Robbie había estado de buen humor porque había corrido con los gastos de la furgoneta de la mudanza, mamá había estado de buen humor porque finalmente tenía algo de emoción en su vida, y yo estaba de mal humor porque no habría tenido que marcharse si no fuera porque me habían excluido. No importaba que mi madre llevara buscando apartamento desde que volvió de visitar a Takata. Se mudaba por mi culpa. Seguramente, a aquellas alturas, Robbie y ella ya habían aterrizado y lo único que quedaba de ellos en Cincinnati eran seis cajas, su frigorífico nuevo, que en ese momento estaba en mi cocina, y su viejo Buick, que estaba aparcado delante de mi casa.
Dejándome llevar por la melancolía, le quité la cinta adhesiva a una vieja caja y, tras echar un vistazo al interior, descubrí que se trataba de los utensilios de líneas luminosas de mi padre. Emitiendo un sonido de satisfacción, me puse en pie, me apoyé la caja en la cadera y me la llevé a la cocina.
Dejando a los pixies armando jaleo en la parte delantera del santuario, me dirigí a la parte trasera de la iglesia, sin molestarme siquiera en encender las luces, y deslicé la caja sobre la isla central. En una esquina brillaban las lucecitas del frigorífico de mamá. Tenía un dispensador de hielo en la puerta e Ivy y yo nos emocionamos cuando nos lo dio. Los hijos de Jenks habían tardado seis segundos en descubrir que si apretaban la palanca a la vez, conseguían un cubito que después usaban como tabla de surf para deslizarse por el suelo de la cocina. Sonriendo por el recuerdo, dejé la caja y regresé a mi habitación. Ya la vaciaría en otro momento.
En toda la parte posterior de la iglesia la temperatura era más baja de lo normal, algo que no se podía achacar exclusivamente a que fuera bastante tarde. Ivy tenía parte de culpa, pero la razón principal era que junto a la mitad del ático de mi madre, habíamos heredado también su calefactor. El pequeño electrodoméstico estaba funcionando a todo volumen en la parte delantera y los pixies disfrutaban de una plácida noche veraniega en pleno mes de enero, pero, dado que el termostato para toda la iglesia se encontraba en el santuario, la calefacción no se había encendido desde hacía varias horas. Apenas te alejabas unos metros del calefactor, la temperatura descendía considerablemente, lo que provocaba que mi piel, todavía debilitada, sufriera continuos escalofríos. Me hubiera venido de perlas un café, pero desde que había probado aquel
latte
de nosequé con frambuesa, ya no había vuelto a ser lo mismo.
Absorta en el recuerdo de la canela y la frambuesa, regresé a mi habitación y, tras retirar la cinta adhesiva de la caja siguiente, encontré música que ni siquiera recordaba tener. Complacida, la empujé hasta el pasillo para echarle un vistazo más tarde, con Ivy.
Ivy, que parecía llevarlo todo bastante bien, después del crepúsculo me había cogido prestado el Buick de mi madre para ir a hablar con Rynn Cormel. No esperaba que volviera hasta después del amanecer. La semana anterior le había contado lo de la guarida bajo tierra, y cómo Denon había sido el gul de Art, cuya misión era la de observarla hasta que dejara la SI, y lo de que Art había muerto. Esperaba de corazón que no le hubiera relatado la manera en que su aura me había protegido mientras tiraba de una línea con tanta fuerza que derritió la piedra, pero habría apostado cualquier cosa a que lo había hecho. No es que estuviera avergonzada ni nada de eso, pero no había necesidad de que el maestro vampírico de la ciudad estuviera al tanto de ciertas habilidades.
¿Que si me había sorprendido que su aura pudiera blindar mi aura? Jamás había oído nada semejante, y ni la búsqueda en internet ni la consulta de mis libros dio ningún resultado, pero después de que nuestras auras se hubieran superpuesto la última vez que me había mordido… no estaba sorprendida, estaba asustada. Aquello abría una puerta a la posibilidad de encontrar la manera de unir de nuevo su cuerpo, su mente y su alma, una vez hubiera muerto. Aunque todavía no conseguía entender cómo hacerlo. La segunda vez que había muerto Kisten tenía alma. De eso estaba completamente convencida. Lo que no sabía es si se debía a mí y al amor que nos profesábamos, al hecho de que el intervalo de tiempo entre sus dos muertes hubiera sido tan corto, o si era algo completamente diferente. No merecía la pena arriesgar el alma de Ivy para averiguarlo. La sola idea de que pudiera morir me aterrorizaba.
Una tercera caja, en la que no había nada escrito, resultó contener más peluches, y yo me senté sobre mis talones para tomar uno. Mi sonrisa se tornó triste mientras acariciaba las crines del unicornio. Aquel era especial. Había gozado de un lugar privilegiado en mi tocador durante la mayor parte de mi adolescencia.
—Tal vez me quede contigo, Jasmine —susurré.
De repente me erguí, sintiendo un subidón de adrenalina.
¡
Jasmine
! ¡
Era así como se llamaba
!, pensé, alborozada. Aquel era el nombre de la niña morena con la que había hecho amistad en el campamento «Pide un deseo», que regentaba el padre de Trent.
—Jasmine —repetí quedamente, abrazando emocionada el peluche y sonriendo con amarga felicidad. El pequeño juguete me transmitía una tenue sensación de calidez y recordé que, cuando era más joven, abarcaba un área mucho mayor. Feliz, extendí los brazos para colocarla junto a la jirafa de mi tocador. Jamás volvería a olvidarme.
»Bienvenida a casa, Jasmine —dije en un susurro. Trent tenía tantas ganas como yo de recordar su nombre, pues había estado colado por ella y no tenía nada que se la recordase. Tal vez, si le decía cómo se llamaba, podría consultar los archivos de su padre y decirme si había sobrevivido.
Tengo que intentar reparar esa valla
, pensé, revolviendo la caja en busca de un juguete que no estuviera relacionado con un nombre o una cara para poder llevárselo a Ford y a Holly. Sabía que el psiquiatra agradecería que le diera algo para distraer a la pequeña banshee y ayudarla a socializarse. La última vez que les había llamado me había dicho que les iba genial, aunque Edden no estaba muy contento de que Ford se tomara alguna que otra baja por enfermedad o que hubiera instalado una pequeña guardería en un rincón de su despacho. Por no hablar de la trona que había aparcado en el servicio de caballeros.
Sonreí de oreja a oreja. Edden se había pasado un cuarto de hora despotricando al respecto.
Tras sacar al elefante Raymond y al oso azul al que había dado el nombre de Gummie y que solo me traían buenos recuerdos, los dejé a un lado, cerré la caja y la puse encima de la otra que iba a llevar al hospital. Mi aura casi se había recuperado del todo, y tenía muchas ganas de ver a los chicos. Especialmente a la niña del pijama rojo. Necesitaba hablar con ella. Decirle que las posibilidades eran reales. Si sus padres me dejaban, claro está.
En ese momento contuve la respiración para evitar inhalar todo aquel polvo y levanté las dos cajas, abrí la puerta de mi habitación de una patada y me dirigí al vestíbulo. Apenas puse pie en el santuario, un coro de pixies me saludó alegremente y Rex se fue a toda pastilla por la puerta para gatos que daba a la escalera del campanario, pues se había llevado un susto de muerte cuando dejé caer la caja encima de las que ya había sacado anteriormente.
—¿Qué pasa, Rex? —le pregunté con tono zalamero. Ella salió y, lentamente, se acercó a mí con la cola levantada para que le rascara debajo de la barbilla. Cuando había llevado la primera caja, también estaba en el vestíbulo.
El zumbido de las alas de pixie hizo que ambas alzáramos la cabeza.
—¿Juguetes para los niños? —preguntó Jenks con las alas de un intenso color rojo después de haber estado sentado bajo la bombilla de amplio espectro que había puesto en la lámpara de mi escritorio.
— Ajá. ¿Te gustaría acompañarnos a Ivy y a mí cuando vayamos a llevárselos?
—¡Y tanto! —respondió arrastrando las palabras—. De hecho, es posible que rastree la planta de los brujos en busca de alguna semilla de helecho.
Me puse en pie, aclarándome la garganta con cierta pomposidad.
—Puedes hacer lo que te plazca. Invito yo.
Era difícil conseguir ciertos productos cuando te habían excluido, y Jenks ya estaba planeando habilitar un tercer huerto en el jardín para compensar las carencias. Queda la opción del mercado negro, pero no podía recurrir a él. Si lo hacía, podrían argumentar que estaba de acuerdo con la etiqueta que me habían puesto, y no era cierto.
Rex se metió debajo de mi abrigo y yo vacilé cuando se puso de pie sobre las patas traseras y empezó a darme golpecitos en el bolsillo. Alcé las cejas y miré a Jenks. Ya iban dos veces que había tenido que echarla del vestíbulo.
—¿Alguno de tus hijos se ha metido ahí dentro? —pregunté a Jenks. A continuación me abalancé sobre la gata cuando vi que clavaba las uñas en el paño y empezaba a tirar. Cuando la levanté, sus zarpas se desengancharon, pero tuve que soltarla cuando me clavó las uñas traseras en el brazo. Agitando la cola, corrió hacia la parte trasera de la iglesia. Entonces se oyó un breve grito de los hijos de Jenks y después un suspiro de decepción. Mantener el santuario a una temperatura mayor que el resto de la iglesia era mejor que tenerlos en una burbuja.
Jenks estaba muerto de risa pero, cuando me subí la manga, descubrí un arañazo considerable.
—Jenks… —protesté—. Hay que cortarle las uñas a tu gata sin falta. Ya te dije que me ocuparía yo.
—Rachel, mira esto.
Yo me bajé la manga y levanté la cabeza, encontrando al pixie suspendido delante de mí con algo azul entre los brazos. A juzgar por la forma en que Jenks lo sujetaba, hubiera dicho que se trataba de un bebé envuelto en una mantita azul, pero sabía a ciencia cierta que no era posible.
—¿Qué es? —pregunté. Él la dejó caer sobre mi mano extendida.
—Estaba en tu bolsillo —dijo, aterrizando sobre mi palma, y juntos nos quedamos mirándolo bajo la luz que provenía del santuario—. Es evidente que se trata de una crisálida, pero no sabría decirte a qué especie pertenece —añadió, dándole un empujoncito con la punta de la bota.
De pronto caí en la cuenta e, inspirando profundamente, recordé a Al rodeándola con sus dedos la víspera de Año Nuevo.
—¿Sabrías decirme si está viva?
El pixie se llevó las manos a las caderas y asintió con la cabeza.
—Supongo que sí. ¿De dónde la has sacado?
Jenks echó a volar cuando cerré el puño con delicadeza y me encaminé hacia la cocina para lavarme el arañazo.
—Esto… Me la dio Al —dije mientras atravesábamos el santuario en dirección al pasillo, mucho más frío—. Se dedicaba a hacer surgir mariposas de los copos de nieve y esta fue la única que sobrevivió.
—¡Por el amor de Campanilla y su relación incestuosa con Disney! ¡Es la cosa más espeluznante que he visto desde que Bis se quedó atascado en el canalón! —dijo quedamente mientras agitaba las alas suavemente en la oscuridad.
Apreté el interruptor de la cocina con el codo y, sin saber muy bien qué hacer con ella, la dejé en la repisa de la ventana.
—A que no has visto a la última cita de Ivy, ¿eh? —le pregunté, abriendo los grifos y agarrando el jabón. La ventana estaba completamente negra y nos devolvía una imagen distorsionada de Jenks y mía.
Rex se subió a la encimera de un salto y yo le salpiqué cuando vi que se acercaba a la crisálida.
—¡No! ¡Gata mala! —le gritó Jenks azuzando al animal para que bajara al suelo. Yo, con el brazo mojado, lo tapé con una de las enormes copas de coñac del señor Pez, que seguía en siempre jamás. Si la próxima vez que fuera me lo encontraba muerto, me iba a cabrear de lo lindo. Ya había pasado una semana desde que no iba debido a la delgadez de mi aura, al menos eso era lo que argumentaba Al. Personalmente, creo que estaba intentando amansar a Pierce y no me quería por allí, echándolo todo a perder.
—No te pongas así, Jenks. Solo está haciendo lo que haría cualquier gato —dije mientras el pixie le echaba una bronca de campeonato a la impenitente bolita de pelo naranja. Ella miró a su diminuto dueño con ojos de corderito degollado lamiéndose las costillas y agitando la punta de la cola.
—¡No quiero que se la coma! —respondió elevándose en el aire para ponerse a mi altura—. ¡Podría convertirse en un sapo o en algo aún peor! ¡Por las bragas de Campanilla! ¡Probablemente está llena de magia negra!
—No es más que una mariposa —dije secándome las manos y bajándome de nuevo la manga.
—Sí, claro. ¿Y quién te dice que no tiene colmillos y está sedienta de sangre? —farfulló.
Agarré a la gata y le acaricié las orejas. Quería asegurarme de que seguíamos siendo amigas. Rex no se había quedado observándome desde el umbral de la puerta en toda la semana y, en cierto modo, lo echaba de menos. Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que, sin querer, había caído en las redes de Al. Pierce quería un cuerpo y Al podía proporcionárselo. No era difícil imaginar que ambos habían llegado a un acuerdo. Sustancia a cambio de vasallaje. De ese modo, ambos salían ganando. Al conseguía un familiar útil, mientras que Pierce no solo ganaba un cuerpo, sino también la posibilidad de verme una vez a la semana. Y, conociendo al fantasma, probablemente pensaba que, antes o después, encontraría la manera de escapar del yugo de Al, dejándome a mí en medio para que pagara las consecuencias. Hubiera apostado cualquier cosa a que una buena parte del enfado y los bramidos de Al por haberle arrebatado a Pierce eran fingidos. Al fin y al cabo, había sido yo la que había realizado el hechizo que él había pervertido para conseguir que la maldición funcionara.
El hecho de que Pierce se encontrara en el cuerpo de Tom Bansen era simplemente nauseabundo y, para colmo, se lo había hecho a sí mismo. No me extrañaba que el apuro en el que se encontraba no despertara mis instintos rescatadores. ¡
Será imbécil
! Averiguaría lo que había pasado el sábado cuando acudiera a mi cita con Al.
En ese momento me llamó la atención el suave tintineo del cascabel de Rex y, justo antes de dejarle que bajara al suelo, me quedé mirando el hermoso objeto. De pronto levanté las cejas al ver el juego de espirales y remolinos en él tallados. Era idéntico al de la campana que encontró Trent en siempre jamás. Hasta aquel momento no me había fijado.
—Ehhh… ¿Jenks? —pregunté, sin poder dar crédito—. ¿De dónde sacaste este cascabel?
Se encontraba en lo alto de la caja con las cosas de mi padre, haciendo cuña para intentar abrirla.