Breve historia del mundo (16 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

BOOK: Breve historia del mundo
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¿Habrías hecho tú un descubrimiento tan práctico? Yo, seguro que no. Este invento, y hasta la palabra «cifra», nos vienen de los árabes, y fueron los indios los que les dieron la idea de todo ello. Esto es lo que me parece a mí casi más fabuloso que los propios cuentos, tan magníficos. Y aunque sea bueno que Carlos Martel venciera a los árabes el año 732 d.C., tampoco es nada malo que ellos fundaran su gran imperio y recibieran en herencia y recogieran las ideas, formas e inventos de los persas y los griegos, de los indios y hasta de los chinos.

UN CONQUISTADOR CAPAZ, ADEMÁS, DE GOBERNAR

Si lees esta historia creerás, quizá, que es muy fácil conquistar el mundo o fundar grandes imperios, pues es algo que ocurre continuamente en la historia mundial. En realidad, en otros tiempos no era tan difícil. ¿A qué se debía?

Has de pensar que, entonces, no había aún periódicos ni correo, y que la mayoría de la gente no sabía con precisión qué ocurría a unos días de viaje de sus casas. Vivían en valles y bosques, cultivaban la tierra y lo más lejano que conocían eran las tribus vecinas. Pero con ellas solían mantener casi siempre hostilidades y querellas. Se hacían mutuamente todas las maldades imaginables, arrojaban el ganado del vecino fuera de los pastos y llegaban, incluso, a quemarse las granjas unos a otros. Era un constante tira y afloja de robos, venganzas y peleas.

La gente sólo conocía de oídas la existencia de algo más allá del pequeño círculo propio. Si, en alguna ocasión, llegaba a un valle o a un lugar del bosque un ejército de algunos miles de hombres, no había nada que hacer. Los vecinos se alegraban cuando ese ejército masacraba a sus enemigos y no pensaban que ellos serían los siguientes. Y si no los mataban sino que sólo les obligaban a unirse al ejército y seguir marchando contra los próximos vecinos, la actitud de los vencidos era casi siempre de agradecimiento. Así es como se formaban los ejércitos; y a las tribus individuales les resultaba cada vez más difícil vencerlos, por más valerosas que fueran. Eso es lo que ocurría en ocasiones con las campañas de conquista de los árabes, y algo similar pasó también con el famoso rey de los francos del que voy a hablarte ahora: Carlomagno.

Pero, aunque la conquista no era tan difícil como hoy, gobernar lo era mucho más. Había que enviar mensajeros a todas las regiones lejanas y remotas, unir los pueblos y tribus enfrentados para que comprendieran que había cosas más importantes que sus hostilidades tribales y sus venganzas de sangre. Quien quisiera ser un buen soberano debía ayudar a los campesinos, que llevaban una vida mísera e indigente, y procurar que la gente aprendiera algo y no perdiera cuanto los seres humanos habían pensado y escrito anteriormente. Un buen soberano debía ser entonces, en realidad, una especie de padre de su gran familia de pueblos y decidir todo personalmente.

Pues bien, uno de esos soberanos fue, sin duda, Carlomagno. Por eso lo llamamos «Magno». Descendía del jefe de los merovingios Carlos Martel, que había alejado a los árabes de Francia. Los merovingios no eran una familia real de mucha prestancia. Todo cuanto sabían hacer era estar sentados en el trono con su larga cabellera y su barba ondulante y repetir monótonamente los discursos que sus ministros les habían inculcado a machamartillo. No viajaban a caballo sino en carretas de bueyes, como los labradores; así es como se presentaban también en las asambleas del pueblo. No obstante, quien gobernaba de verdad era una familia laboriosa de la que procedía también Carlos Martel. El padre de Carlomagno, Pipino, pertenecía así mismo a esa familia, pero no quiso limitarse a ser sólo un ministro cuyos discursos los pronuncia otro de memoria; además de tener el poder real quería también el título de rey. Así pues, destronó al rey de los merovingios y se hizo soberano del reino de los francos, al que pertenecía entonces aproximadamente la mitad de la actual Alemania y la parte oriental de la actual Francia.

Sin embargo, no debes imaginarte un reino consolidado, un verdadero Estado con funcionarios y, a poder ser, con una policía; ni nada comparable con el imperio romano. Por aquellas fechas no existía tampoco un pueblo alemán, como tampoco lo había habido en tiempos de los romanos. Lo que había eran tribus individuales que hablaban diferentes dialectos, tenían distintas costumbres y usos y estaban tan poco dispuestas a soportarse entre sí como los dorios y los jonios en la Grecia de su tiempo.

Los jefes o cabecillas de estas tribus se llamaban duques (de la palabra latina ducere, «conducir») porque conducían a sus ejércitos en la guerra marchando al frente de ellos. En Alemania había varios de esos ducados: el ducado de Baviera, el de Suabia, el de los alamanes, etc. Pero la tribu más poderosa eran, precisamente, los francos. Los demás estaban obligados a acudir a su llamada a combate, es decir, a luchar a su lado en caso de guerra. Esta soberanía en la guerra constituía, propiamente, el principal poder de los francos en tiempos de Pipino, padre de Carlomagno. Y ese poder militar fue aprovechado también por Carlomagno al subir al trono el año 768.

Primero conquistó toda Francia. Luego pasó los Alpes para ir a Italia, a donde, como recordarás, habían migrado los longobardos al final de las invasiones de los bárbaros. Carlomagno depuso al rey de los longobardos y dio el poder del país al papa de Roma, cuyo protector se consideró durante toda su vida. Luego marchó a España y luchó contra los árabes, pero regresó pronto.

Tras haber extendido su reino hacia el sur y el oeste, le llegó el turno al este. En el este, la actual Austria (en alemán Osterreich, que significa «reino del este»), habían entrado entonces de nuevo hordas de jinetes asiáticos muy similares a los hunos. Pero, en este caso, su soberano no era tan violento como Atila. Cercaban siempre sus campamentos con vallas difíciles de conquistar. Carlomagno y sus ejércitos combatieron durante ocho años contra los avaros en Austria y los derrotaron tan completamente que no quedó nada de ellos. Pero los avaros, al igual que antes los hunos, habían empujado por delante en su invasión a otros pueblos. Estos pueblos eran los eslavos, que fundaron también por aquellas fechas una especie de reino, aunque más desorganizado y violento que el de los francos. Carlomagno entabló también combate con ellos y los obligó, en parte, a unirse a su ejército y, en parte, a entregarle tributos anuales. Pero durante estas campañas de guerra no olvidó nunca lo más importante para él, poner bajo su soberanía todas las tribus y ducados tribales alemanes y hacer de ellos realmente un pueblo.

Por entonces, sin embargo, la mitad oriental de Alemania no pertenecía aún al reino de los francos. El pueblo allí asentado era el de los sajones, tan ferozmente belicosos como las tribus germanas de la época de los romanos. Seguían siendo todavía paganos y no querían saber nada del cristianismo. Pero Carlomagno se consideraba jefe de todos los cristianos. En esto no pensaba de manera muy diferente de los mahometanos y creía que se podía obligar a la gente a adoptar una fe. Por eso luchó durante muchos años contra Widukind, caudillo de los sajones, que se le sometieron, aunque, luego, se enfrentaron a él; Carlomagno regresó y asoló su país. Pero, apenas se marchaba, volvían a liberarse. Iban con él a la guerra muy obedientes, pero, de pronto daban media vuelta y atacaban a sus tropas. Al final, Carlomagno les impuso un castigo terrible e hizo ejecutar a más de 4.000 sajones. Los demás se hicieron bautizar a continuación, pero hubo de pasar mucho tiempo hasta que amaron la religión del amor.

Carlomagno, no obstante, había llegado a ser para entonces realmente poderoso. Ya te he dicho además que no sólo sabía conquistar, sino también gobernar y cuidar de su pueblo. Consideraba especialmente importantes las escuelas, y él mismo pasó toda su vida aprendiendo. Hablaba latín tan bien como alemán, y entendía el griego. Le gustaba hablar mucho, con una voz clara y aguda. Se interesó por todas las ciencias y artes de la Antigüedad y tomó lecciones de oratoria y astrología de monjes eruditos de Inglaterra e Italia. Se cuenta, sin embargo, que le resultaba difícil escribir, pues su mano estaba más acostumbrada a sostener la espada que a trazar una tras otra letras bellamente recurvadas.

Le encantaba ir de caza a caballo o nadar. Solía vestir con mucha sencillez. Llevaba una camisa de lino, una bata con bandas de seda de colores y pantalones largos con polainas; y en invierno un jubón de piel con una capa azul. Se ceñía siempre una espada con empuñadura de oro o plata. Sólo en los festejos se ponía un traje bordado en oro, calzado con pedrería, un gran pasador de oro en la capa y una corona de oro y piedras preciosas. ¡Imagínate vestido así a aquel hombre imponente, de elevada estatura, en su palacio favorito de Aquisgrán, recibiendo a embajadores llegados de todas partes: de su reino de Francia, Italia y Alemania, de los países de los eslavos y de Austria!

Carlomagno hacía que se le enviara información exacta desde todos los lugares y decidía lo que debía llevarse a cabo en todo el país. Nombró jueces e hizo recopilar las leyes, pero también determinaba quién había de ser obispo y llegó incluso a fijar los precios de los alimentos. Pero lo más importante para él era la unidad de los alemanes. No quería gobernar sólo sobre unos cuantos ducados tribales, sino hacer de ellos un imperio sólido. Cuando esta idea no agradaba a algún duque, como ocurrió con Tasilo de Baviera, Carlomagno lo deponía. Tienes que pensar que fue entonces cuando se empleó por primera vez una palabra alemana común para la lengua de todas las tribus germánicas y que ya no se habló sólo de franconio, bávaro, alamánico o sajón, sino, por primera vez de «thiudisk», es decir «deutsch» (alemán).

Como Carlomagno se interesaba por todo lo alemán, hizo poner también por escrito los antiguos cantos heroicos aparecidos, probablemente, en las guerras de las migraciones de los pueblos. Esas epopeyas trataban de Teodorico, llamado más tarde Dietrich de Berna; de Atila; o Etzel, el rey de los hunos; de Sigfrido, que mató al dragón y fue apuñalado arteramente por Hagen. Pero los cantos de esta época se han perdido casi todos; sólo conocemos las sagas por descripciones realizadas casi 400 años después.

Sin embargo, Carlomagno no se sentía sólo rey de los alemanes y señor del reino de los francos, sino también protector de todos los cristianos. Y así lo creía también el papa de Roma, a quien protegió en varias ocasiones frente a los longobardos, en Italia. Cierta vez en que Carlomagno se hallaba rezando en la mayor iglesia de Roma, la de San Pedro, la noche de Navidad del año 800, el papa se le acercó de pronto y le impuso una corona. Luego, él y todo el pueblo se arrodillaron ante Carlos y lo honraron como el nuevo emperador romano impuesto por Dios para salvaguardar la paz del imperio. Carlomagno debió de sentirse muy sorprendido, pues probablemente no sospechaba qué pretendían de él. Pero a partir de ese momento llevó la corona y fue el primer emperador alemán del Sacro Imperio Romano, según se llamó más tarde.

El imperio de Carlos debía hacer revivir el poder y la grandeza del antiguo imperio romano, sólo que ahora los soberanos no serían los romanos, paganos, sino los germanos, cristianos. El plan y el objetivo de Carlomagno era hacer de los germanos los caudillos de la cristiandad, y ésa ha sido durante largo tiempo la meta de los emperadores alemanes, aunque su realización casi plena sólo se dio bajo el gobierno de Carlos. A su corte llegaron enviados de todo el mundo para mostrarle sus respetos. El poderoso emperador romano oriental de Constantinopla no fue el único en querer estar a buenas con él; el propio soberano de los árabes en la lejana Mesopotamia, el gran príncipe de los cuentos Harón al Rashid, que tenía su maravilloso palacio en Bagdad, cerca de la antigua Nínive, le envió como regalo preciosos tesoros, ropajes lujosos, especias raras y un elefante. Más adelante le mandó un reloj de agua, cuyo mecanismo era tan suntuoso como no se había visto nunca en el reino de los francos. En consideración al poderoso emperador, Harón al Rashid permitió incluso que los peregrinos cristianos pudieran acudir a Jerusalén, al santo sepulcro de Cristo, sin molestias ni impedimentos, Jerusalén se hallaba, según recordarás, bajo el dominio árabe.

Todo ello se debió a la inteligencia, la fuerza de voluntad y la superioridad del nuevo emperador, según se vio claramente tras su muerte, en el año 814. Las cosas se sucedieron en aquel momento con una triste celeridad. El imperio fue repartido al cabo de un tiempo entre los tres nietos de Carlos y pronto se descompuso en los reinos de Alemania, Francia e Italia.

En las zonas que habían pertenecido anteriormente al imperio romano se siguieron hablando lenguas romances, es decir francés e italiano. Los tres países no volvieron a unirse ya nunca. También se agitaron los ducados tribales alemanes y recuperaron de nuevo su independencia. Los eslavos se liberaron inmediatamente después de la muerte de Carlos y fundaron así mismo un poderoso reino bajo su primer gran rey, Svatopluk. Las escuelas creadas por Carlos en Alemania decayeron y el arte de leer y escribir siguió siendo conocido tan sólo en algunos monasterios dispersos. Tribus germánicas del norte, los daneses y los normandos, llamados vikingos, saquearon con fiereza y sin temor como piratas las ciudades de la costa. Eran casi invencibles. Fundaron reinos en el este, entre los eslavos de la actual Rusia, y en el oeste, en la costa de la actual Francia. Una región francesa se sigue llamando actualmente Normandía por aquellos normandos.

El Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, la gran obra de Carlomagno, no perduró en el siguiente siglo ni siquiera de nombre.

LA LUCHA POR EL DOMINIO DE LA CRISTIANDAD

La historia del mundo no es, por desgracia, una hermosa obra literaria. En ella no se busca el entretenimiento. Los sucesos desagradables se repiten en la historia una y otra vez. Apenas habían transcurrido 100 años desde la muerte de Carlomagno, cuando, en la época en que el país se hallaba en una situación tan triste, volvieron a entrar de nuevo hordas de jinetes, como antes los hunos o los avaros. En realidad, no es demasiado extraño. El camino de la estepa asiática hacia Europa era cómodo y, por tanto, más atrayente que una incursión contra China, que, además de estar protegida por la gran muralla de Qin Shi Huangdi, era por aquel entonces un Estado poderoso y ordenado, con ciudades grandes y florecientes y una vida increíblemente cultivada y de buen gusto en la corte imperial y en los hogares de los altos funcionarios, caracterizados por su cultura.

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