado en el huerto de Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser bautizado.

Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de escribas, saduceos y fariseos, que comenzaron a retirarse disimuladamente.

Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los venenosos sacerdotes desaparecieran, les lanzó esta interrogante:

-Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros una:

¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es hijo?

Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría aquella zona de la explanada.

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Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía la Ley, respondió:

-El Mesías es el hijo de David.

Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica sobre si él era o no hijo de David -incluso entre sus propios seguidores- y remachó:

-Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor,

¿cómo puede ser su hijo?

Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a responder.

Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta del muro sur del Templo.

Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres, se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies, soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios sacerdotes.

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