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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (17 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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Tampoco el nombre es algo aleatorio. En los ríos de Argentina y mucho tiempo atrás, se podían encontrar (inclusive en el mismo Riachuelo) unos extraños pececitos, llamados «viejas del agua». Estos animales tienen su cuerpo revestido de placas o escudos, son algo así como peces acorazados. Son limpiadores que se alimentan de musgo. Metafóricamente son peces que limpian impurezas y están preparados para resistir cualquier cosa con su armadura natural.

¿Nos encontrábamos, entonces, frente a un mito social? ¿Una simple imagen de resistencia del barrio ante todos sus contratiempos no sólo económicos sino naturales, como las crecidas del Riachuelo enfermo en las sudestadas?

En parte sí…

Después de caminar por casi todo el barrio, nos familiarizamos con la trágica historia de Ernestina Miranda, una mujer que junto a su esposo, poseía una pequeña empresa textil. En la década del noventa y con la apertura indiscriminada de la importación, no pudieron mantener los costos y la empresa se fundió. Al poco tiempo, el esposo de Ernestina falleció de un infarto y ella se quedó sin su cónyuge pero con deudas. Después de rematarse todo, inclusive su casa, quedó prácticamente en la calle.

Siguiendo su pista, llegamos a un lugar que se conoce como Barrio Ferroviario. Ubicado en Australia al 2700, se destaca del resto de las edificaciones por ser un apretado conjunto de 300 departamentos de tipo inglés construido para la gente que trabaja o trabajaba en los ferrocarriles.

Hablamos con M
ARÍA
B., ex vecina de Ernestina, que nos arrojó un poco de luz sobre su destino y esta fue la increíble revelación:

—La señora Ernestina era muy buena persona. Sufrió mucho esa señora. Ella me contaba cómo vivían antes. No era rica pero vivían bien. Yo siempre fui pobre, así que estoy acostumbrada, pero ella iba a la peluquería todas las semanas. Después de lo que le pasó, y con esa pensión de mierda que tenía, gracias que podía comer.

Le preguntamos si tenía algún familiar.

—Tenía dos hijos que nunca iban a visitarla. La pobre siempre hablaba de ellos, pero esos desagradecidos ni siquiera llamaban. Me acuerdo el día anterior a lo que pasó, que vino a mi casa como loca. «María», me dice, «si vienen mis hijos deciles que no estoy». «¿Por qué?», le pregunto. «¡Me quieren internar en un geriátrico!, ¡se quieren quedar con esta casita también!» «Tranquila, doña», le decía yo, «y tómese unos mates conmigo, si vienen esos guachos, los sacamos a patadas». Esa noche nos quedamos hasta bien tarde. Hasta jugamos al truco con mi cuñada. Al otro día me enteré. No lo podía creer.

Nos imaginamos qué podía ser pero le pedimos que nos contara.

—Parece que bien tempranito salió de la casa. Hasta se cruzó con don Tomás, un señor que es sereno en un garaje y que llegaba en ese momento. Lo saludó bien normal. Don Tomás la vio llevar un changuito que parecía pesarle mucho. Todavía le preguntó si iba a hacer las compras tan temprano y Ernestina le contestó algo que don Tomás no entendió.

María abrió una de las ventanas que daba a la calle y siguió:

—Agarró por Australia, después por Santa Magdalena, dobló en California y después Vieytes hasta el viejo puente Pueyrredón. Y se tiró de ahí. Pero nunca la encontraron. Nunca. Pero ella volvió.

Nos quedamos callados sin saber qué decir.

—Después que falleció, vinieron esos cuervos de los hijos a querer vender todo. Casi les prendemos fuego. Al final la casa la compraron como depósito de algo. Yo estaba con bronca y también muy enojada. Lloraba todo el día, hasta que una noche se me apareció la señora. Estaba muy cambiada, como si se hubiera metido en barro, con unas costras. Igual yo sabía que era ella. Estaba muy asustada pero ella me tranquilizó. «Quedate tranquila», me dijo, «yo voy a estar cada vez mejor. Así como me ves, estoy bien protegida. Todo lo malo lo voy a limpiar. Y te adelanto una cosa: tu casita va a valer más porque van a venir a ponerla muy linda. Vas a recibir ayuda, ya no se te va a llover el techo». Les juro por la virgencita de Luján que a los meses vinieron los gallegos y pusieron plata para arreglarlo todo.

Nos despedimos de María, no sin antes notar el cartel donde se mencionaba a la embajada de España como impulsora de las obras de recuperación del conjunto de departamentos que acusaban más de 110 años de existencia.

Debíamos, no obstante, seguir profundizando sobre la leyenda. Consultado sobre la posibilidad de que una persona no pueda ser encontrada en el río, el prefecto M
IGUEL
G. nos confirmó que no es imposible esa variante:

—Si el individuo se arroja con un peso y este a su vez está fuertemente sujeto, es probable que permanezca un tiempo ilimitado. Además, en el Riachuelo, tenemos el agravante de la gran cantidad de basura de un amplio espectro, como por ejemplo, partes de cascos de barcos semienterrados. Si el cuerpo queda enganchado ahí, puede que se interrumpa su ascenso. Por último, la visibilidad en este curso de agua es prácticamente nula, lo que dificulta aún más la búsqueda.

De inmediato, recordamos lo que nos había dicho María acerca de que Ernestina llevaba un changuito muy pesado. La historia cerraba muy bien. Pero lo que seguía iba a ser más sorprendente.

Al recorrer la calle California, en la que supuestamente se había refugiado Hassan, el Flautista, empezaron a aparecer, como por arte de magia, los testimonios que se nos habían negado.

T
ITO
O. (empleado de un salón de fiestas, en California al 1300): «Antes no hablábamos porque teníamos miedo. Ese chabón era como de la mafia. Te tocaba la flauta de prepo y si no le dabas plata, se te venía la malaria. Yo todavía no trabajaba acá, pero la dueña me contó que vino un par de veces y ella le tuvo que dar algo. No quería plata, quería oro. Dice ella que le dio un anillo de su abuela. Ahora que la vieja del agua lo limpió, no jode más».

H
UGO
S. (jefe de depósito de una distribuidora de libros en Montes de Oca al 1600) fue más cauteloso: «A mí me contaron que hace algunos años, y podrido de las ratas, un empresario se trajo a un viejo que tocaba la flauta en la calle Florida para que las espantara. Hasta se jugaron apuestas a ver si las sacaba o no. Este empresario les ganó a todos porque aquello resultó. Así el flautista limpió varias fábricas. La macana vino cuando esta persona quiso cobrar. La mayoría se hicieron los boludos. Dicen que muchos después quebraron. Desde entonces, por las dudas, ni se lo nombra. Ahora parece que se las tomó, al menos del barrio».

Lo que nos obliga a volver sobre el cuento del Flautista de Hamelin.

Después de terminar su tarea volvió al pueblo para cobrar su recompensa. Para su asombro, encontró las puertas de la ciudad cerradas. Golpeó varias veces y dijo: «Habitantes de Hamelin, déjenme entrar, soy yo, el flautista que los ha liberado». Pero el alcalde le agradeció y le dijo que podía irse. El flautista reclamó su recompensa. «¿Recompensa? Yo nunca te prometí nada», contestó el alcalde. El flautista enojado advirtió que si no cumplía su palabra, Hamelin, al final del día, se convertiría en la ciudad más triste del mundo. El alcalde socarronamente le preguntó cómo iba a hacer semejante cosa, ¿con su flautita tal vez?

El flautista entonó una extraña melodía que atrajo a todos los niños de Hamelin, menos a uno que no podía caminar rápido por tener muletas. Se llevó al resto a una montaña. Con un ademán suyo, la montaña se abrió revelando en su interior un mundo mágico de juguetes, dulces y felicidad eterna. Entonces todos los niños entraron y aquellas gigantescas rocas se cerraron tras ellos para no abrirse nunca jamás.

Como el flautista predijo, la ciudad se convirtió en la más triste del mundo.

Quizás algún día cuando los hombres sean puros como los niños y pierdan su avaricia la montaña se vuelva a abrir.

La moraleja del cuento nos vuelve a introducir en la arquitectura de nuestro mito, de neto carácter social. El barrio, desagradecido con este singular músico, primero se encandila a principios de los 90 pero cae en desgracia a partir de pasada la mitad de la década. Como en el relato, Barracas se puso silenciosa y triste. Sus fábricas cerraban y la pobreza se extendía. Se volvía a repetir el ciclo que venía de la época de la fiebre amarilla. Imprevisión, avaricia. Lo que rompería en este caso el ciclo sería el ascenso de otra leyenda que vendría a mitigar semejante castigo. Curiosamente, una víctima, Ernestina Miranda, o la popularmente llamada Vieja del Agua, devuelta por las contaminadas aguas del Riachuelo para cumplir esa misión reparadora.

Por eso dejamos para el final este «enfrentamiento» entre estos dos personajes míticos porque es digno de mención.

Este testimonio fue recogido en un clásico bar de California y Montes de Oca. Nada de lo que se dijo ahí fue refutado por los presentes. Muchos habían escuchado la historia y aseguran que es cierta y, además, muy reciente.

Demetrio (empleado municipal y cantante de tango de fin de semana. Mezcla lavada de Gardel y un timbre de voz lejanamente parecido al de Julio Sosa) se sentó en una de las sillas de madera y se quedó mirando la calle un largo rato como si el asfalto tuviera memoria y él pudiera leerla.

—Ese Hassan salió de acá nomás —nos dijo—, decían que estaba guardado en la fábrica abandonada de Noel, en esta (California) y Av. Patricios.

»Yo venía de hacerle el aguante a unos muchachos como invitado en el Viejo Almacén. Venía escamoteando un aguacero, se me ocurrió meterme por Santa Magdalena. No sé si sabrán, al menos las dos primeras cuadritas, la hacen la calle más angosta de Buenos Aires. Justo estaba por ahí. Enseguida me di cuenta de que no era el único.

»Hacía un tornillo que te la regalo. Encima las gotas de lluvia parecían escupidas de muerto de tan heladas. Igual, algo me decía que no me tenía que rajar. No me equivoqué: en medio de la lluvia estaban el Flautista con su ropas que brillaban con los relámpagos, y la vieja, más oscura que la noche. Hassan manejaba su instrumento como si fuera una espada, la música salía de la flauta con cada estocada, y aquellas notas parecían atravesar la lluvia y deshacer a esa montaña de barro que era la vieja. Y la señora pegaba unos gritos horribles que, les puedo asegurar, no eran de este mundo, porque no le venían de la garganta, era como que todo ese cuerpo turbio largara ese sonido que te hacía castañear la dentadura. La cosa habrá durado casi media hora. La vieja estaba deformada por los «tiros» de la flauta, pero igual se le acercaba al músico. Hasta que lo arrinconó contra una pared y lo empezó a cubrir de barro. Reconozco que yo le había dado bastante al tinto, pero esas cosas no te las hace inventar el alcohol. Eso lo quiero dejar bien clarito. Bueno, como decía, abrió la boca que le llegaba hasta el piso y simplemente se lo tragó. Lo último que se morfó fue la flauta. Después de eso, se perdió en la tormenta.

»Me contaron que ahora el alma de la vieja está en una mujer, una loquita que se pasea casi todos los días por Montes de Oca llevando un changuito de súper, vacío. Tiene unos treinta años y lleva siempre un moño en el mando, y dibujada sobre el moño, una flauta.

Nos aseguraron que Hassan, el Flautista, no volvió a aparecer, pero hay gente que no se confía. Muchos vecinos de Barracas llevan, en todo momento, unas monedas, por si acaso, no vaya a ser que aquella dulce melodía los sorprenda a la vuelta de la esquina.

La Boca

Piratas en el Riachuelo

El mito que investigábamos era simple y seductor: dicen que en cierta ocasión, hace mucho tiempo, pudo verse un barco pirata navegando por las aguas del Riachuelo, e incluso anclando en su antiguo puerto. Y, como ya nos ha pasado otras veces, al sumergirnos en el mito, fuimos conducidos a otro.

El origen del asunto parece estar cientos de años atrás, allá por 1537, cuando el marino y comerciante genovés León Pancaldo pretendía llegar a Perú con su valiosa carga, vía el Estrecho de Magallanes. Sucedió que nunca llegó a Perú, ni siquiera al Estrecho. Una de sus embarcaciones encalló frente a la desembocadura del Riachuelo y se vio obligado a desembarcar en el puerto de Buenos Aires, en tierras que hoy pertenecen al barrio porteño de La Boca. En aquel tiempo aún se encontraba la población fundada por don Pedro de Mendoza, la cual, con la excusa de haberle encontrado dos esclavos entre la tripulación, le decomisó a Pancaldo toda la mercancía que llevaba y lo obligó a venderla allí mismo. Entonces los habitantes, en medio de su escasez, le compraron todo… a crédito, crédito que el marino jamás cobró, muriendo triste y pobre, tres años más tarde.

Hasta aquí la versión «oficial». La otra versión, la «extraoficial», asegura que el embaucado genovés pudo rescatar, antes de que le decomisaran todo, lo más preciado de su cargamento y alcanzó a enterrarlo en algún lugar de las tramposas tierras donde había encallado. Y nunca llegó a desenterrarlo.

¿En qué consistía aquello tan valorado por Pancaldo?

La leyenda habla de un tesoro, por supuesto: joyas, oro, piedras preciosas. Es que León Pancaldo había protagonizado innumerables aventuras por Asia y Europa, llenando sus barcos de quién sabe cuántas riquezas.

Así fue que el rumor de que algo inmensamente valioso se escondía en los lejanos parajes del Río de la Plata habría recorrido los siete mares y, como consecuencia de ello, los buscadores de tesoros comenzaron a invadir las aguas rioplatenses. Y no podían faltar, entre ellos, los míticos piratas.

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