Burlando a la parca (13 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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Skinflick, entretanto, continuó dando la lata y gimiendo por Denise durante el resto del verano; incluso, lo que tenía su encanto, cuando salíamos con otras chicas.

También siguió sin hacer progresos en atletismo. Su padre no dejaba de instarme a que le enseñara a pelear, pero a Skinflick, por naturaleza, se le daban muy mal los deportes de combate. Intentaba protegerse la cara y el estómago girando el torso, dejándose así al descubierto la espina dorsal, los riñones y la nuca. Tenía buenos reflejos, pero sin autodisciplina sólo le valían para retroceder.

Para entonces, ya habíamos cambiado de opinión sobre continuar en la escuela, y nos matriculamos en la Universidad Northern Community de New Jersey. Vivíamos juntos en un piso de Bergen County. Los dos nos seguíamos riendo de lo patoso que era él, aunque yo seguía respetándolo por otros motivos.

Vi a Denise en otras tres ocasiones. Una vez, en el vestíbulo de un hotel del centro de Manhattan antes de que Skinflick y ella subieran a echar un polvo. No recuerdo en qué año fue. Las otras dos, en agosto de 1999, el día de su boda y la noche anterior.

Eso fue cuatro años y medio después de mi viaje a Polonia. Entretanto, tras acabar mis dos años de diplomatura en la Northern Community (que Skinflick había abandonado al final del primer curso), lo ayudé a llevar una «Casa discográfica» (financiada por David Locano) a la ruina (se llamaba «Antecedentes Penales»: con suerte llega a tenerse de todo), y luego fui a trabajar de pasante con él al gabinete jurídico de su padre, formado por cuatro socios, del cual fuimos posteriormente expulsados con el voto de los otros tres socios, al parecer por no hacer nada aparte de gastar demasiado invitando a los clientes. Bastante justo.

En aquella época David Locano seguía repitiéndonos que no quería que Skinflick entrara en la mafia. Lo que quizá era incluso cierto, en la medida en que todo padre pueda querer que su hijo sea superior o diferente a él. Pero con el fin de ilustrarnos sobre lo que era la vida, y como castigo por que nos hubieran echado del gabinete, nos mandó a trabajar a Brooklyn, a unas instalaciones de donde salían los camiones de basura. Y es difícil no considerarlo como una Pésima Decisión.

En primer lugar, porque no era ningún castigo. Monótono y aburrido, pero fácil. Te dejaba mucho tiempo libre. Y resultaba imposible que te despidieran, porque nos pagaban sólo por estar relacionados con David Locano.

Además, algunos de aquellos delincuentes, sobre todo los nostálgicos, eran interesantes. Hombres hechos y derechos, con nombres como Sally Melones o Joey Piante
[31]
, que se encogían de miedo ante unos mamones de pelo ahuecado que pasaban
doos, trees veces por semana
a recoger la mitad de la recaudación. Algunos de esos cabrones también tenían su interés.

Recuerdo a Kurt Limme, que era unos diez años mayor que nosotros. No podía negarse que era atractivo, e iba bien vestido de verdad, nada hortera. Podía pasar por un tío tuyo de Manhattan que se estaba forrando como agente de bolsa y se acostaba con un montón de mujeres. En realidad, pesaba sobre él una serie de acusaciones por ciertas tramas de extorsión relacionadas con la instalación de torres de telecomunicaciones para teléfonos móviles, pero hasta eso parecía relativamente prestigioso.

Skinflick se obsesionó con él, lo consideraba tan elegante, cínico y despreocupado —aunque no muy listo— como él mismo. Y además había
entrado
. Limme, por su parte, al ser el miembro sobresaliente de una familia que tradicionalmente pertenecía a los escalones inferiores de la mafia, apreciaba la adoración que el hijo de David Locano sentía por él.

Limme empezó a llevarse a Skinflick de acompañante en sus interminables quehaceres por la ciudad, aunque a mí me parecía que principalmente iba de tiendas. Yo sabía que debía impedir que Skinflick saliera con él tan a menudo, porque entre otras cosas le daba mucho a la cocaína cuando estaba con Limme, pero había empezado a hacer trabajos con cierta frecuencia para David Locano, y me alegraba de que Skinflick tuviera a alguien con quien entretenerse en mi ausencia.

En lo que se refiere a los trabajos en sí, no voy a decir nada. No puedo.

Diré
que
si
efectivamente he matado a una buena docena de personas —objetivos que ahora no estoy en condiciones de mencionar, porque el fiscal del distrito no sabía nada sobre ellos y en consecuencia no se incluyeron en el acuerdo de inmunidad—, debió de ser por entonces. No digo que lo hiciera. Sólo digo
si
.

Además,
si
maté a esa gente —siempre el puñetero
si
—, antes tuve que haberme asegurado de que todos y cada uno de ellos eran unos auténticos y verdaderos hijos de puta. Individuos que, de saber que andaban sueltos por ahí, te habrían dado ganas de meter a tu familia en la cámara acorazada del banco. David Locano sabía muy bien que no podía encargarme otra cosa.

Y —por último— tales trabajos se habrían llevado a cabo a la perfección. Ni casquillos de bala, ni indicios, ni fisuras en la coartada. Ni cadáveres, siquiera, en la mayoría de los casos. De modo que ni lo intenten.

Pero dejémoslo.

Seguíamos trabajando en el transporte de basura, al menos sobre el papel, cuando Skinflick se enteró de que Denise se iba a casar.

Elisabeth KüblerRoss afirmó en cierto momento que nuestra comprensión de la muerte pasa por cinco etapas distintas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación
[32]
. Cuando Skinflick recibió la noticia sobre Denise, se volvió directamente huraño e irritable, y luego empezó a perder peso y a pasar mucho tiempo solo.

Con la vida que llevábamos, entre las chicas, las drogas, Kurt Limme y el hecho de que los dos vivíamos en sitios distintos (yo seguía teniendo la casa de mis abuelos, y él la de sus padres), no nos veíamos mucho de todos modos, aun cuando conservábamos nuestro piso de dos habitaciones en Demarest. Pero la semana antes de la boda de Denise, Skinflick no se presentó ni una vez al trabajo, y tampoco me encontré con él en ninguna parte. Y la noche antes de la boda me llamó Kurt Limme.

—Pietro, ¿has visto a Skinflick? —me preguntó.

—No. Esta semana no ha venido a trabajar.

—Lo vi hace unos tres días.

Daba la casualidad de que yo había almorzado con David Locano el día anterior, porque él estaba preocupado por la influencia que Limme ejercía sobre Skinflick, de modo que yo estaba al tanto de que él tampoco había visto a su hijo últimamente.

—Estará con alguna chica, lo más seguro —aventuré.

—Con Denise casándose, no creo —afirmó Limme.

—Buena observación.

—Estoy preocupado por él, Pietro.

—¿Por qué? —quise saber—. ¿Cuánta coca tenía encima?

—Yo no consumo cocaína ni conozco a nadie que lo haga.

—Tranquilo. Sólo quiero saber si está metido en algún lío.

Hubo una pausa.

—Sí, podría estarlo —dijo Limme.

—De acuerdo. Si me entero de algo, te llamaré.

—Gracias, Pietro.

—Vale.

Veinte minutos después sonó el teléfono. Me imaginé que sería Limme otra vez, pero era Skinflick.

—¿Dónde estás? —dijo, arrastrando las palabras.

—En casa. Estás llamando tú.

—Sí, he estado llamando a todos los números. Ponte guapo. Voy en una limusina. Te traigo una chica.

Miré el reloj. Sólo eran las nueve, pero fuera lo que fuese, no pintaba nada bien.

—No sé —contesté—. ¿Oye?

Había colgado.

El interior de la limusina era como un club nocturno iluminado con linternas de bolsillo, y cuando subí tardé un momento en habituarme a la penumbra. En el mullido y amplio asiento trasero iban Skinflick —reluciente y pálido salvo en el cerco de los ojos— y Denise. A mi lado, frente a ellos, venía una chica rubia de buena apariencia, cuello ancho y hombros extrañamente musculosos, que llevaba al descubierto. Luego me enteré de que había participado en campeonatos universitarios de natación, y que había terminado los estudios tres meses antes.

Skinflick llevaba un esmoquin con la camisa abierta. Denise, un vestido de cóctel. El de la rubia era más increíble: tafetán verde.

—Coño —dije, inclinándome para dar un beso a Denise cuando el coche se ponía en marcha—. No sabía que íbamos a un baile de fin de curso.

—Vas bastante bien, cariño —me dijo Denise—. Ésta es Lisa.

—Hola, Lisa.

Lisa me besó en la mejilla, echándome un aliento cálido, impregnado de alcohol y diciéndome que había oído hablar mucho de mí.

—Ah, tú también —mentí.

—Lisa es la madrina —explicó Skinflick.

—No jodas.

Skinflick pulsó el interfono.

—Georgie…, ¿sabes adónde vamos?

—Sí, señor Locano.

—¿Adónde vamos? —pregunté cuando arrancamos.

—Es una sorpresa —dijo Skinflick.

Miré a Lisa, que tenía «punto débil» escrito en toda su persona en lo que se refería a sonsacar información, pero simplemente me miró, se encogió de hombros y luego se inclinó hacia Denise, que le ofrecía una cucharita de coca. Fue un momento extraño.

La limusina torció en dirección norte en el primer cruce, de manera que el túnel del centro de Manhattan quedaba descartado. Denise sacó de una bolsita un poco de coca para mí mientras Skinflick terminaba de liar un porro pasando la lengua por el borde del papel.

—Dejadme tomar una copa primero —dije.

Cuando llegamos a Coney Island yo estaba completamente borracho y colocado, y los demás andaban peor. Skinflick hablaba de las cucharitas de coca. Quién las fabricaba, y si venían como parte integrante de una cubertería enana. El conductor, Georgie —un tío que yo conocía, con cola de caballo y uniforme de chófer al completo—, aparcó en el mismo sitio que yo cuando maté a los rusos en 1993. Una vez que nos ayudó a salir, se metió de nuevo en el coche, a esperar.

Dije a Skinflick que no quería ir a la Pequeña Odessa.

—No vamos allí —me aseguró. Cogió del brazo a Denise y cruzó el paseo marítimo, hacia el océano.

El paseo marítimo entarimado de Coney puede que sea de los más anchos del mundo. Cuando se está tan perdidamente colocado como estábamos nosotros, resulta interminable. Y eso yendo por arriba. Cuando bajamos a la playa por las escaleras, y las chicas se quitaron los zapatos de tacón, Skinflick se sacó una pequeña Maglite del bolsillo de los pantalones y anunció que íbamos a volver sobre nuestros pasos, pero
por debajo
del paseo.

Como en la puñetera canción de la Motown.

—Ni hablar, coño —dijo Denise—. Me puedo cortar en los pies. Y mañana me caso.

—No te preocupes —repuso Skinflick—. Si él no te acepta, lo haré yo.

—Puedo pisar una aguja de crack.

—Valdrá la pena.

—Para ti, puede.

—Procura poner el pie por donde yo piso.

Skinflick echó a andar sin mirar atrás, y Denise lo siguió. De no haberlo hecho, se habría quedado sin el auxilio de su linterna. Lisa fue detrás de ella, conmigo cerrando la marcha.

Allá abajo, a cada momento surgía algo desagradable. En cierto modo, la canción de la Motown no menciona a los vagabundos casi invisibles, ni la rapidez con que, arrastrando los pies, se apartan de los visitantes como si se asustaran de algo que sólo ellos ven.

Sin embargo, a pesar de la oscuridad y las sombras en movimiento, e incluso de todos aquellos pilares, Skinflick nos condujo enseguida a la otra parte. Era como si conociese el camino. Entonces pensé que estaba tan deprimido por la boda de Denise que le importaba una mierda lo que le pasara, a él y a todos los demás, pero cuando llegamos al fondo y nos encontramos frente a una cerca —con largas tiras de plástico entretejidas en sentido vertical— él ya sabía dónde había una juntura suelta. Mientras Denise y Lisa se quejaban de lo fría que estaba la arena, Skinflick empujó hacia dentro un trozo de alambrada y la mantuvo abierta. Denise pasó primero, y de pronto nos vimos de nuevo bajo el resplandor del cielo nocturno de Nueva York.

Pisábamos asfalto, por la parte de atrás de una especie de complejo que parecía un cruce entre instituto y central eléctrica. Una quebrada línea de cilíndricos edificios de cemento, de dos o tres plantas de altura, conectados entre sí a nivel del suelo por pasillos cubiertos. Sin ventanas, sólo tuberías surgiendo a través de los muros. Había un zumbido, y un extraño olor a podrido.

Y también, curiosamente, se veía un anfiteatro a lo lejos. Se distinguían las tribunas de aluminio, vistas desde abajo.

—¿Qué es eso, una planta de tratamiento de aguas residuales? —pregunté. Ni siquiera sabía en dónde nos encontrábamos en relación con el aparcamiento.

—Frío, frío —me contestó Skinflick. Se dirigió en línea recta hacia los edificios más grandes. Denise y Lisa aún se estaban poniendo los zapatos, y soltaron unos tacos mientras lo seguían dando saltitos.

Cuando nos pusimos a su altura, Skinflick estaba frente a una entrada que sobresalía del edificio. Y tenía
llave
.

Abrió la puerta, y salió una andanada de aire cálido como una exhalación. Olía a mar. Como a mar concentrado.

A la luz de la linterna de Skinflick, vimos un corredor que seguía la curva del muro exterior. Aquel lugar parecía un submarino por dentro: tubos metálicos recién pintados de azul y cemento húmedo, con un montón de instrumentos y dos extraños depósitos.

—Cerrad la puerta al entrar —nos dijo Skinflick mientras pasaba el umbral. El olor a mar era mucho más intenso que en la playa.

—Skinflick, ¿estamos en el Aquarium?

—Algo así —me contestó. Esperó a que cerrara la puerta.

—¿Algo así? ¿Qué quieres decir?

—Es una especie de puerta trasera.

Se acabó el corredor, y en su lugar surgió una escalera metálica pintada de amarillo que ascendía por la curva del muro hasta desaparecer en la oscuridad.

—Aquí dentro huele que
da asco
—observó Lisa.

—A mí me parece que huele a coño —opinó Denise. Ya se había metido en el rollo, asumiendo la enloquecida disposición de ánimo de Skinflick. Lo cogió de la mano y empezó a tirar de él escaleras arriba.

No olía a coño. Sino como a la entrada de una cueva en cuyo interior durmiera un gigante.

—Esto no me hace mucha gracia —manifestó Lisa.

Denise bajó la cabeza, la miró y se llevó un dedo a los labios.

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