Pero pese a que un pequeño número de buscadores acumulasen riquezas sin cuento y algunos incluso se fabricasen vasos, platos y cubiertos del preciado metal para su uso personal, la forma de vida de los mineros estaba considerada en la colonia como el último escalafón de la especie humana, ya que se veían obligados a soportar un calor pegajoso, húmedo y asfixiante con el agua a media pierna, comidos por mosquitos, izangos y sanguijuelas; víctimas de las más terribles enfermedades, y eternamente cubiertos de barro de los pies a la cabeza.
Era la suya una forma de existencia infrahumana, teniendo que defender día y noche sus pertenencias a sablazos, comiendo y durmiendo hacinados y casi sobre sus propios excrementos, y despreciados por cuantos consideraban que atravesar el «Océano Tenebroso» para acabar esclavo de una mina, aunque fuese una mina de oro, era algo impropio de un ser humano que mantuviese el más mínimo apego a su dignidad.
De hecho, la vida de la ciudad se dividía en escalafones o castas, la más alta de las cuales estaba constituida por el Gobernador, su pequeña corte de aduladores y las altas jerarquías de la Iglesia, y la más baja por «mineros» y nativos, ocupando los lugares intermedios, militares, curas, marinos, comerciantes, artesanos, campesinos y prostitutas, sin olvidar, desde luego, a un incontable número de hombres de leyes.
Y es que notarios, abogados y escribanos conformaban una auténtica legión de atareados personajes, los más activos sin lugar a duda de la naciente colonia.
Litigar por tierras, títulos, honores y prebendas parecía haberse convertido en la principal razón de ser de la mitad de los habitantes de una isla en continua confrontación con la otra mitad, puesto que era aquél un mundo nuevo en el que hasta el último muerto de hambre se consideraba terrateniente, ya que la mayoría de los recién llegados alimentaban la absurda creencia de que por el hecho de haber sufrido tres semanas de difícil navegación, pasaban de ser parias a potentados, de soldados de fortuna a capitanes de la guardia, y de hijos de lavandera a caballeros con escudo de armas.
«Más nobles ha hecho el mar en un mes que los Reyes en un siglo», solía decirse en La Española, pues raro era el zafio destripaterrones castellano que no alardease de muy alta cuna, por más que fuera incapaz incluso de escribir correctamente el ilustre apellido a que alegaba tener derecho.
De quién era la tierra, de quién los «indios», el oro, las perlas, las especias o el derecho a descubrir y conquistar imperios que presuntamente nacían más allá del horizonte de poniente, era algo en lo que nadie parecía ponerse de acuerdo, y debido a ello, los escasos jueces que la Corona había enviado se veían desbordados por tal número de causas, que no resultaba extraño que con frecuencia tardaran años en dictar la más irrelevante sentencia.
Poner en marcha un nuevo mundo no constituía en verdad empresa fácil, ya que era sin lugar a dudas la primera vez que se intentaba, y quienes estaban llamados a conseguirlo, no tenían ni los medios, ni la organización, ni aun la más mínima idea de cómo debería llevarse a cabo, puesto que nadie se había enfrentado con anterioridad al reto que significaba descubrir y colonizar un continente habitado por pueblos que carecían en la mayor parte de los casos de estructuras sociales en las que apoyarse de algún modo.
Aparte de ello, el desmedido orgullo de los recién llegados les obligaba a creer que su particular forma de vivir y gobernarse seguía siendo la única válida en el orbe y seguían teniendo en aquél lugar el mismo valor que en Castilla o Aragón.
Una Corte a menudo itinerante, con unos soberanos más preocupados por asuntos domésticos que por crear un imperio del que aún no tenían muy claros los destinos, y que gobernaban de oídas a miles de leguas de distancia sin tener la más remota idea de cuáles eran sus auténticos problemas, se empeñaba en imponer absurdos criterios por desafortunados que una y otra vez demostraran estarlo siendo.
El resultado lógico era el caos.
Un caos que se advertía desde el momento mismo en que se ponía el pie en una ciudad que crecía disparatadamente, mezcla de gran urbe pretenciosa, plaza fuerte, puerto cosmopolita y campamento zíngaro, y donde los bohíos indígenas aprovechaban la sombra del Alcázar, y palacetes de piedra servían de apoyo a tinglados de madera y paja en los que los extremeños, andaluces o mallorquines, trataban de acostumbrarse a dormir en hamacas de palma.
Cerdos, perros y ratas les disputaban los desechos a los negros zamuros de pesado vuelo y fuerte pico, y en el calor del mediodía el hedor de las aguas fecales se entremezclaba con el denso olor a selva virgen y el dulzón aroma de la melaza de los primeros trapiches azucareros.
La caña, importada de oriente a Andalucía por los árabes, arraigaría con fuerza en aquella tierra caliente y fértil, y ya había quien comenzaba a darse cuenta de que más que en el oro de sus minas, las perlas de sus mares o las especies de sus bosques, era en el azúcar de esas cañas donde se escondía la auténtica riqueza futura de la isla.
Pero para que tal negocio prosperase, hacía falta espacio que arrebatarle a los «indios», e «indios» a los que arrebatarles su sudor y su esfuerzo, y como el Gobernador Don Francisco de Bobadilla era el único que podía disponer libremente del destino de esos «indios» y esas tierras, se había dedicado durante las últimas semanas de su agonizante mandato a distribuirlas pródiga e indiscriminadamente entre todos aquellos que estuviesen dispuestos a pagarle el favor en oro y perlas.
Durante la primavera de 1502 la corrupción administrativa en la colonia alcanzó por tanto cotas inimaginables, pues todos cuantos ocupaban un puesto de responsabilidad tenían plena conciencia de que sus días de poder se diluían como la última arena de un reloj, con lo que su única preocupación se centraba en amasar dinero e intentar borrar huellas por si llegaba el caso de que se les exigiesen responsabilidades.
Hubo incluso quien envió jinetes al extremo oriental de la isla con la orden expresa de regresar a uña de caballo en cuanto se avistasen en el horizonte las velas de una armada, pues no era cosa de perder un solo día de poder, ni de arriesgarse a ser sorprendido sin tiempo material de prenderle fuego a los más comprometedores documentos.
El nuevo Gobernador, Fray Nicolás de Ovando, Caballero de la Orden de Alcántara, se había ganado a través de una larga carrera de servicios a la Corona justificada fama de hombre de bien, e incluso el corrosivo Padre Las Casas, incitador por sus escritos de la tristemente célebre «Leyenda Negra Española», le describió como «Caballero prudentísimo y digno de gobernar mucha gente, pero no "indios", porque con su gobernación inestimables daños —como más abajo se verá— les hizo». Era mediano de cuerpo, de espesa barba casi bermeja; de gran autoridad y amigo de justicia; honestísimo en su persona en obras y palabras; de codicia y avaricia muy grande enemigo, y no pareció faltarle humildad que es esmalte de todas las virtudes dejando que lo mostrara en sus actos exteriores; en su comer, vestir, vivienda y comportamiento; guardando siempre su gravedad, y sin permitir que aun siendo Gobernador le nombrase sin embargo nadie «Señoría».
Lógico resulta, por tanto, suponer que la llegada de tan temible y correoso personaje no fuese del agrado de quienes habían hecho de la colonia una especie de coto privado, y más de un par de ojos se alzaron en aquellos tiempos hacia las torres de la amazacotada «Fortaleza» temiendo que a no mucho tardar sus cuerpos pendieran de las ávidas horcas o desapareciesen para siempre en sus oscuras y húmedas mazmorras.
La capital entera era por tal razón un corre corre de escribanos, funcionarios y leguleyos que se apresuraban a cerrar tratos y sellar documentos de forma que no pudieran ser contestados por la nueva administración, por lo que con tanta ida y venida todos aquellos asuntos que no afectasen de modo muy directo a algún miembro del equipo saliente permanecían arrinconados, y en semejantes circunstancias no cabía sorprenderse por el hecho de que hombres como Vasco Núñez de Balboa, De la Cosa, y cuantos acompañaron a Rodrigo de Bastidas en su aciaga aventura, tuviesen que limitarse a vagabundear a la espera del día en que gobernantes más honrados decidieran hacer justicia devolviéndoles lo que sin lugar a dudas les pertenecía.
—Tan sólo con el contenido de esos tres cofres saldríamos de la miseria y tendríamos para sobrevivir decentemente hasta un próximo viaje —puntualizó el jerezano cuando a lo largo de la conversación surgió de nuevo el tema—. Pero empiezo a temer que Bobadilla no permitirá que volvamos a verlos. —Lanzó un hondo suspiro—. Ya sé que las minas no solucionan nada, ¿pero qué otra salida me queda si pretendo comer una vez al día?
—Tal vez podamos ayudarnos mutuamente —aventuró
Cienfuegos
.
—¿Cómo? —inquirió interesado de inmediato el otro mordiéndose la barba con más fruición que nunca—. ¿Tenéis algún trabajo para mí?
—Pudiera ser, si como «Maese» Juan asegura sois hombre valiente y decidido, capaz de liarse a estocadas con su sombra. ¿Lo sois?
—Lo sería si consiguiera desempeñar mi espada —fue la humorística respuesta—. ¿Acaso preparáis alguna expedición?
—Un asalto más bien.
—¿Asalto? —se sorprendió Balboa—. El término obliga a pensar en plaza, castillo o fortaleza, y dudo que abunden a este lado del mar tal tipo de construcciones. —Pareció tener una brillante idea—. ¿Se trata por ventura de alguna factoría portuguesa? —inquirió fascinado.
—¿Factoría portuguesa? —repitió el gomero sin entender muy bien a qué se estaba refiriendo—. ¿De qué portugueses habláis?
—De ninguno en particular, pero tengo entendido que su forma de actuar se basa en construir poderosas factorías en islotes cercanos a las costas desde donde comercian con los nativos, estableciendo así una serie de puestos avanzados que sirven de base de aprovisionamiento a sus navíos. —Se rascó ahora la barba con manifiesto nerviosismo—. Aseguran que tales factorías acostumbran a atesorar valiosísimas mercaderías, y siempre se me antojó que no sería mala idea atacarlas por sorpresa y hacerse con un jugoso botín.
—Pero eso es piratería… —exclamó el de Santoña sinceramente escandalizado.
—¿Piratería? —repitió el otro desconcertado—.
¿Estáis seguro?
—Completamente.
—Siempre creí que piratería significaba atacar un navío en alta mar. Y una factoría, ni navega, ni está en alta mar… —Hizo un gesto con las manos como si eso lo solucionase todo—. Y por si fuera poco, es portuguesa.
«Maese» Juan de la Cosa se limitó a señalarle de medio lado, como queriendo indicar que era ese tipo de personas de las que jamás se podrá sacar provecho, y volviéndose al gomero masculló:
—Ya os advertí que lo más probable es que acabe en el patíbulo, pero si estáis pensando en él para lo que imagino que estáis pensando, respondo de su valor, fidelidad y discreción.
—¡Os agradezco los cumplidos! —replicó el jerezano inclinándose interesado—. ¡Pero me tenéis en ascuas! Juro guardar el secreto, pero decidme: ¿De qué asalto se trata?
Cienfuegos
le observó con fijeza, llegó a la conclusión de que en verdad era el tipo de hombre que su antiguo maestro había descrito, y girando apenas la cabeza, lanzó una larga mirada hacia las torres que sobresalían por encima de los tejados más cercanos.
—¿«La Fortaleza»…? —susurró Vasco Núñez de Balboa como si negara a darle crédito—. ¿Pretendéis asaltar «esa» fortaleza?
—¡Exactamente!
—¿Para liberar a Don Rodrigo de Bastidas?
—¡No exactamente!
—¿A quién entonces?
—Lo sabréis a su tiempo.
—Os advierto que si se trata de un criminal o un traidor a la Corona no contéis conmigo.
—Ni es un criminal, ni un traidor a la Corona. Se trata de una persona inocente por la que podríais poner la mano en el fuego. —Hizo una pausa—. Si os interesa la proposición podemos llegar a un acuerdo.
—Me interesa —fue la inmediata respuesta—. ¡Jamás asalté una prisión y puede resultar excitante!
¿Cuándo?
—Os mantendré informado.
—Necesitaré mi espada —señaló el otro—. Sólo sé pelear con ella.
—Os proveeré para que podáis recuperarla, pero conociendo vuestra afición al vino, el juego y las mujeres, no os proporcionaré de momento más que lo imprescindible para que podáis subsistir con decoro. Más tarde ajustaremos las condiciones económicas.
—Se me antoja un trato justo —fue la sincera respuesta—. ¡Contad conmigo!
—Yo no soy hombre de armas, sino de mapas —intervino con naturalidad De la Cosa—. Pero en lo que pueda servir de utilidad, estoy a vuestra entera disposición. ¡Ya somos tres!
—Cinco —puntualizó el cabrero—. Aunque uno es cojo —añadió sonriente.
—¿Bonifacio Cabrera? —quiso saber el piloto sin poder contener su alegría—. ¿El joven criado de
Doña Mariana Montenegro
?
—El mismo.
—Un muchacho estupendo y de fidelidad a toda prueba —admitió el otro divertido—. Pero me pregunto qué clase de ejército formaremos un viejo, un cojo, un inconsciente y dos más. ¿Tenéis alguna idea de cómo atacar esa maldita prisión con la más mínima esperanza de éxito?
—Ninguna —reconoció el gomero—. He conseguido visitarla en casi todas sus dependencias, e incluso he estado en la mazmorra que me interesa, pero si he de seros sincero, cuanto más lo pienso más difícil se me antoja.
—¿Queréis decir que no tenéis ni fuerzas suficientes, ni plan de acción? —inquirió Vasco Núñez de Balboa entusiasmado—. ¡Me encanta! Siempre he dicho que las aventuras improvisadas son las que suelen salir mejor.
—¿Comprendéis ahora por qué lo considero un inconsciente? —le hizo notar el piloto—. En Isla Verde apostó que mataba un tiburón sin más ayuda que un cuchillo.
—¡Diantres! ¿Y lo consiguió?
—¡Naturalmente! Se lanzó al mar y abrió en canal a un tiburón de más de tres metros.
—¡Pero eso es toda una hazaña!
—Sobre todo teniendo en cuenta que el muy bestia ni siquiera sabe nadar —apostilló el de Santoña—. Lo teníamos que mantener a flote con una cuerda amarrada a la cintura.
—¡Caray! —
Cienfuegos
se volvió admirado al jerezano—. ¿Cómo os atrevisteis a hacer una cosa así sin saber nadar?
—Porque llegué a la conclusión de que si el tiburón me devoraba, de poco me serviría saber nadar o no —fue la desconcertante respuesta.