¿Dónde estás?
¿Por qué no vienes a sacarme de esta húmeda tumba en que me han encerrado en vida?
¡Ven a salvar a tu hijo! ¡Al menos sálvalo a él que es inocente!
Suplicaba sin dejar escapar el más leve sonido, pero su alma gritaba con tal fuerza, que estaba convencida de que dondequiera que se encontrara
Cienfuegos
tenía que escucharla.
Pero aun así no acudía.
¿Por qué?
¿Tanto era el miedo que el miedo producía? ¿Tanto el terror que un imperio de terror conseguía imponer a quien había sido capaz de enfrentarse con anterioridad a un millón de peligros?
La Inquisición sabía que cualquier ser humano al que se le cortan los lazos familiares aislándolo por completo de su entorno, queda de pronto como suspendido en mitad del vacío, tan vulnerable y frágil como un tiburón en seco o un águila sin alas.
El método más rápido de quebrar una voluntad ha sido siempre despojarla de cualquier punto de apoyo, aislarla de la realidad que hasta ese momento tuvo y confundir sus conceptos, incluido el tan esencial del espacio y del tiempo, pues desprovista así de todas sus defensas, esa voluntad se viene abajo, ya que incluso carece de cualquier referencia que le indique que ha sido derrotada.
Y en ese campo del desmoronamiento espiritual del ser humano, el Santo Oficio creó una escuela cuya sutil ferocidad jamás consiguió ser superada, pues si bien la Humanidad ha progresado en infinitas ramas de la ciencia, la cota máxima en su capacidad de ser cruel la alcanzaron aquellos que colocaron siempre a Dios como justificante de sus actos.
Sólo el «Supremo Bien» podía disculpar el «Mal Supremo», y tal premisa fue esgrimida por una legión de fanáticos que en el fondo de su alma tan sólo anhelaban cometer impunemente los más aberrantes desmanes.
Todo crimen seguirá siendo siempre un crimen a no ser que se cometa en nombre de algún Dios, y todo criminal sabrá siempre que lo es, a no ser que transfiera el peso de su culpa a un ser supuestamente superior.
Con la conciencia limpia y convencidos de que su ferocidad agradaba al Altísimo, los inquisidores dieron rienda suelta al propio tiempo a su más preclara inteligencia y sus más bajos instintos, y fue ésa una explosiva combinación difícilmente repetible, y que dio como fruto tal profusión de horrores, que cinco siglos más tarde su sola mención aún nos espanta.
¿En qué estado de ánimo podía encontrarse una mujer extranjera, embarazada y sola, que veía cómo transcurrían los días y los meses sin que nadie viniera a aclararle qué era lo que iba a ocurrir con la vida de su hijo?
—¿Hasta cuándo?
Fray Bernardino de Sigüenza se limitaba a observarla, como si pretendiera leer más allá del fondo de sus ojos o buscase en la piel de su rostro signos que pudieran aclararle si tenía o no relación con «El Maligno», aunque en ocasiones respondía sin convicción alguna:
—El tiempo que aquí lleváis no es ni siquiera una gota en el océano del tiempo.
—Pero es cuanto tengo —se lamentaba ella—. Lo necesito para traer al mundo a mi hijo lejos de estos muros, esta miseria y estas ratas.
—¿Qué importan unas semanas o unos meses, cuando lo que está en juego es vuestra eterna salvación, y quizá también la de ese niño?
—¿De qué salvación habláis, si en la situación en que me hallo milagro se me antoja que aún no haya perdido a mi hijo? ¿Qué concepto de la justicia, la equidad y la misericordia es este que arriesga la vida de la inocente por el afán de cobrarse la de quien tal vez ni siquiera es culpable?
El buen fraile no podía por menos que conmoverse ante la profundidad de su amargura, y por último, una tarde, musitó quedamente:
—Han retirado la denuncia.
—¿Que han retirado la denuncia? —balbuceó
Doña Mariana Montenegro
incrédula—. ¿Qué hago aquí entonces?
—Esperar.
—Esperar, ¿qué?
—Que la Divina Providencia tenga a bien enviarme una señal que aclare mis dudas —fue la absurda respuesta—. No soy más que un pobre Pesquisidor sin experiencia, que ignora la forma de evitar las mil trampas que las fuerzas del mal son capaces de colocar en el camino de quienes buscan la verdad.
—¿Y si tal señal no llega nunca?
—Nunca saldréis de aquí. Pero no temáis, pues si en un tiempo prudencial veo que continúo sin hallar el camino justo, pondré el caso en manos de un tribunal más competente.
—¿La Inquisición?
—Quizás.
—Hacer venir a un tribunal inquisitorial puede ser cuestión de años.
—Tomás de Aquino asegura que todo castigo que se infiera con la intención de perfeccionar a un hermano en la fe, es un bien espiritual que lo legitima. Ningún sufrimiento corporal tiene importancia si con ello purificamos nuestra alma, y de hecho, la mayoría de nuestros santos se han flagelado para aproximarse más a Dios.
—No aspiro a la santidad, sino a dar a luz un hijo hermoso y sano. Y lo que no entiendo es que se me encarcele sin más prueba que una simple acusación, y cuando tal acusación ha sido retirada me obliguéis a continuar aquí encerrada.
—Necesito saber si ha sido Satanás el que ha influido para que vuestro acusador retire los cargos.
—¿Y no le hubiera resultado más sencillo a ese mismo Satanás influir en su día para que no los llegara a presentar?
—Es posible, pero no estoy en sus pensamientos ni designios. Tal vez Nuestro Señor no le ha concedido al diablo el don de leer lo que tan sólo está en la mente de un hombre, y únicamente ha podido actuar al enfrentarse a hechos consumados.
—Retorcéis los argumentos como una fregona retuerce su bayeta buscando extraer la última gota de agua sucia que pueda salpicarme —señaló la alemana—. Me pregunto qué clase de maléfico poder ejerce sobre los hombres la Inquisición para que incluso alguien tan equilibrado como Vos, alcance a perder de este modo el concepto de lo que debe ser considerado justo o injusto.
—¿Acaso es injusto sospechar que vuestro acusador está aterrorizado por algo o alguien hasta el punto de arriesgarse a la tortura o a morir en la hoguera? Mi obligación es intentar llegar al fondo de la cuestión.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—Mucho. Sois el eje sobre el que gira todo este asunto, y aunque admito que en un rincón de mi alma alienta la convicción de que sois inocente, no deseo cometer pecado de soberbia aceptando que mis convencimientos tienen más fuerza que las maquinaciones del «Maligno».
—A menudo os expresáis más como dominico que como franciscano.
—Hermanos en Dios somos.
—Mas no en ideas, que siempre imaginé que vuestra Orden más entendía del amor al prójimo y a la Naturaleza, que de castigos, y no era el vuestro un Dios de odio y venganza, sino más bien de compasión y amor.
—Os recuerdo que no estoy aquí en mi condición de franciscano, sino de servidor de una causa que me ha sido encomendada aun contra mi voluntad. Lo que en verdad anhela mi alma es internarme en esas selvas, a enseñar la palabra de Dios a los indígenas.
—Triste cosa debe ser tomar conciencia de la hermosa e ingente labor que os espera más allá de esos muros, y tener que limitaros a dilucidar mezquinas rencillas provocadas por el rencor, la ambición o la envidia —reconoció
Doña Mariana Montenegro
—. ¿Estáis autorizado a decirme ahora quién me acusó y cuáles fueron sus motivos?
—No, por desgracia.
—¿Llegaré a saberlo algún día?
—No por mi boca.
No fue desde luego por boca del hediondo frailecillo, sino más bien por la de su propio acusador, por la que la alemana tuvo al fin conocimiento de la personalidad y los motivos que le impulsaron a buscar su desgracia, puesto que una semana más tarde, cuando se encontraba sumida en la inquietante duermevela que solían ser sus noches, el chirriar de la puerta de la mazmorra le obligó a erguirse de un salto, y le alarmó descubrir que un embozado hacía su entrada a la luz de una triste candela.
—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Quién sois y por qué penetráis así en mi celda a estas horas de la noche?
—No os inquietéis, Señora —replicó el Alférez Pedraza intentando imprimir a su voz el tono más tranquilizador posible—. Soy oficial de la guardia y no tengo intención de haceros daño.
—¿A qué viene entonces visita tan furtiva?
—A que mi vida corre peligro si descubren las razones por las que estoy aquí. —Alzó la candela para alumbrar su rostro—. Pero antes de seguir adelante con el negocio que me ocupa, necesito que juréis no mencionar ni una sola palabra de cuanto aquí pueda decirse.
La soledad y el aislamiento se habían hecho ya tan absolutamente insoportables, que resultaba lógico imaginar que una pobre mujer que se consideraba olvidada del mundo, se mostrase dispuesta a aceptar cualquier condición que le fuera impuesta con tal de entrever el más mínimo destello de esperanza.
—¿A qué negocio os referís?
—Al de una visita no autorizada.
—¿De quién?
—No me está permitido revelarlo. ¿Juráis no decir nada?
—Jurado está.
—De acuerdo, entonces.
Pedraza se volvió a quienes esperaban en el exterior e hizo un gesto para que penetrara
El Turco
Baltasar Garrote, que avanzó hasta
Doña Mariana Montenegro
, mientras un embozado
Cienfuegos
se mantenía junto a la puerta, procurando que las sombras le ocultaran.
Resultó evidente que la alemana sufría una profunda decepción al no descubrir en el rostro del mercenario ningún rasgo familiar, y tras observarle unos instantes con notable desconcierto, inquirió agriamente:
—¿Quién sois y qué pretendéis de mí?
—Soy aquel que os denunció y busco vuestro perdón.
—¿Mi perdón? —se asombró Ingrid Grass—. ¿Por qué habría de perdonar a quien me ha causado tanto daño sin razón válida alguna? ¡Quitaos de mi vista!
—¡Por favor, Señora!
—¡Marchaos, os digo! Y que todas las furias del infierno caigan sobre vuestra cabeza. ¿Tenéis acaso idea del mal que habéis causado? Y no sólo a mí, sino a una inocente criatura que aún está por nacer. ¡Salid de aquí!
El demudado Baltasar Garrote dudó unos instantes, pero al fin concluyó por lanzarse de bruces, arrodillándose y alargando la mano en un vano intento de aferrar una de las de ella.
—¡Por el amor de Dios, Señora! —sollozó desesperado—. Por ese hijo que lleváis en el seno. ¡Concededme vuestro perdón o arderé para siempre en los infiernos!
—¡Que así sea! —Alzó el rostro hacia Pedraza—.
¡Quitadlo de mi vista, o rompo el juramento!
Fue entonces cuando
Cienfuegos
intervino, y sin moverse ni permitir que ella distinguiera su rostro, señaló con una sorprendente calma que estaba muy lejos de sentir:
—No os conozco, ni nunca me habéis visto. Nada tengo que ver por tanto en este asunto, mas por el bien de todos, y vuestra paz espiritual, os suplico, Señora, que tengáis a bien escuchar a este hombre y atender su sincera demanda.
Fue como si una descarga eléctrica recorriera la espalda de
Doña Mariana Montenegro
que a punto estuvo de dejar escapar un grito y abalanzarse sobre el hombre al que amaba, mas haciendo un supremo esfuerzo, fingió no haber reconocido su voz y tras una corta pausa en que intentó hacer acopio de toda su capacidad de reacción, inquirió roncamente:
—¿Quién sois y quién os ha dado vela en este entierro?
—Mi nombre no viene al caso, por lo que mejor será silenciarlo, mas sabed que me considero un buen amigo de todos, y si me ayudáis a salvar a este pobre hombre, haré cuanto esté en mi mano por Vos y vuestro hijo.
—¿Qué poder tenéis sobre la Santa Inquisición?
—Ninguno de momento, pero Dios proveerá y sabido es que la fe mueve montañas.
—Dejad las montañas en su sitio y abrid puertas.
—Más puertas abre el amor que el odio, y el perdón que todos los rencores de este mundo. Liberad a este hombre de su carga y confiad en que muy en breve os puedan liberar a Vos de las cadenas.
La alemana simuló meditar en cuanto le habían dicho, y como si en verdad lo hiciera contra su voluntad, musitó desabrida:
—¡De acuerdo! Os perdono a condición de que pongáis el mismo empeño en salvarme del que pusisteis en perderme.
—¡Lo juro! —replicó convencido el mercenario—.
Juro por Dios que de ahora en adelante nada habrá para mí más importante que devolveros la libertad de que os privé en mi desvarío.
—Confío en ello.
—¿Me permitís que bese vuestra mano?
Doña Mariana Montenegro
la extendió con desgana, dejó que
El Turco
la besara como podría haber besado la mismísima mano de la Virgen, y la mantuvo luego alzada a la espera de que el desconocido caballero que no se había movido de la puerta hiciera otro tanto.
Fue un momento tenso, pues cuando
Cienfuegos
se aproximó a Ingrid Grass ambos tuvieron que luchar contra el casi irresistible impulso de abrazarse, teniendo que limitarse a decirse con los ojos cuanto hubieran deseado decirse de palabra.
Cuando de nuevo quedó a solas y en tinieblas, ni fue tanta la soledad, ni tan oscura la noche, puesto que podría creerse que la tétrica mazmorra se había iluminado con un haz de luz tan cegadora que le impidió dormir hasta el anuncio del alba.
El hombre, alto, de luenga barba canosa, ralos cabellos, piel agrietada por el sol, el mar y el viento, y ojos profundos, oscuros y brillantes que parecían esconder en el fondo de la retina mil paisajes lejanos, contemplaba absorto el río sentado en el borde de una vieja barca putrefacta, tan ausente, que no acertaba tan siquiera a captar que hacía largo rato que era objeto de la atención de un transeúnte que le observaba rascándose el mentón dubitativo.
—¿«Maese» Juan? —se atrevió a inquirir al fin el desconocido aproximándose unos metros—. ¿Juan de la Cosa?
Este asintió con un desganado gesto, incómodo al parecer por la inoportuna intromisión.
—¿En qué puedo serviros?
—En enseñarme a leer, quizás. O a contar las horas en un reloj de arena, o a conocer por su nombre a las estrellas, las velas y los vientos.
—¡A fe que no os entiendo! —se impacientó el curtido piloto cada vez más molesto—. ¿Quién diantres sois?
—Vuestro mejor discípulo —puntualizó el gomero—. ¿Tan flaca es vuestra memoria que no sabéis reconocer a quien enseñabais a contar las horas con almendras?