Montar en moto siempre era emocionante, pero siendo un roedor era toda una exaltación para el olfato. Con los ojos entornados y los bigotes aplastados hacia atrás por el viento llegué a casa a lo grande. Me daban igual las miradas extrañadas que le echaban a Ivy y que la gente no dejase de pitarnos. Estaba segura de que iba a tener un orgasmo mental por la sobrecarga de información. Casi lo lamenté cuando Ivy entró en nuestra calle.
Finalmente empujé con un dedo el último trocito de queso en la cuchara, ignorando los gruñidos de cerdo que hacía Jenks, que estaba sentado en un cucharón colgado sobre la isla central. No había parado de comer desde que me había librado de mi pelaje de visón, pero como no había comido más que zanahorias en los últimos tres días y tenía derecho a un pequeño atracón.
Dejé la tarrina vacía sobre el plato sucio que tenía delante y me pregunté si dolería más la transformación siendo humano. A juzgar por los gruñidos masculinos de dolor que llegaron amortiguados desde el cuarto de baño antes de abrir la ducha, diría que dolía más o menos igual.
A pesar de haberme frotado bien dos veces me parecía que aún olía a visón bajo el perfume. Me palpitaba la herida de la oreja, tenía marcas rojas en el cuello allí donde
El Barón
me había mordido y un cardenal en la pierna izquierda del golpe contra la rueda de ejercicios. Pero era agradable ser una persona de nuevo. Miré a Ivy, que fregaba los platos, preguntándome si debería haberme puesto una tirita en la oreja.
Aún no había puesto del todo al día a Jenks y a Ivy sobre lo que me había pasado estos últimos días. Les había contado solo lo de mi cautiverio, no lo que había descubierto durante ese tiempo. Ivy no había dicho nada, pero yo sabía que se moría por decirme que había sido una idiota por no haber previsto un plan de emergencia para huir.
Ivy cerró el grifo cuando terminó de enjuagar el último vaso. Tras colocarlo en el escurridor se giró y se secó las manos con un paño. Casi merecía la pena pagar el precio de sufrir mi loca vida por ver a una vampiresa alta y delgada, vestida de cuero negro fregando los platos.
—Vamos a ver si lo he entendido bien —dijo apoyándose en la encimera—. ¿Trent te pilló con las manos en la masa y en vez de entregarte te llevó a las peleas de ratas para intentar que cedieses y aceptases trabajar para él?
—Sssí —dije sin darle importancia. Alargué el brazo para alcanzar la bolsa de galletas junto al ordenador de Ivy.
—Muy lógico.
Se acercó para coger mi plato vacío. Lo lavó y lo dejó junto a los vasos para que escurriese. Aparte de mis platos no había ningún otro plato, cubierto o cuenco. Solo unos veinte vasos, todos con restos color naranja en el fondo.
—La próxima vez que vayas contra alguien como Trent, ¿podríamos al menos preparar un plan para cuando te pillen? —me preguntó dándome la espalda con los hombros evidentemente tensos.
Molesta, levanté la cabeza de mi bolsa de galletas. Tomé aire para decirle que podía coger sus planes y usarlos como papel del váter, pero me lo pensé mejor. Recordé lo preocupada que había dicho Jenks que estaba y lo que había dicho acerca de que verme perder los estribos despertaba sus instintos. Lentamente solté el aire de mis pulmones.
—Por supuesto —dije vacilante—, podemos tener un plan de seguridad para cuando yo meta la pata siempre que tengamos otro para ti.
Jenks se rió por lo bajo e Ivy le lanzó una mirada de reproche.
—No necesitamos uno para mí —replicó.
—Anótalo y ponlo junto al teléfono —dije sin darle importancia—. Yo haré lo mismo. —Estaba hablando medio en broma, pero me preguntaba si Ivy, con lo quisquillosa que era, lo haría en serio.
Sin decir nada, Ivy empezó a secar los platos y vasos, no contenta con dejarlos escurrir solos. Seguí mordisqueando mis galletas de jengibre. Observé que la tensión de sus hombros se relajaba y que sus movimientos perdían esa rapidez impulsiva.
—Tienes razón —dije, admitiendo que le debía al menos mi reconocimiento—. Nunca había tenido a alguien con quien pudiese contar… —titubeé—, no estoy acostumbrada.
Ivy se giró sorprendiéndome con la expresión de alivio de su cara.
—Vamos, ¡no tiene importancia!
—Oh, por favor —dijo Jenks desde el colgador de utensilios—. ¡Creo que voy a vomitar!
Ivy le tiró el paño con los labios apretados en una irónica sonrisa. La observé atentamente cuando volvió a secar los vasos. Mantener la calma y llegar a un acuerdo mutuo cambiaba mucho las cosas. Ahora que lo pensaba, así era como habíamos logrado superar aquel año trabajando juntas. Claro que resultaba más difícil mantener la calma cuando estaba rodeada por todas sus cosas y no había nada mío. Me hacía sentir vulnerable y nerviosa.
—Tendrías que haberla visto, Rachel —dijo Jenks en un tono de confesión en voz alta—, sentada día y noche frente a sus mapas para encontrar la forma de rescatarte de Trent. Le dije que lo único que teníamos que hacer era vigilar y ayudarte llegada la ocasión.
—¡Cállate, Jenks! —atronó de pronto la voz de Ivy, amenazante.
Me metí la última galleta en la boca y me levanté para tirar la bolsa.
—Tenía un plan grandioso —continuó diciendo Jenks—. Lo ha recogido todo del suelo mientras te duchabas. Iba a pedir que le devolviesen todos los favores que le deben. Incluso habló con su madre.
—Me voy a buscar un gato —dijo Ivy enfadándose—, un gato negro y grande.
Cogí la bolsa del pan de la encimera y busqué un tarro de miel en el fondo de la despensa, donde lo había escondido de Jenks. Llevándolo todo a la mesa me senté y lo dispuse frente a mí.
—Menos mal que te escapaste justo a tiempo —dijo Jenks, columpiándose en el cucharón que reflejaba la luz por toda la cocina—. Ivy estaba a punto de gastarse lo poco que le queda por ti… otra vez.
—El gato se llamará Polvo de Pixie —dijo Ivy—. Lo dejaré en el jardín y no le daré de comer.
Jenks cerró de pronto la boca y mi mirada pasó de él a Ivy. Acabábamos de tener una acalorada discusión sin que nadie se pusiese vampírica ni se asustase. ¿Por qué tenía que estropearlo Jenks?
—Jenks —dije con un suspiro—, ¿no tienes nada mejor que hacer?
—No.
Revoloteó hasta la mesa y extendió la mano para hundirla en el chorro de miel que me estaba echando en el pan. Descendió cinco centímetros por el peso y luego se volvió a elevar.
—Bueno, ¿entonces piensas quedártelo? —me preguntó.
Lo miré con ojos inexpresivos y Jenks se rió.
—A tu nuevo nooooovio —dijo burlonamente.
Apreté los labios al detectar cierto regocijo en los ojos de Ivy.
—No es mi novio.
Jenks revoloteó sobre el tarro abierto de miel, recogiendo brillantes hebras y llevándoselas a la boca.
—Ya os vi a los dos en la moto —dijo—.
Mmm
, ¡qué bueno está esto! —Cogió otro puñado y sus alas comenzaron a zumbar intensamente—. Vuestras colas se estaban rozando —se burló.
Harta, le solté un manotazo. Salió disparado fuera de mi alcance para regresar enseguida.
—Tenías que haberlos visto, Ivy. Rodando por el suelo, mordiéndose el uno al otro —dijo riéndose hasta sufrir un ataque de risitas agudas. Lentamente incliné la cabeza conforme él se escoraba hacia la izquierda—. Fue amor al primer mordisco.
Ivy se giró.
—¿Te mordió en el cuello? —dijo completamente seria salvo por la expresión de sus ojos—. Oh, entonces seguro que es amor. A mí no me dejarías que te mordiese en el cuello.
¿Qué estaba pasando aquí? ¿Qué era esto, la noche de meterse con Rachel? No me sentía muy cómoda, así que saqué otra rebanada de pan para hacerme el sandwich y aparté de nuevo a Jenks de la miel. Se inclinaba y zigzagueaba erráticamente, esforzándose por mantener un vuelo estable a pesar de que el azúcar se le había subido ya a la cabeza.
—Eh, Ivy —dijo Jenks escorándose hacia los lados y lamiéndose los dedos—, sabes lo que dicen del tamaño de la cola de las ratas, ¿verdad? Cuanto más larga es la cola, más…
—¡Cállate! —grité. El grifo de la ducha se acababa de cerrar y contuve la respiración. Un hormiguero de anticipación me obligó a sentarme derecha en la silla. Miré a Jenks, que no paraba de reírse tontamente por el atracón de azúcar—. Jenks —le dije poniéndome seria—, vete.
No quería exponer al
Barón
a un pixie en estado de embriaguez.
—Nanay —me replicó volviendo a coger un puñado de miel. Irritada, cerré el tarro. Jenks soltó un suspiro de aflicción y le hice un gesto con la mano para que volviese al colgador de utensilios. Con un poco de suerte se quedaría allí hasta que se le pasase la borrachera, unos cuatro minutos como máximo.
Ivy salió de la cocina mascullando algo acerca de unos vasos en la salita. El cuello de mi albornoz estaba mojado por el agua que me caía del pelo y tiré de él. Me limpié la miel de los dedos que me temblaban como si estuviese nerviosa antes de una cita a ciegas. Esto era ridículo. Ya lo conocía. Incluso habíamos tenido la versión roedora de una primera cita: un enérgico encuentro en el gimnasio, una acalorada persecución de gente y perros, incluso un paseo en moto por el parque; pero ¿qué se le dice a un tío al que no conoces y que te ha salvado la vida?
Oí crujir la puerta del cuarto de baño. Ivy se detuvo sobresaltada en el pasillo. Se quedó allí de pie con el rostro inexpresivo y dos tazas colgando de los dedos. Yo me cubrí las piernas con el albornoz, preguntándome si debía levantarme. La voz de
El Barón
llegó hasta la cocina.
—Tú eres Ivy, ¿verdad?
—Mmm… —titubeó Ivy—, te has puesto mi… albornoz —terminó de decir.
Estupendo
, pensé haciendo una mueca. Ahora
El Barón
llevaba el olor de Ivy. Buen comienzo.
—Oh, lo siento. —Su voz era agradable. Resonante y grave. No podía esperar a verlo. Parecía que a Ivy le costaba encontrar las palabras.
El Barón
respiró profundamente—. Lo encontré en la secadora. No tenía nada más que ponerme. Quizá debería ir a ponerme una toalla…
Ivy dudó un instante.
—
Mmm
, no —dijo con un poco habitual tono divertido—, está bien así. ¿Ayudaste a Rachel a escapar?
—Sí, ¿está en la cocina? —preguntó.
—Sí, entra. —Ivy entró delante de él poniendo los ojos en blanco—. Es un pringado —dijo casi inaudiblemente pero moviendo mucho los labios. Me quedé helada, ¿un pringado me había salvado la vida?
—Eh, hola —dijo él quedándose de pie tímidamente en la puerta.
—Hola —dije demasiado desconcertada para decir nada más mientras lo miraba de arriba abajo. Llamarlo pringado no era justo, pero comparado con los hombres con los que Ivy solía salir, puede que lo fuese.
El Barón
era igual de alto que Ivy, pero su constitución era tan delgada que parecía aun más alto. Sus pálidos brazos asomaban por debajo de las mangas del albornoz negro de Ivy y en ellos se veían algunas cicatrices, presumiblemente de las peleas de ratas. Se acababa de afeitar. Tendría que buscarme una maquinilla nueva, la que le había cogido prestada a Ivy estaría probablemente destrozada. Tenía los bordes de las orejas roídos y resaltaban los dos puntos rojos a ambos lados del cuello, tanto que dolía verlos. Coincidían con los míos y me ruboricé avergonzada.
A pesar de su delgada figura, o quizá precisamente por eso, parecía un tipo agradable, un ratón de biblioteca. Llevaba el pelo negro largo. Por la forma que tenía de apartárselo de los ojos supuse que normalmente lo llevaba más corto. El albornoz le daba un aspecto suave y cómodo, pero la forma en la que la seda negra se pegaba a sus magros músculos me distraía la mirada. Ivy estaba siendo exageradamente crítica. Tenía demasiados músculos para ser un pringado.
—Eres pelirroja —dijo, moviéndose por fin—, creí que serías castaña.
—Y yo creía que eras más… bajito.
Me levanté cuando se aproximó y tras vacilar un momento sin saber qué hacer él extendió el brazo tímidamente por encima del pico de la mesa. Vale, no era Arnold Schwarzenegger pero me había salvado la vida. Más bien era algo entre un joven y bajito Jeff Goldblum y un desaliñado Búcaro Banzai.
—Me llamo Nick —dijo estrechándome la mano—, bueno, en realidad es Nicholas. Gracias por ayudarme a salir de aquel foso de ratas.
—Yo soy Rachel. —Estrechaba bien la mano, con la firmeza justa, sin intentar demostrar lo fuerte que era. Me acerqué a una de las sillas de la cocina y ambos nos sentamos—. Y no ha sido nada. Creo que más bien nos ayudamos el uno al otro. Puedes decirme que no es asunto mío pero ¿cómo demonios acabaste convertido en rata de pelea?
Nick se frotó detrás de una oreja con su delgada mano y miró al techo.
—Yo, eh, estaba catalogando la colección privada de libros de un vampiro. Encontré algo interesante y cometí el error de llevármelo a casa. —Me miró avergonzado—. No pensaba quedármelo.
Ivy y yo intercambiamos miradas. Solo lo estaba tomando prestado, sí, claro. Pero si ya había trabajado antes con vampiros eso explicaba su tranquilidad con Ivy.
—Me convirtió en rata cuando lo averiguó —continuó diciendo Nick— y luego me regaló a uno de sus socios. Él fue quien me llevó a las peleas pensando que como humano tendría la ventaja de mi inteligencia. He ganado un montón de dinero para él. ¿Y tú? —me preguntó—, ¿cómo acabaste allí?
—
Mmm
—titubeé—, hice un hechizo para convertirme en visón y me inscribieron por error en las peleas.
No era una mentira del todo. Yo no lo había planeado, así que acabé allí de forma accidental, la verdad.
—¿Eres una bruja? —dijo con una sonrisita—, qué guay, no estaba del todo seguro.
Me contagió la sonrisa. Me había topado con pocos humanos como él, que pensaran que los inframundanos éramos simplemente la otra cara de la moneda de la humanidad. Siempre era una sorpresa y un placer.
—¿Qué son en realidad esas peleas? —preguntó Ivy—. ¿Una especie de cámara de compensación de delitos donde uno puede librarse de la gente sin mancharse las manos de sangre?
Nick negó con la cabeza.
—No creo. Rachel ha sido la primera persona con la que me he cruzado y he pasado allí tres meses.
—¡Tres meses! —exclamé horrorizada—. ¿Has sido una rata durante tres meses?
Se revolvió en la silla y se apretó el nudo del albornoz.
—Sí. Estoy seguro de que todas mis cosas han sido vendidas para pagar mi alquiler. Pero bueno, ¡vuelvo a tener manos!