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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (3 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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«Esta noche se salvaron. Estamos muy apuradas».

Palermo

El horror en el Jardín

Esta leyenda urbana tiene como epicentro geográfico al Jardín Botánico.

Nadie sabe bien por qué este parque, diseñado por el paisajista francés Carlos Thays e inaugurado en 1898, cobijó y cobija infinidad de gatos.

Hay varias explicaciones: la más convincente es que, dado el nivel socioeconómico de la zona, hay una alta densidad de mascotas. Cuando algunas gatas quedan preñadas, los dueños no quieren las crías. Generalmente, las regalan pero otras veces terminan en el Jardín Botánico. Por lo tanto, este parque de 70.000 metros cuadrados y más de 5.500 especies arbustivas, arbóreas y herbáceas, está superpoblado de felinos.

La historia más usual cuenta que empleados municipales que realizaban tareas de mantenimiento fueron los responsables de una (o varias) matanzas de gatos que casi terminan con la población estable. Y que los fantasmas de estos animales asustarían a la gente del parque, inclusive que les llegarían a infligir rasguños y marcas de colmillos.

Fuimos directamente al grupo que más contacto tiene con los animalitos: las
gateras
o
gatófilas
, como algunos les dicen. Aunque ellas prefieren no darse nombres. Son, en general, mujeres de mediana edad, en su mayoría viudas, que vienen prácticamente todos los días a alimentarlos.

Accedimos al parque por la entrada de República Árabe Siria.

El grupo de mujeres estaba a escasos metros de las puertas.

—¿No han tenido inconvenientes con las autoridades, teniendo en cuenta que no son animales deseados en el Jardín? —preguntamos.

—Uff, muchas veces —nos contestó Rosa, una mujer de unos 60 años, de manos curtidas y palabras duras—. Pero nosotras siempre volvemos.

Decidimos adentramos en la leyenda.

—¿Matanzas? —contestó Nilda, una mujer mayor que Rosa, muy delgada y totalmente canosa—. Yo vengo desde hace mucho y siempre esos hijos de puta se la agarraron con los pobrecitos.

A esta altura se había congregado una cantidad importante de gatos alrededor de nosotros. Lo más curioso es que las mujeres los llamaban por sus diferentes nombres.

Vimos cómo Rosa sacaba de un changuito de los que se pliegan, un recipiente estilo
tupper
con carne picada y un envase de gaseosa lleno de leche.

En eso, hizo su aparición una mujer joven, Luchi.

—Hice una promesa y por eso estoy acá. Estos bichitos salvaron a mi familia y a mí de morir por un escape de gas. Yo tenía una gata que se llamaba Alexia. Un día se apagó la estufa y empezó a salir el gas. Todos dormíamos. La gata trató de despertamos pero ya estábamos mareados por el escape. Entonces, no sé cómo, se las arregló para abrir la puerta. Uno podría pensar que quería rajarse. No. Se puso en la puerta del vecino a maullar de tal manera que lo despertó. Al seguirla detectaron el olor y nos sacaron de ahí. Entonces me enteré de los gatos del Botánico y empecé a venir. Ahora lo hago porque me gusta, siempre me encuentro un ratito. Son como criaturas. Ya las criaturas, cuando hacen travesuras, a veces se las castiga. Pero acá se las castiga con maldad.

Llamó a un gato manchado. Como si supiera, el ejemplar acudió al llamado. Luchi nos mostró las diferentes heridas que tenía el felino. Una, claramente, hecha con un objeto cortante.

—Cuando están en celo, se dan de lo lindo —aclaró Rosa, totalmente cercada de gatos maullantes que se peleaban por la comida—, pero esa herida se la hizo alguien. Eso es seguro.

Creímos que ese era el momento oportuno para ir de lleno sobre los gatos fantasmas.

Se hizo un silencio increíble. Hasta los felinos, por un segundo, dejaron de maullar.

—Yo te puedo decir —afirmó Luchi—, que ellos como me ayudaron a mí, ayudan. Eso te puedo decir. No me preguntes más.

—¿Pero lastimar es ayudar?

—Les dije que no me pregunten más. ¿Soy clara?

Continuamos la recorrida dentro del Jardín propiamente dicho, buscando otros testimonios.

F
ELISA
M.: «Yo soy vecina y algo escuché de las matanzas, inclusive salió en el diario varias veces. Me parece una crueldad porque son animalitos limpios, realmente no molestan, pero sé que hay gente que nos los puede ver. Me acuerdo que me contaron de una persona que venía al Jardín y tallaba en los árboles el número 666 porque decía que con eso les sacaba el mal a los gatitos. Creo que a ese hombre lo metieron preso. Yo llegué a ver esos números en el árbol de corcho de la entrada de Malabia (República Árabe Siria). Ahora casi se borró, pero si se mira con atención algunas marcas quedan. ¿Gatos fantasmas? No creo en esas cosas. Igual, antes de hacerse de noche, me voy. Por los robos».

A
NTONIO
H.: «Son mejores que mis nietos. Por lo menos, los llamo y vienen. A mí me han rasguñado muchas veces, pero bueno, son animales. Si los jodés, se defienden. Me acuerdo que en una época venía un pibe medio bobito. Se ve que en la casa no lo soportaban y lo largaban acá. Este nene tenía la idea fija con los gatos y el agua. Se los llevaba cerca de la escuela (de Jardinería Cristóbal M. Hicken) en donde hay como un pequeño arroyito. Los metía en el agua y los estrujaba como un trapo. Así ahogó unos cuantos. Bueno, un día uno se le retobó y casi le saca un ojo».

Recorriendo el Jardín, llegamos a la pequeña biblioteca. Allí nos encontramos con un empleado de unos 50 años, de barba blanca y anteojos.

Para entrar en conversación le pedimos algún tipo de material sobre la historia del Botánico y nos ofreció un pobre folleto de dos páginas.

—¿Tendrá algunas fotos viejas de…?

—No —fue su respuesta tajante y siguió hojeando un libro que ya tenía cuando llegamos.

Había una persona más. Una mujer bastante joven y muy extraña; movía la cabeza casi permanentemente, lo que nos hacía recordar a esos muñequitos típicos de los taxis.

No dejaba de miramos con sus ojos grandes, unos ojos de un color extraño, un verdoso muy marcado, de reptil.

—Sólo libros de botánica —agregó el empleado y se levantó buscando algo.

Nosotros no nos movíamos. La mujer no se cansaba de observamos y su cuello, como de goma, se balanceaba constantemente.

Escuchamos algo que decía el empleado detrás de una estantería. Era una expresión en un idioma rarísimo. De inmediato, vimos pasar un gato delante de nosotros. El empleado se apresuró a explicamos, ante los gestos de asombro que exhibíamos, que al entrar habíamos dejado la puerta de metal abierta y el animal se había metido. Y si llegaba a orinar, el olor sería insoportable. Aprovechamos para preguntarle si sabía por qué había tantos gatos. Dio la explicación estándar: los tiran cuando tienen cría.

Le agradecimos. La mujer nos acompañó con la mirada hasta que desaparecimos de su campo visual.

Seguimos hasta el Invernadero o Invernáculo número 1. Famoso por sus dimensiones y su origen, fue traído de Francia a principios del siglo XX y es único en su tipo.

Nos detuvimos delante de él. Estaba cerrado. Es más, tenía aspecto de estar siempre así, cerrado. Justo frente al Invernadero se alzaba otro llamativo edificio de ladrillos: la Administración del Jardín. De estilo inglés es cariñosamente llamado
Castillo de Chocolate
por los viejos habitantes de Palermo.

Accedimos a sus oficinas.

Después de comentar que estábamos haciendo un trabajo sobre la historia del Jardín Botánico, un amable empleado nos hizo una rápida recorrida por las dos plantas. Hubo un cuarto que enseguida nos atrajo la atención. Era un ambiente pintado de otro color. Inclusive, la puerta era diferente, más chica que las otras. Preguntamos qué función cumplía.

—Bueno —dijo el calvo empleado municipal—, nosotros la utilizamos como archivo pero tengo entendido que hace mucho era un dormitorio de huéspedes o de los guardias.

Había un fuerte olor a humedad mezclado con otro como de azufre. El piso de madera estaba repleto de cajas.

—¿Qué hay en esas cajas? —interrogamos sin poder reprimir nuestra curiosidad.

—Qué no hay, querrán decir. Básicamente libros viejos, revistas, juegos.

Con el permiso del empleado, revolvimos varias y, efectivamente, encontramos muchos libros y publicaciones viejas, en su mayoría de botánica, pero también otras que eran inquietantes. Por ejemplo, volúmenes sobre espiritismo en encuadernaciones caseras, al igual que libros como
Dagón
y
La llamada del Cthulhu
, se destacaban claramente.

Antes de despedimos intentamos averiguar algún dato más sobre los habitantes del Parque.

—A mí particularmente no me molestan —aclaró el empleado—, pero los guardias se quejan de los maullidos a la noche. Acá tuvimos un guardia que se jubiló hace unos años que le tenía terror a los gatos, no los podía ver. Decía que eran malignos y que tenían algo contra él. Inclusive que se juntaban acá, frente al «1» (Invernáculo) y se lo quedaban mirando. Me acuerdo y me da risa. Tenía una cantidad enorme de estampitas, no sé de dónde las sacaba. Las noches de luna llena eran las peores. Me contaron que un día apareció todo rasguñado pero con una cara de felicidad como nunca.

Ese dato, aunque anecdótico, sustentaba las versiones de las matanzas, pero no la otra parte, es decir, la que afirmaba que el alma de los gatos asesinados venía a perturbar a sus victimarios. La información era insuficiente.

Costó mucho entrevistar a los guardias del Botánico.

Nadie quería hablar.

—Se intentó de todo con los gatos —declaró J
UAN
L., el único que accedió a nuestra petición— hasta vinieron a esterilizados. Pero los siguen tirando o algunas veces aparecen solos, nomás.

—Tenemos datos muy confiables de que esas matanzas existieron.

—Para empezar, yo no trabajo hace tanto tiempo en el Botánico, además, a mí me parece que los bichos se van muriendo, como todo.

Le mencionamos rápidamente el mito y pensó un largo rato. Nos comentó sobre un empleado de apellido Torres que podía saber algo al respecto y que trabajaba en la Escuela de Jardinería, la que está dentro del predio.

—Ahora si me permiten, tenemos que cerrar —dijo el guardia y extrajo un silbato de entre sus ropas y comenzó a alejarse de nosotros arrastrando una cojera que antes no habíamos notado.

Al día siguiente, nos dirigimos a la Escuela de Jardinería Cristóbal M. Hicken.

A pesar de su edad, este hombre de 24 años estaba totalmente canoso, inclusive las cejas. Algunas venas se le hacían visibles en los pómulos y tenía unos quistes debajo del mentón.

Nos sentamos en un par de sillas de madera, mientras que él optó por sentarse frente al sol. A simple vista era evidente que Torres estaba muy alterado, al borde del colapso.

—No quiero sombra, nada de sombra —aclaró—.
Ellos
son los dueños de las sombras.

Le pedimos que se calmara para poder hablar.

—Es que acá pasa algo muy malo, y alguien tiene que pararlo —dijo enfáticamente mientras su mano derecha temblaba visiblemente.

Enseguida nos referimos a las matanzas de gatos.

—Eso no es nada.

—Los gatos fantasmales entonces.

Se rio y notamos una extraña deformación de sus encías, como si hubieran crecido desmesuradamente.

—Si fueran unos fantasmitas, me cagaría de risa. Esto es algo peor, mucho peor y está pasando. Hay que hacer algo.

Le preguntamos si se lo había planteado al director del Jardín Botánico.

—Yo tengo tres pibes. No me puedo dar el lujo de que me echen. Además, ellos saben algo.

—¿Quiénes?

—Las autoridades. ¿Ven esta reja que está acá?, ¿la que rodea la Escuela? Antes no estaba. Dicen que se roban material, pero eso es mentira, es por lo que pasa. Se están haciendo fuertes, cada vez tienen más poder. Y los que dejan que vengan creen que pueden dominarlos. Por eso les pido, hagan algo. Ustedes me preguntaron por los gatos. Gracias a esos bichos, la cosa no se pone peor. No, no sé cómo se llaman, los nombres no son de este mundo. Ustedes deben conocer gente. Les suplico, hagan algo.

Así dio por terminada la entrevista. Dijo que era peligroso seguir hablando. Finalmente, cuando le dimos la mano, percibimos otra peculiaridad. Lo que al principio nos pareció un callo, terminó siendo una uña, una protuberancia gris en medio de la palma.

Como era previsible, quisimos entrevistar al director del Botánico pero las dos veces que lo intentamos o estaba en una reunión o simplemente no se encontraba.

Teníamos que reorganizar la investigación. Como en muchas leyendas, a medida que uno se adentra en ellas, las versiones tuercen la historia hacia diferentes lugares. ¿Adónde nos estaba llevando esta?

Había unos cuantos elementos que nos orientaban a alguien en especial: Howard Phillips Lovecraft, autor de
Dagón
y
La llamada del Cthulhu
, los dos libros que encontramos en las oficinas de la Administración del Parque. Sin embargo, era otro libro de su autoría el que nos interesaba.

Este extraño escritor ya de por sí es un caso especial dentro de la literatura del siglo XX. Personaje taciturno y esquivo, su fama se acrecentó después de su muerte. La mayoría de sus trabajos rescatan la figura de lo que él llama «Los Antiguos», seres malignos de antes que existiera el hombre y que están siempre al acecho para acceder a nuestro mundo. Basaba gran parte de su estructura en un libro escrito supuestamente por Abdul Alhazred —el árabe loco— en el siglo VIII en la ciudad de Damasco. Ese libro se llama
El Necronomicón
.

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