Burlando a la parca (14 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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—Chishh. Pietro se ocupará de ti.

Volviéndose hacia mí, formó una «V» con los dedos y metió la lengua entre ellos. Luego Skinflick y ella siguieron subiendo la escalera con gran estrépito y se perdieron de vista, aunque todavía distinguíamos su linterna ascendiendo por la curva del muro.

—Me cago en la leche —dijo Lisa.

—Podemos quedarnos aquí, si quieres —le sugerí.

—Sí, vale. —Volvió la vista hacia el corredor, sumido ahora en la penumbra. Se apartó de la cara el sedoso y lacio pelo y añadió—: ¿Pasas tú primero?

—Claro.

Empecé a subir la escalera.

Pronto se hizo una completa oscuridad, y cuando aflojé el paso Lisa se acercó a mí y me pasó el brazo por la cintura. Tenía unos brazos macizos. Pero justo cuando empezaba a excitarme, el pie se me quedó en el aire y comprendí que habíamos llegado al final de la escalera.


¡Denise!
—susurró Lisa.

—Por aquí —contestó la aludida con voz gutural, resonante. Lisa y yo seguimos el eco por un pasillo de techo bajo en forma de arco, procurando no darnos en la cabeza, y de pronto hubo luz otra vez, aunque Skinflick había apagado la linterna. Porque la estancia en donde nos encontrábamos tenía claraboyas en lo alto.

«Estancia» quizá no sea la palabra apropiada, pero fuera lo que fuese, era enorme y hexagonal, y la pasarela de rejilla metálica por donde pisábamos la recorría en toda su extensión como un balcón, dejando un espacio abierto en el centro de unos diez metros de ancho.

A metro y medio de la pasarela, no sólo en el centro sino también por debajo de la rejilla del piso, había agua. Agua que relucía por donde le llegaba la luz de las claraboyas, pero completamente negra por los demás sitios.

Estábamos sobre una cisterna gigantesca.

Todo el puto edificio era un depósito de agua.

Skinflick y Denise estaban inclinados sobre la barandilla, él detrás de ella, rodeándola con los brazos.

—¿Qué te parece? —me dijo.

—¿Qué es este sitio? —le pregunté. Todo resonaba como en una iglesia.

—El tanque de los tiburones.

—¿El que tiene dentro el cofre del
Andrea Doria
?

—Sí, pero ya hace años que lo sacaron.

Me quedé pasmado. Había visto el tanque de los tiburones desde abajo, a través del cristal, una buena docena de veces, aunque no había vuelto desde que era niño. Pero el Aquarium me había dado entonces la impresión de un único espacio cubierto de proporciones gigantescas. Y ahora comprendí que aquello era una ilusión, causada por los corredores en forma de túneles que discurrían entre los diversos depósitos.

El tanque más grande era el que ahora teníamos bajo los pies. Lo recordaba como una vorágine de gigantescos animales de pesadilla girando frente al cristal con ojos muertos, sin necesidad manifiesta de darse impulso. En medio del tanque, sobre la arena, se veía el cofre del tesoro del
Andrea Doria
.

—¿Qué ha pasado con el cofre del
Andrea Doria
? —pregunté.

—Unos gilipollas lo abrieron en directo en la tele nacional. Antes de que hubiera cable.

—No jodas. ¿Qué había dentro?

—¿Qué quieres que hubiera? Lo tuvieron en el fondo del tanque de los tiburones durante toda nuestra infancia. Estaba lleno de barro.

Lisa carraspeó y dijo:

—¿Hay ahora tiburones ahí dentro?

—Es el tanque de los tiburones, Lisa —le recordó Denise.

Skinflick volvió a encender la Maglite y la enchufó hacia abajo. La luz de la linterna se reflejó en la superficie, volviendo en buena parte hacia nosotros.

—¿No podemos encender las luces? —sugerí. Enganchados a unas vigas de soporte había pesados focos justo por debajo de las claraboyas.

Skinflick dirigió hacia ellos la luz de la linterna, que apagó enseguida.

—No creo. Tienen un temporizador.

Lisa bajó la vista hacia el piso.

—¿Es resistente esta cosa? —preguntó.

Skinflick dio un salto y cayó pesadamente con los pies, haciendo vibrar y resonar la rejilla.

—Parece sólida —afirmó.

—Gracias, Adam —repuso Lisa—. Ahora voy a vomitar.

—Esto se pone bien —observó Skinflick. Avanzó por el saliente, pasando por un armario metálico abierto que contenía unos amontonados trajes de neopreno y un par de botellas de inmersión. Llegó a una sección de la pasarela que no tenía barandilla, sólo una cuerda amarilla de nailon. Desenganchó un extremo.

—¿Qué estás haciendo, Adam? —le preguntó Denise.

Di un paso atrás. Fue algo instintivo: no se podía mirar a aquella sección de la pasarela sin que viniera a la cabeza la idea de caerse.

—Estoy bajando la rampa —explicó Skinflick.

La rampa estaba plegada hacia arriba sobre la pasarela. Skinflick la soltó, dejándola caer sobre el agua.

El estruendoso sonido metálico que la rampa hizo al quedar en su posición —no en sentido horizontal, sino apuntando hacia el agua, en un ángulo de cuarenta y cinco grados— duró una eternidad, y pareció que la vibrante pasarela iba a arrojarnos al depósito.

—Mirad, hay trajes de neopreno —indicó Skinflick—. ¿A quién le apetece un baño?

Nadie abrió la boca.

—¿No? —prosiguió—. Bueno, voy a meter el pie.

Y dio efectivamente un paso hacia la rampa.

—¡No lo hagas, Adam! —gritó Denise.

—Déjate de bromas —dijo Lisa.

—Skinflick —intervine yo—. Quítate ahora mismo de ahí, joder.

Me estaba preparando para cogerlo, pero el solo hecho de acercarse a la parte sin barandilla daba pánico.

Skinflick se agachó, puso el culo en la rampa y empezó a deslizarse hacia abajo.

—Que alguien me coja de la mano —pidió—. Esto da mucho miedo.

—De eso, nada —dije.

—Yo lo haré —se ofreció Denise. Se tumbó junto al arranque de la rampa, y alargó el brazo hacia Skinflick. Luego tuvo que mirar a otro lado. Cogido a ella, él empezó a bajar el pie por el borde de la rampa.

—No lo hagas, Skinflick —insistí.

Emitió un gruñido. Había sus buenos veinticinco centímetros de espacio entre el final de la rampa y la superficie del tanque, de manera que para meter el pie en el agua mientras seguía cogido de la mano de Denise tenía que estirarse lo más posible.

Dio una patadita con la punta del zapato en el agua, y volvió a poner el pie en la rampa.

—¿Lo veis? No es nada del otro mundo.

Casi al momento hubo una explosión en el agua justo por donde había metido el pie, y luego otra. En unos segundos, la superficie del tanque se convirtió en un hervidero de enormes y viscosos cuerpos. Parecían serpientes gigantescas enroscándose dentro de un cubo.

—¡Ay, coño! ¡Joder! ¡La hostia! —exclamó Skinflick, gateando apresuradamente por la rampa hasta la misma pared, en donde abrazó fuertemente a Denise.

Ahora, con el agua agitándose y haciendo olas, se veían tiburones por todas partes. Uno de ellos se dio la vuelta y sacó a la superficie una aleta, húmeda y reluciente bajo la luz de los cristales del techo.

Finalmente se aquietó el agua, y los tiburones desaparecieron.

Skinflick se echó a reír.

—Me cago en la leche puta —dijo—. No he pasado más miedo en la vida.

Denise le dio un puñetazo en el pecho, y él volvió a abrazarla y la besó.

El corazón me latía con fuerza, y me di cuenta de que Lisa y yo también estábamos abrazados.

Skinflick deslizó las manos por la espalda de Denise.

—Venga —nos dijo a Lisa y a mí—. ¿Qué lado preferís vosotros?

—Ah, ¿es que ahora tenemos que
follar
? —inquirió Lisa.

—Es una despedida de soltera. Así que, bueno.

—Hay que joderse.

—No tiene por qué ser algo romántico —observó Skinflick—. Sino primitivo, más bien. Y lo es. ¿Verdad, Denise?

—Pues claro, coño.

—Bueno, ¿qué lado queréis? —insistió él.

—Denise… —empezó a decir Lisa.

Denise la miró y gritó:

—¡Elige sitio, joder!

Así que lo eligió. Dentro del armario, entre los trajes de buceo.

Allí había espacio para sentarse, abrazar a la pareja y, en su caso, echar un polvo, sin tener que mirar por la rejilla y ver el agua. Aunque se siguiera oliendo.

¿Qué joven o inmaduro hay que ser, qué loco se debe estar para ponerse a follar en un sitio que parece suspendido sobre el ojo mismo de Satanás?

No puedo justificarlo. Lo único que cabe señalar es que veinticuatro horas después conocí a Magdalena, y mi vida cambió por completo.

11

En el mostrador de enfermeras, frente a la habitación del Tío del Culo y Mosby, se me acerca un chico con pijama de «voluntario». Es un estudiante del barrio que cree que después de dos cursos preparatorios irá a la facultad de medicina para hacerse neurocirujano. Quiere llegar a ser ese abuelo que a fuerza de pasarse la vida trabajando establece la fortuna familiar. Y quizá lo consiga.

Sé todo eso porque una vez le pregunté por qué llevaba un peinado afro recortado en forma de cerebro.

—Hola, doctor Brown.

—No tengo tiempo —le advierto.

—No importa, sólo quería decirle que he bajado a ese paciente a UR.

UR significa unidad de rehabilitación. Me detengo.

—¿Qué paciente?

El chico echa un vistazo a su tablilla.

—Mosby.

—¿Quién te ha dicho que lleves a Mosby a UR?

—Usted. Estaba en las órdenes.

—¿Órdenes? Joder. ¿Cómo lo has llevado hasta allí?

—En silla de ruedas.

¡La leche!

Me vuelvo hacia el mostrador de enfermeras.

—¿Ha llevado alguien a Mosby su gráfica, y luego la ha traído y la ha puesto en la bandeja de las órdenes?

Las cuatro personas que trabajan allí eluden mi mirada, como hacen siempre que algo va mal. Es como una escena de esos documentales de naturaleza.

—¿Lo has dejado dentro de la unidad? —pregunto al muchacho.

—No. Me dijeron que lo dejara en la sala de espera mientras miraban a ver qué hora tenía.

—Vale. ¿Quieres venir a dar una vuelta?

—¡Sí!

Me vuelvo hacia mis estudiantes, que salen ahora de la habitación de Mosby y el Tío del Culo.

—Bueno, chicos —les digo—. Si preguntan dónde está Mosby, decidle que en Radiología. Si añaden que ya han mirado allí, decid que queríais decir UR. Entretanto, robadme unos antibióticos cuando el laboratorio informe de esa mierda que me he inyectado. Quiero una cefalosporina de tercera generación, un macrólido y una fluoroquinolona. Y también algunos antivíricos…
[33]
, de todo lo que podáis echar mano. Pensad en alguna combinación que no llegue a matarme. Si no podéis, traedme lo que he recetado al Tío del Culo, pero doblad la dosis. ¿Entendido?

—Sí, señor —dice él.

—Bien. No alucinéis.

Me vuelvo hacia el chico con el cerebro afro y le digo:

—Ven conmigo.

En el ascensor le pregunto otra vez cómo se llama.

—Mershawn —me contesta. No le pido que me lo deletree.

Le he hecho ponerse el abrigo. Yo llevo una bata de laboratorio que lleva bordado en la pechera «Doctora Lottie Luise». No sé quién es la tal Lottie Luise, pero deja la bata muy a mano. O la dejaba.

—Mershawn, nunca te hagas un
piercing
en la lengua —le aconsejo mientras llegamos a la planta baja.

—Eso es una
mierda
, coño —me contesta.

Nieva frente al hospital, es aguanieve y todo está hecho un asco. La visibilidad, como suele decirse, es escasa.

No sé lo que esperaba —bueno, pues huellas de silla de ruedas entre la nieve fangosa, ahora que lo pienso—, pero han echado sal en la acera, por donde pasan treinta personas cada minuto. Además hay un enorme letrero metálico que se extiende a lo largo de cincuenta metros sobre la fachada principal. La acera es un charco de agua negra.

—¿Por dónde habrá ido? —pregunto. Pensando:
En caso de que haya salido efectivamente por aquí, porque por lo menos hay una entrada en cada fachada del edificio
.

—Por ahí —indica Mershawn.

—¿Por qué?

—Es cuesta abajo.

—Ah. Me alegro de haberte traído.

A la vuelta de la esquina, la calle lateral desciende hacia el río de forma más pronunciada que la avenida en que nos encontramos ahora. Mershawn la señala con la cabeza, de modo que empezamos a bajar por ahí.

A un par de manzanas, hay un tramo de ocho metros con nieve medio derretida en donde puede haber dejado rastro. Lo sabemos al ver que está plagado de huellas que parecen de silla de ruedas. Las rodadas tuercen hacia una puerta metálica llena de pintadas en un edificio de ventanas cerradas con tablas, pero mueren justo antes de llegar a ella.

Voy y llamo a la puerta con el puño. Mershawn observa con recelo el edificio.

—¿Qué es este sitio? —pregunta.

—El Pole Vault.

—¿Qué es eso?

—¿Lo preguntas en serio?

Se me queda mirando.

—Es un bar de homosexuales —le informo.

Abre la puerta un negro fornido, de unos cincuenta años y pelo entrecano. Lleva bifocales y una áspera camisa de franela.

—¿Queréis algo? —dice, inclinado la cabeza hacia atrás para mirarnos.

—Estamos buscando a un negro entrado en años que va en silla de ruedas —le explico.

Por un momento, el hombre se queda allí parado, silbando una melodía que no reconozco. Luego pregunta:

—¿Por qué?

—Porque no nos han regalado uno en Navidad —replica Mershawn—, y en los almacenes Negros Viejos en Silla de Ruedas los han vendido todos.

—Es paciente del hospital, y se ha escapado —digo yo.

—¿Enfermedad mental?

—No. Tiene gangrena en los pies. Aunque no está en su sano juicio.

El hombre se queda pensando un momento. Silbando otra vez.

—No sé por qué, pero me parece, pedazo de idiotas, que tenéis buenas intenciones —dice al fin—. Se fue por ahí abajo, hacia el parque.

—¿A qué ha venido aquí? —le pregunto.

—A pedir una manta.

—¿Se la ha dado?

—Le di una chaqueta que se había dejado un cliente. Se la puse sobre los hombros.

Mira alrededor y, con un súbito escalofrío, interrumpe una nueva serenata de silbidos.

—¿Eso es todo?

—Sí —le digo—. Pero le debo una. Tiene que venir a que le veamos el enfisema.

Con los ojos entornados, mira desdeñosamente la pechera de mi bata blanca, con el monograma de «Doctora Lottie Luise».

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