—Era un espléndido señor —me dijo una mañana, repitiendo la acuñada fórmula, cuando nos habíamos detenido frente a la calle de San Juan Crisóstomo que ensanchaban los obreros—, y acaso en el seno de su familia no se lo valoró totalmente, no se penetró hasta el fondo de la singularidad de su carácter.
Le pedí que aclarara su pensamiento, pero lo único que obtuve fue que murmurara que dentro de la familia es donde menos se vislumbra la individualidad de quienes la integran, porque los prejuicios y los pequeños intereses personales (cuando no el ciego amor) nublan la visión profunda.
—Pero… ¿y mi padre?…
Y Lotto se distrajo indicando las ventajas que para el movimiento veneciano resultarían de aquella calle ensanchada.
Durante veinte sesiones, que se realizaron en el palacio Emo, tomó cuerpo en la tela el retrato destinado a ser tan famoso. El artista compuso una parte importante del trabajo —cuanto concierne a los elementos que rodean a la figura— sin mi presencia. Esos elementos alcanzan una jerarquía fundamental en el cuadro, y son característicos del gusto de Lotto por los símbolos. La lagartija que hay en la mesa, sobre el chal azul —la lagartija sexual de Paracelso, que el pintor descubrió en mi cámara del palacio—, el manojo de llaves, las literarias plumas, los pétalos de rosa esparcidos junto al libro que hojeo, y, detrás, en el mismo plano donde se advierte mi gorra con la medalla de Cellini, esas alegorías inesperadas: el cuerno de caza y el pájaro muerto, fraternizan en la obra de Lotto con los objetos misteriosos —la áurea garra, la lámpara, el minúsculo cráneo, las marchitas flores, el ramillete de jazmines y las alhajas— que aparecen en otras efigies suyas. Lorenzo procedía así, por alusiones, por cifras, por incógnitas. En torno de cada imagen suscitaba un mundo enigmático, sugerido. Y eso se ve, más que en ningún retrato, en el que me pintó. La inquietud de cazador que me agitaba en pos del arcano de la muerte; la pasión del arte y de la poesía; la idea de la vanidad de lo perecedero; la idea de posesión y de secreto que implican las llaves; la de sortilegio y sensualidad que brota de la lagartija a la que Paracelso llamó salamandra, se enlazan como una ronda mágica alrededor de ese joven descarnado y pálido, vestido de un color violáceo profundo, cuya fisionomía rara y bella, que emerge del blancor de la camisa, y cuyas trémulas manos, que surgen de la nieve de los puños, fueron las mías. De la joroba nada se ve. Como el compasivo —¿o cortesano?— Mantegna, cuando pintó a los gibosos Gonzaga en el fresco mantuano de la Cámara de los Esposos, la ha suprimido. En mi caso, se funde en la sombra. Yo era esos ojos pardos, ese pelo castaño, lacio, partido, recogido detrás de las orejas, esas cejas finísimas, esos pómulos acusados, esos labios rojos, apretados pero hambrientos, ese agudo mentón, esas inteligentes, delicadas manos desnudas, esa intensidad, esa reserva, ese orgullo, ese poder oculto y latente, esa llama fría, esa equívoca, imprecisable violencia que se presiente en el hielo de la soledad aristocrática, y esa ternura también, desesperada. En la galería de los desesperados de Lotto, no me gana ninguno. Había que ser, como él, un melancólico y un ambiguo, para captarme así, para aprisionarme así con sus pinceles, como sin duda aprisionó a mi padre. Seguramente hay en ambas imágenes, en la de mi padre y en la mía, mucho de Lorenzo Lotto, de lo que él era, encubría y combatía y sólo se manifestaba en su pintura, pero los dos Orsini le brindamos, a un cuarto de siglo de distancia, con nuestras esencias oscuras, afines con la complejidad de su propia esencia, la ocasión anhelada de expresarse y de confesarse, expresándonos y confesándonos. Por ello me duele que no se sepa que ese personaje, el
Retrato de un desconocido
, el
Retrato de gentilhombre
en el estudio, es Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, y que algún comentarista proponga para modelo del mismo a un señor Ludovico Avolante. No sé quién fue Ludovico Avolante, fuera de que era hermano de Bartolomeo, el médico humanista. Ignoro (y no me importa, aunque podría tejer al respecto una red de sospechas y explotarlo anecdóticamente para distraer al lector) qué relaciones vincularon al señor Ludovico con el conde Alvise di Rovero que le encargó a Lotto un retrato de dicho Avolante, por el cual pagó doce libras. Pero lo que sí sé y proclamo y mantendría ante el sabio Berenson si se levantara de la tumba, es que yo serví de pauta en el palacio Emo de Venecia, el año 1532, para que Magister Laurentius pintara el discutido retrato del gentilhombre. Por lo menos hasta 1572 el óleo estuvo en el castillo de Bomarzo. Desconozco qué fue de él más tarde, de él y de los Tizianos. Mis descendientes me han saqueado; han desparramado lo más mío. No contaban con que alguna vez me sería dado el privilegio sobrenatural de escribir estas páginas.
Cuando estuvo terminada la obra, me contemplé en su pálida y morada tersura, como en un espejo. A la izquierda, Lotto ubicó una ventana que abre a la luminosa lejanía del mar, y que promete, en el encierro desordenado del estudio, tan denso de claves furtivas, una esperanza de calma luz. Y me reconocí plenamente en la conmovedora figura, en su máscara de encendido alabastro. Así era yo, de triste, de extraño, de indeciso, de soñador, de turbio y de añorante. Un príncipe intelectual, un hombre de esa época, poco menos que arquetípico, situado entre la Edad Media mística y el hoy ahíto de materia; simultáneamente preocupado por las cosas de la tierra lasciva y por las de un más allá problemático; blando y fuerte, ambicioso y vacilante, dueño de la elegancia que no se aprende y de aquella que enseñan los textos; deshojador de rosas mustias, amigo del lagarto lujurioso y de la salamandra inmortal. La giba, la carga bestial, dolorosa, no está presente en el lienzo pero pesa sobre él —y he ahí una de las maravillas del arte de Lotto—, pesa sobre él, invisible, sobre su donosura espiritual, sobre su atmósfera metafísica.
No bien tuve en mi poder el retrato, decidí el regreso. Por intermedio de Valerio Orsini, Maerbale me hizo saber que aprobaba la repartición de nuestras propiedades debida a Alejandro Farnese. Si bien no lo creí, la noticia me dio placer. El rebelde segundón se inclinaba aparentemente ante el duque.
Silvio de Narni me llevó, el día de la partida, un manuscrito de la monja visionaria de Murano, una epiléptica a quien consultaban porque vaticinaba con acierto. Había anunciado que el papa Clemente sería sustituido muy pronto por otro, de origen francés y ciertos estudiosos sostenían que los Farnese procedían de Francia, y lo confirmaban las lises de su blasón. La monja me escribió sólo una frase:
Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo
. Era una frase sibilina, cuyo sentido no comprendí hasta mucho, muchísimo más tarde. De cuanto me profetizaron, en el inextricable enredo de augures en el cual se desenroscó el hilo de mi vida alucinada, fue lo más preciso, lo más justo.
Dejé, pues, a Venecia. Tenía ya mi retrato, la imagen de mi verdad y de mi absolución. En los instantes de incertidumbre, me buscaría y me volvería a hallar en él. Ahora estaba pronto para encarar dos empresas graves: mi boda y el rastreo de las cartas del alquimista. Cuando partí, Valerio Orsini me colmó de regalos y de recomendaciones, y al pequeño Leonardo Emo, con quien había hablado apenas, lo vi llorar, disimulándose detrás de una columna.
Ante todo era menester preparar a Bomarzo para la ceremonia nupcial y para recibir a la duquesa. Quería yo ardientemente que en los aprestos no se deslizara ni el error más mínimo. Mi modo de ser receloso exigía en ese caso, por encima de cualquier otro, la perfección. Conocía muy bien a la familia Farnese —no me refiero en especial a la rama de Julia, sino a los Farnese de las distintas subdivisiones, que formaban un árbol ambicioso y nutrido— y sabía cómo analizaban y juzgaban cuanto atañe a la pompa externa vinculada con su prestigio, y de qué manera criticaban entre sí, con airada mordacidad, las equivocaciones y los traspiés. Era fácil agraviarlos. Como, a pesar de su evidente antigüedad, se trataba de una gente cuya jerarquía se había asentado en los últimos tiempos, asimilándola sólo recientemente y con exageración invasora a la grandeza de las primeras casas de Italia, sus miembros exhibían —sin serlo ya— una puntillosa prevención de
parvenus
, cuando entraban en juego los intereses mundanos de la estirpe. Se fijaban en cosas que los Colonna y nosotros hubiéramos pasado por alto, pues hacía siglos que no nos incomodaban. Todavía no se sentían dueños plenamente de una posición que habían ganado a fuerza de audacia, de rapacidad y de prodigalidades oportunas, y un desacierto involuntario era capaz de ofenderlos. El peligro de las
gaffes
los circuía con su aro de púas. Harto sé que si hubiera sido factible que leyeran estas líneas, hubieran puesto el grito en el cielo —porque nada, absolutamente nada los hubiera erizado tanto como que se señalara su desconfiada actitud frente a la vida, tan diferente de la nuestra, ya que tenían la certidumbre de actuar automáticamente, obviamente, como cualquiera de nosotros, por razones casi reflejas que se engendran en la comunidad aristocrática de la sangre— y que hubieran proclamado a los cuatro vientos que yo desvariaba, que no comprendía la magnificencia despreocupada de su proceder, dado que ninguna disposición de un Orsini, un Colonna, un Este, un Gonzaga o un Montefeltro —en el plano de las relaciones ceremoniosas de linaje a linaje— osaría desvelarlos, pues estaban de vuelta de todo, de la frivolidad, del boato de las precedencias y de los menudos detalles rituales, y que sólo a un jorobado sin experiencia, pequeño señor de provincia, cegado por sus íntimos complejos y suspicacias (probablemente, acosados así, hasta se hubieran atrevido a hablar de
mésalliance
) se le podían ocurrir estos distingos extravagantes. Pero si en algo no andaba descaminado yo era en ese enfoque, y si lo hubiera olvidado o no le hubiera otorgado la trascendencia fundamental que revestía, allí estaba para recordármelo mi abuela, conocedora excepcional de fatuidades y de castas. Además, es cierto que a esa inquietud frente a las quisquillosidades sutiles, muy profundas, muy alertas y muy disimuladas, de mis nuevos parientes, se sumaban las que procedían de mi personalidad. Yo que, como miembro de un clan inatacable, estaba tan seguro de mis actitudes, cuando ellos no salían del gran marco general y convencional de la familia, vacilaba si debía obrar por iniciativa propia, y si mi individualidad tenía que destacarse del conglomerado solidario de los Orsini, porque entonces yo era yo —y no ya una hoja del inmenso árbol ilustre—, yo, un jorobado frágil y exhibido. Era necesario, pues, avanzar con pies de plomo, afirmándome en la viejísima mano protectora de mi abuela (y sin dar la impresión de que en ella me apoyaba, porque no lo hubiera tolerado mi sentido de la responsabilidad ducal, y las pruebas públicas de esa dependencia me hubieran hecho sufrir terriblemente) y sortear con destreza las trampas que armaban frente a mis proyectos, por un lado la malicia avizora de los Farnese trepadores, que poseían más ojos que Argos, y por el otro las aprensiones que brotaban de mis angustias congénitas, exacerbadas por la perspectiva de exponerme ante los espectadores intrusos y censurantes, todo lo cual, con su caudal de miserias del snobismo y de la psicología tortuosa, estaba cubierto majestuosamente, como por uno de esos heráldicos mantos de armiño que envuelven a los escudos, bajo las correspondientes coronas seculares, por la gloria inexpugnable de los Orsini, que me amparaba y que yo, a mi vez, debía cuidar más que nadie, pues nada que sucediera dentro de ese ámbito supremo podía ser ni ridículo ni erróneo. De suerte que, en realidad, yo, desde mi exigüidad anhelosa al emprender una tarea tan simple y tan ardua, estaba obligado a reparar no sólo en los inconvenientes que surgían de la alarma perpetua de los Farnese, disfrazada de elegante señorío, sino también —aunque no lo confesaba, y mi heredada impertinencia hacía que únicamente considerara las posibles reacciones de un grupo al que conceptuaba menos importante que el mío— en las dificultades que emanaban de la situación de los Orsini semidioses, y en las que tenían su origen en mi físico desventurado y en mi cavilosa manera de ser. Pero, ya lo dije, allí estaba mi abuela, hada vetusta del castillo, para auxiliarme. Esa vez, como otras, como siempre que mi ansiedad lo requería, salió de su encierro para guiarme y para sosegar mi desazón.
Sucediéronse los meses de euforia decorativa, tan afín con mi pasión por los objetos. Iban y venían las cartas, a través de Italia, a través de Europa, a los embajadores, a los amigos, a los parientes, pidiendo, encargando esto y aquello. Y Bomarzo se engalanó espléndidamente. Yo hubiera deseado que Bomarzo fuera la casa más bella de Italia, y si no lo conseguí —ya que era imposible rivalizar con los príncipes y los opulentos cardenales beneficiados por el tesoro pontificio, a pesar de la parsimonia tacaña de Clemente VII—, logré que el castillo asumiera un aire de fiesta y de lujo, escondiendo sus paredes feudales, agresivas, y convirtiendo a la que había sido fortaleza heroica en mansión de placer. Visto que yo no lograría mejorar, porque mi caso era de aquellos en que ni el sastre ni el afeite sirven, acariciaba la aspiración de que Bomarzo, mi aliado fiel, se presentara lo más suntuosamente, lo más atrayentemente que autorizaran mis medios, para que fuera como una alegoría de su duque, y para que, protegido por la dignidad de su porte, como mis antepasados habían sido protegidos por la firmeza de sus murallas, el endeble Vicino desempeñara su embarazoso papel frente a la hermosa y a las sospechas de su tribu, con trémula y agradecida desenvoltura. Tiré la casa por la ventana, a fin de adornar a quien me suplantaría; establecí impuestos nuevos; gasté los paternos ahorros y contraje deudas.
Vinieron de Flandes los tapices a los que se añadieron, en la trabazón de las orlas inconclusas, los diseños de nuestro blasón. Mandé colocarlos en la larga galería principal, y entre ellos ubiqué los quince bustos romanos de la colección de los patriarcas de Aquileia, distribuyéndolos también en la altura de nichos fantásticos, con portaantorchas de bronce que iluminaban las estancias como si el día se hubiera refugiado en sus recintos. Del solitario palacio de Roma, donde nací, transportaron los añosos retratos de mis antecesores, más valiosos por la referencia histórica que por la calidad plástica, pues en general estaban muy mal pintados, y sus solemnes ademanes colmaron las paredes y las escalinatas con una asamblea de énfasis mudo. El papa Nicolás III, los condottieri, los prelados y los señores Orsini se congregaron así en Bomarzo para dar la bienvenida a la pequeña Julia Farnese y recibirla como a uno de los nuestros desde la lejanía triunfal y grumosa de los óleos. Ordené que colgaran mis adquisiciones recientes, mi retrato por Lorenzo Lotto, la Ariadna de Tiziano y también la pintura del maestro inspirada por un pasaje de Catulo, y mandé comprar, en los negocios de los comerciantes y en los talleres de los artistas, telas de Rafael Sanzio, de Sebastiano del Piombo, de Dossio Dossi, de Pontormo, de Jacopo Bassano, del Bronzino y de Giorgino Vasari, mi joven amigo de Florencia. Debo reconocer que junto a esas obras, los cuadrotes ancestrales subrayaron las indigencias de su factura, pero la encubrí repartiendo estratégicamente las luces, de manera que de tal guerrero se vieran la coraza y la diestra clavada en el espadón, y de tal arzobispo únicamente el ondular de la púrpura, así que a la larga, entre todos y merced a mi destreza escenográfica, crearon un solo ascendiente prestigioso, que poseía las manos de éste, las barbas de aquél, la frente de aquel otro, de aquél el enjoyado yelmo y de aquél las mangas eclesiásticas con un resultado compositivo asaz honorable que por lo demás correspondía a una verdad documental, pues su conjunto, armado como un curioso
puzzle
, resumía la tradición bélica, clerical y civil de los Orsini, exaltada por la proximidad maravillosa de sus magistrales vecinos que, de Rafael y Lotto a Bassano y Dossi, certificaban, con los resplandores de sus evidentes focos de atracción, los méritos de la galería ancestral semiinvisible y la promovían a las regiones indisputables del gran arte. Las panoplias, pulidas, relampaguearon en las salas, bajo banderas que aludían a pretéritas victorias, y entre ellas planté, aislada, la armadura descubierta en la Cueva de las Pinturas de Bomarzo, que se destacaba como un testimonio de la vetustez épica del lugar. A la que sería la cámara nupcial la hice adornar totalmente con pilastras y entrelazadas rosas de cerámica combinando las figuras heráldicas de los Farnese con las nuestras, y en los salones y las terrazas los tallistas multiplicaron la unión de las iniciales de Julia y de Vicino Orsini. Llegaron de Venecia encajes, espejos, camafeos y cristalerías; de Milán y de Francia llegaron credencias, sillas y taburetes de raro dibujo. Estatuas y vasos de mármol sembraron sus espectros en el jardín geométrico de mi abuela. Con la otra parte del parque, la inferior y más remota, la que invadía el áspero bosquecillo, no me atreví todavía a emprender mi revolucionaria renovación. Columbraba vagamente que ahí, entre esos árboles y esas rocas, se ocultaba algo imposible de precisar que anunciaba la indecisión brumosa de antiguos sueños y que se enlazaba tan estrechamente con mi razón de ser y de estar en el mundo como la búsqueda de la inmortalidad. No exagero si digo que en cada ocasión en que descendí solo hasta el paraje enzarzado que me hablaba con la voz hipnótica del agua y de las cigarras, sentí como si penetrara en una zona secreta, en la que se acentuaba el imperio mágico de Bomarzo, y que adiviné que lo que allí debía realizar ocurriría a su hora y era una tarea que no debía iniciarse sin estar maduro para ella, pues a medida que transcurrieran los años, enriqueciéndome subjetivamente, crecerían también las probabilidades de llevarla a cabo sin equivocarme.