Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Parece confuso.
—Así me llamo.
—Creí que era Squillante.
—Eso sólo es un apodo.
—¿
Squillante
? ¿Qué clase de apodo es
Squillante
?
—Viene de Jimmy Squillante.
—¿De ese cabrón de la industria de la basura?
—Del hombre que dio
nuevo impulso
a la industria de la basura. Y cuidado con lo que dices. Era amigo mío.
—Espera un momento. ¿Te llaman Squillante porque eras amigo de Jimmy Squillante?
—Sí, aunque su verdadero nombre era Vincent.
—
¿De qué cojones estás hablando?
Una vez conocí a una chica que se llamaba Barbara y no digo a la gente que me llame Babs.
—Haces bien.
—¿Y qué me dices de «Eddy Consol»?
—Ése es otro mote que tengo. Viene de «Consolidado». —Ríe entre dientes—. ¿Crees que alguien se puede llamar de verdad «Consolidado»?
Lo suelto.
—No, eso lo entiendo, gracias.
Se frota el pecho.
—Joder, Zarpa de Oso…
—No me llames así.
—Vale… —Se le va la voz—. Espera un momento. Si no sabías que era Squillante, ¿cómo me has encontrado?
—No te he encontrado.
—¿Qué quieres decir?
—Eres un paciente del hospital. Yo soy médico.
—Vas vestido de médico.
—No.
Soy
médico.
Nos quedamos mirándonos. Luego exclama:
—¡Vete a tomar por culo de aquí!
Me doy cuenta de que no le voy a hacer caso.
—No es nada del otro mundo.
—¡Qué chorrada! ¡Enhorabuena, chaval! —Sacude la cabeza—. Estos cabrones de judíos. ¿Qué pasa, que no dejan ser abogados a los sabelotodos?
—Nunca he sido un sabelotodo.
—Lo siento.
—No te he pedido que te disculpes.
—Ha sido un descuido. No he pretendido ofenderte.
Había olvidado que los mafiosos hablan de ese modo: como si estuvieran en una reunión estructurada y democrática a la que asistieran todos.
—No te preocupes —le digo—. La mitad de los tíos que me cargué por orden de David Locano eran sabelotodos.
Traga saliva, lo que no es fácil cuando se reciben líquidos por el brazo.
—¿Vas a matarme a
mí
, Zarpa de Oso?
—Todavía no lo sé.
Lanza una rápida mirada al gotero.
—Si te mato, no voy a meterte aire en el tubo del gotero —le garantizo.
Si una pequeña cantidad de aire en el tubo del gotero realmente matara a la gente, la mitad de los pacientes del Manhattan Catholic ya estarían muertos. En la vida real, la DL50 de aire —la dosis que sería letal en el cincuenta por ciento de los casos— es de dos centímetros cúbicos por cada kilogramo de peso. Para LoBrutto, o comoquiera que se llame, sería de unas diez jeringuillas
[12]
.
A lo mejor debería meterle un corcho en la garganta. Las maderas ligeras son invisibles a los rayos equis, y ningún patólogo del Manhattan Catholic va a tomarse la molestia de diseccionar la laringe de Squillante. Pero ¿dónde voy a encontrar un corcho?
—¡Deja de pensar en eso! —me dice.
—Tranquilo. Ahora mismo ni siquiera estoy seguro de que vaya a matarte.
Al cabo de un momento me doy cuenta de que es cierto, porque ya he resuelto cómo hacerlo si no hay otro remedio.
Sencillamente lo mandaré al diablo con potasio. Si lo hago con la suficiente lentitud, se le parará el corazón sin desbaratarle el EKG
[13]
, y después de que muera se le reventarán tantas células que el cuerpo entero se le inundará de potasio.
—Joder —dice—. De todos modos tengo cáncer, según me han dicho.
—Tienes cáncer —le confirmo.
—¿Qué quieres decir?
—Acabo de leer el resultado de tu biopsia.
—¡Por Dios! Cáncer ¿Es malo?
—No, es fantástico. Por eso lo está esperando todo el mundo.
Squillante, con lágrimas en los ojos, sacude la cabeza.
—Qué jodido sabiondo. Desde que eras un chaval. —Me coge la acreditación—. ¿Y cómo te llamas ahora, vamos a ver? ¿«Peter Brown»? —Exclama al leerlo, atónito—. ¿Como en la canción de los Beatles?
—Exacto —contesto, impresionado
[14]
.
—¿Te han cambiado el nombre de Pietro Brnwa a
Peter Brown
? ¿Es que nos toman por tontos?
—Creen que sois más estúpidos que el copón, por lo visto.
Los altavoces del techo emiten un aviso: «
Código Azul. Todo el personal médico disponible acuda a la 815 Sur.
» Lo repiten un par de veces.
Squillante comprende lo que ocurre.
—No diré nada, Zarpa de Oso. Te lo prometo.
—Si se te escapa, volveré y te mataré en el acto. ¿
Capichis
, capullo?
Asiente con la cabeza.
Al salir cojo el cable del teléfono y lo desenchufo de un tirón.
Acudo a la habitación del código. Al pasillo, en cualquier caso.
Los códigos le encantan a todo el mundo, porque hay que actuar como si estuvieras en la tele. Aunque no llegues a gritar «¡Fuera!» con las palas del desfibrilador, tendrás que apretar la bolsa de la máscara de oxígeno, o inyectar medicamentos que te dan las enfermeras directamente del carro de parada. Además, viene gente de todo el hospital —no sólo de medicina interna, para quienes es obligatorio—, de modo que es una gran oportunidad para tener trato social. Y si la persona que ha activado el código lo ha hecho porque el paciente se encuentra verdaderamente en estado crítico, incluso se podría salvar una vida, y justificar la horrible carrera que has elegido.
Sin embargo, ésta no es una de esas ocasiones, recuerdo en cuanto llego allí. Es una de esas veces que el paciente lleva horas muerto, y alguna enfermera letona intenta salvar el culo.
—¿Quién lleva el tiempo? —pregunto.
Una enfermera llamada Lainie se da la vuelta con un cronómetro y la lista de quienes deben estar allí.
—Ah, hola, doctor Brown —me dice, guiñando un ojo—. Ya le he apuntado.
—Gracias —contesto. Lainie está buena, pero tiene marido. Sí, vale, es un tío que parece que tenga doce años, lleva un jersey tan largo que podría pasar por un vestido de noche, pero mi menda no quiere líos.
Lo que
quiere
el menda es volver a la habitación de Squillante. Para matarlo, o si no, decidir lo que se debe hacer con él.
La elección no parece estar muy clara. Si lo dejo vivir y le dice a David Locano dónde estoy, me veo muerto o poniendo pies en polvorosa. Por otro lado, se supone que trabajo en un hospital para
compensar
mis crímenes.
O algo así.
—¿Señor? —dice una vocecita a mi espalda. Me doy la vuelta.
Mis estudiantes de medicina. Dos tacitas de miseria humana con dos breves batas blancas. Chico y chica, y tienen nombres. Eso es todo lo que recuerdo de ellos.
—Buenos días, señor.
—No me llaméis señor —contesto—. Me gano la vida trabajando. Mirad a ver si han llegado resultados de laboratorio.
Eso no hace sino confundirlos, pero él dice:
—Ya lo hemos hecho.
—Entonces quedaos aquí.
—Pero…
—Lo siento, chicos. Después os enseñaré algo
[15]
. Nos veremos en la reunión de las siete y media.
Naturalmente, tres metros más allá me suena el busca y es Akfal, que está en la Unidad de Cuidados Intensivos.
—¿Tienes un momento? —me dice cuando lo llamo por teléfono.
En vez de «No», le contesto:
—¿Es grave?
Lo que es una pregunta estúpida porque no me llamaría al busca si no lo fuese. Akfal no tiene tiempo para perderlo de esa manera.
—Necesito que me ayudes en una toracotomía.
La leche.
—Ahora mismo voy —le aseguro.
Me vuelvo a mis estudiantes.
—Cambio de planes, chicos —les anuncio—. El tío Akfal tiene una intervención quirúrgica para nosotros.
Al encaminarnos a la escalera de incendios, uno de los estudiantes hace un nervioso gesto con la cabeza hacia el código.
—¿No es una paciente nuestra, señor?
—Esa señora ya es paciente de Dios.
La toracotomía consiste en insertar un tubo afilado por la pared torácica. Se practica cuando la cantidad de sangre —de pus, aire o cualquier otra cosa— en el tórax empieza a presionar uno o ambos pulmones, dificultando la respiración del paciente. Hay que evitar los órganos vitales —pulmones, bazo, hígado— y la parte de abajo de las costillas, pues por ahí discurren venas, arterias y nervios. (Eso pueden observarlo en un costillar, incluso después de hacerlo a la parrilla. Luego no tienen más que comérselo.) Pero por lo demás introducir el tubo en el pecho es fácil, con tal de mantener quieto al paciente.
Lo que nunca se consigue. Ahí es donde entro yo. Aunque el hecho de admitirlo no me llene de alegría, la tarea médica que ejecuto casi a la perfección es la de inmovilizar a la gente. Mis estudiantes van a tener un raro atisbo de genialidad.
De manera que me llevo una sorpresa al llegar a la Unidad de Cuidados Intensivos y encontrarme con que el paciente está de costado, con los ojos abiertos y la lengua fuera. En realidad me inquieta que haya muerto mientras Akfal hablaba por teléfono conmigo, pero entonces le palpo la carótida y tiene buen pulso, aunque no da señales de enterarse de que lo estoy examinando.
—¿Estaba así antes? —pregunto.
Akfal está disponiendo una mesa para la intervención, utilizando equipo de Martin-Whiting Aldomed.
—Por lo visto siempre está así. ACV
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masivo hace seis años.
—Entonces, ¿para qué nos necesitas?
—El historial dice que de pronto puede hacer movimientos violentos.
Doy unos golpecitos en el globo ocular del tío. Sin reacción.
—Te están tomando el pelo. Este tío es una mala imitación de Barbie.
—Puede. —Abre un paquete de Dermagels en la sábana de papel azul que ha extendido sobre la mesa, y saca primero uno y luego otro, sin tocar la parte de dentro, hasta que se los pone y dice—: Listo.
Subo la cama con la manivela, y los estudiantes lo cogen cada uno de una pierna. Desato el camisón al paciente y se lo bajo hasta la cintura. El tío está fofo de la grasa acumulada en el coma.
Akfal le pasa una esponja con tintura de yodo por la parte inferior izquierda de la caja torácica, y luego coge el tubo. Sujeto al paciente por los brazos y la parte superior del pecho.
Akfal lo pincha. El tío grita y patalea con tal fuerza que despide a los estudiantes contra la pared. Uno de ellos derriba además una especie de monitor.
Pero el tubo ha entrado. Lo que puede ser cuestión para debate es en
qué
, porque el fluido que salpica por todos lados —además de en el pecho y la cara de Akfal antes de que pueda echar mano de una cuña para recogerlo— parece sangre de color vino oscuro. Al cabo de unos momentos empieza a salir despacio, con normalidad.
El paciente emite un suspiro y vuelve a relajarse en mis brazos.
—¿Estáis bien, chicos?
—Sí, señor —contestan ambos, con voz trémula.
—¿Akfal?
—Estupendamente. Ten cuidado: hay sangre en el suelo.
Más tarde, cuando los estudiantes y yo salimos de la UCI, nos para un individuo que parece una versión más joven y menos zombi del paciente.
—¿Cómo está mi padre? —pregunta.
—Va muy bien —le contesto.
En la escalera de incendios, subiendo otra vez a planta, pregunto:
—¿Qué lección hemos aprendido, chicos?
—NMR —contestan al unísono.
—Ya lo creo que sí.
La petición de No Me Resucitéis. El
dejadme morir por amor de Dios
.
Lo que, si los médicos se lo explicaran a los pacientes, y los pacientes lo suscribieran, podría salvar el sistema sanitario de Estados Unidos, que en la actualidad gasta el sesenta por ciento de sus fondos en gente que nunca más volverá a salir del hospital.
¿Y no creen que eso es hacerle el trabajo a la Parca? Avance informativo: llegados a ese punto, la Parca ya ha hecho su trabajo. «Muerte cerebral» no significa que el cerebro esté muerto, aunque así sea. Quiere decir que el cerebro está tan perdido que el
cuerpo
ha muerto efectivamente. Lo mismo daría que el corazón del paciente latiera dentro de una cuba.
Hablando de no hacerle el trabajo a la Parca, decido volver a la habitación de Squillante, seguro ahora de que haré todo lo posible para silenciarlo a base de meterle miedo antes de pensar siquiera en matarlo.
Prácticamente seguro, en cualquier caso. Envío a los chicos a la reunión de las rondas del asistente —asunto tan odioso que incluso en esas circunstancias me siento un tanto culpable— por lo que pueda pasar.
Pero, efectivamente, cuando llego me encuentro a Squillante hablando por un móvil.
—Termino en un momento —me dice, tapando el aparato—. ¿Crees que soy un puto dinosaurio, que no sé utilizar el teléfono móvil?
Luego alza un dedo y sigue hablando por teléfono.
—Jimmy —dice—. Te llamo luego. Acaba de venir Zarpa de Oso.
En el cine los sicarios siempre usan un calibre veintidós con silenciador, que abandonan en la escena del crimen. Yo entendía eso de dejar la pistola en el lugar de los hechos, dado que Michael tira la suya en
El padrino
, película de los años setenta que trata de los cincuenta y que los mafiosos han tomado como modelo de vida hasta el día de hoy
[17]
. Pero cuando me puse a pensarlo, utilizar una veintidós me pareció de idiotas.
Evidentemente, las balas más pequeñas tienden a ir más deprisa, y la velocidad es el elemento principal de la energía cinética, y por tanto de la onda expansiva que un proyectil bien colocado envía por los humores corporales hasta disolver las paredes que normalmente los mantiene separados. Pero la cantidad de energía cinética que realmente se traslada de una bala a un cuerpo resulta difícil de calcular, porque depende de la velocidad de rotación y del «impulso», que es lo que los físicos denominan cantidad de tiempo que dos objetos pasan efectivamente en contacto.
El mantenimiento del
impulso
, en cambio, es fácil de determinar. Por ejemplo, cuando un proyectil que pesa 230 granos (15 gramos, el peso de una bala del calibre 45, que mide 0,45 pulgadas de sección) va a la velocidad del sonido (despacio para una bala) y penetra en un cuerpo hasta detenerse por completo (lo que con una bala grande se consigue antes que con una pequeña), hace que 15 gramos del cuerpo se aceleren a la velocidad del sonido para compensarlo. Y si se trata de 150 gramos, la aceleración será de una décima parte de la velocidad del sonido, y así sucesivamente. Pensarlo resulta bastante menos traumático.