Pedí a Juan Bautista que me ayudaba a vestirme, que buscara en el arca los guantes negros, los tachonados de topacios, que armonizarían con los colores del jubón y del
lucco
y, mientras revolvía y desplazaba el contenido, cayó al suelo la muñeca de Silvio de Narni, hecha a semejanza de Julia Farnese.
La había olvidado por segunda vez. Mi enfermedad y mis nuevas preocupaciones habían hecho que la olvidara por completo. Ahora la tenía en las manos, y su traza me recordaba otra muñeca, la que en Florencia, Clarice Strozzi había mandado confeccionar, a semejanza de la agonizante Adriana dalla Roza, en la via dei Servi, para consagrarla a la Virgen de la Annunziata. Juan Bautista vio también la figurilla que Silvio había mojado con mi saliva y mi sangre e, ignorando de qué se trataba, empezó a contarme la anécdota, que había oído a Leonardo Emo, de la muñeca que Isabel de Este envió a Francisco de Francia, a pedido del rey que no la conocía, y que retrataba con exactitud los rasgos de su rostro y los detalles de su atavío. Las figurillas, las muñecas, representaban un papel importante, en aquella época, para bien y para mal. Lo mismo servían para ganar el amor o para causar la muerte, con negras artes, que para impetrar el favor divino y regio.
A mí me dio miedo la que entre mis manos evocaba el culpable procedimiento con el cual tal vez yo había vencido la voluntad de mi futura duquesa. Quién sabe qué poderes nefastos encerraba. Le ordené al desconcertado paje que me trajera unas gotas de agua bendita de la capilla del palacio, y con ellas toqué la boca y los ojos claros del pelele. En cuanto saliera, la tiraría al agua. No quería verla más. Así lo hice, al subir a la góndola, sin que los otros lo advirtieran. Se la llevó el canal aceitunado, entre sus inmundicias.
La barca tenía la proa dorada y una cámara tendida de raso rojo y cubierta de flores puestas en pirámides. En la parte posterior, a los pies del gondolero que se movía rítmicamente, voluptuosamente, había dos músicos y un cantor. Distinguí en la oscuridad a varios enmascarados, entre los cuales reconocí a Pier Luigi y a Segismundo, y algunas mujeres. Nosotros —Silvio, Juan Bautista y yo— nos disfrazamos también, utilizando las caretas que nos ofrecieron, las pintorescas
baute
blancas y negras, de largas narices, que como un antifaz cubrían la mitad del rostro y que comenzaba a difundir el teatro bufón de los mimos. Me entregué con júbilo al hechizo, tan italiano, del disfraz, destinado a propagarse enormemente con el andar del tiempo, y que ya atraía tanto que cuando la corte de Ferrara quiso halagar a César Borgia le mandó de obsequio cien máscaras distintas… las cuales, ciertamente, hubieran podido interpretarse como una alusión irónica.
Pier Luigi me arrastró al fondo de la cámara, riendo. Todos habían bebido mucho y no paraban de beber. Tardé un rato en percatarme de que las mujeres que nos acompañaban eran muchachos emperifollados con ropas femeninas, y el hijo de Alejandro Farnese rió con tal bulla de la trampa en la cual había hecho caer al duque de Bomarzo que sus carcajadas y ahogos cubrieron durante buen espacio el rasguido acompasado de los instrumentos de cuerdas y las lánguidas inflexiones del cantor. Silvio y Juan Bautista Martelli, desdeñando la etiqueta, requirieron, para no quedar a la zaga, los vasos y los frascos de vino, y en breve se habían sumado al coro estrepitoso. Yo, aunque también bebí y bastante, permanecí algo aparte de la batahola general que sacudía la góndola y que amenazaba con desembocar en franca orgía. Me deshice de los brazos de Pier Luigi y me ubiqué a proa.
Había, en el Gran Canal, otras barcas como la nuestra, ruidosas, floridas, que aprovechaban la tibieza de la noche. En los palacios parpadeaban los fanales que decoraban los
porteghi
de los altos oficiales navales de la República y que proclamaban también la notoriedad familiar de quienes, de siglo en siglo, habían desempeñado las funciones más codiciadas. A su luz se engreían los escudos de las viejas estirpes, colocados orgullosamente en los atrios, y se adivinaban, bajo los pórticos, entre los adornos de mármol trenzado que ascendían hacia los góticos balcones policromos, los locales destinados al comercio, porque Venecia era una mezcla inseparable de vanidad señorial y de prudencia mercantil. Venecia, enrejada de andamios en las nuevas construcciones que anunciaban el crecimiento incesante de las arquitecturas suntuarias, se presentaba entonces ante el viajero con los solos atributos que derivaban de su propia gloria, de su propio esfuerzo, de su propia corrupción, todavía sin la sugestión romántico-turística, sin la propaganda del aporte extranjero y literario que brota de Goethe, de Byron, de George Sand, de Musset, de Wagner, de Browning o de Ruskin. El falso palacio de Desdémona seguía siendo el palacio de los Contarini. Y la ciudad seducía con la única seducción de su presencia extraña.
Juan Bautista, poco acostumbrado al vino, sufrió pronto sus efectos. Parecía endemoniado. Obedeciendo a una insinuación de Pier Luigi y antes de que yo pudiera detenerlo, porque los muchachos vestidos de mujeres me interceptaron el paso con sus faldas opulentas, en la embarcación insegura, se despojó de las ropas, hasta quedar totalmente desnudo. Entre los aplausos de los tripulantes de nuestra góndola y de las vecinas, se irguió como un bronce de Juan de Bolonia o de Benvenuto, como uno de esos delicados bronces de Benvenuto que se alzan en la base del «Perseo», y empezó a fingir con ademanes torpes que era una estatua. Su cuerpo enjuto, ceñido en la breve cintura, estirado en las largas piernas, espejeaba bajo el claror de la luna y de las farolas. Oí, en el escándalo estimulado doquier por los músicos y los cantantes, que me llamaban desde un batel cercano, en el que nos habían reconocido a pesar de las máscaras, y divisé a Hipólito de Médicis, a Maerbale y a dos mujeres, una de ellas de tan extraordinaria hermosura que no podía ser sino Zafetta, la cortesana. Maerbale había adelgazado mucho y eso había acentuado el parecido que evidenciaba nuestro parentesco. Hipólito, que era quien me había llamado, llevaba el raro atavío de pieles, con la emplumada toca, que trajo de Hungría. Su proximidad me turbó, me desesperó. Me angustiaba que me hubieran sorprendido así, en medio de esa gente, pero el destino quería que cada vez que yo participaba involuntariamente de una escena ambigua —como cuando Benvenuto Cellini me besó en la playa del castillo de Palo— uno de mis hermanos fuera testigo de mi actitud. Me sentí enrojecer hasta la raíz de los cabellos y, liberándome de las ficticias mujeres, me puse de pie, brillaron los topacios de mis guantes y de un empellón arrojé a Juan Bautista al agua. Con ello maduró el regocijo de los circundantes, mientras el muchacho, mascullando improperios, nadaba con pereza hacia los muelles.
En ese instante, sobre la gritería, surgió otra, más poderosa, más grave, henchida de peligro y de terror, y, a la distancia, vimos las llamas del incendio. Un palacio, el de los Cornaro, que se vanagloriaban de su consanguinidad con la reina de Chipre y con los memorables Lusignan, ardía en la brisa que había comenzado a levantarse y que amenazaba transformarse en viento, como si el otoño reclamara por fin su postergado dominio. Callaron las músicas, y el alerta enfrió los ánimos ante el preludio de muerte, en tanto que las embarcaciones, impulsadas por los gondoleros ágiles, bogaban veloces hacia el lugar donde el fuego destacaba el dibujo de las ventanas bizantinas y teñía de púrpura el canal, volcando el diseño del palacio sobre su ensangrentado reflejo. Nosotros llegamos los primeros, junto con la barca de Hipólito.
Los moradores del palacio habían sido sorprendidos cuando dormían. Confusamente, señores, servidores y esclavos, en la imposibilidad de ganar la calle trasera por las puertas que la combustión convertía en brasas, se zambullían en el canal. Vociferaban las mujeres, los hombres, los niños espantados. Los fueron recogiendo en las góndolas. En la nuestra levantamos a un anciano magro hasta el disparate, cuyas costillas le punzaban la piel morena como si hubiera sido tallado en un tronco de madera oscura. Pier Luigi lo identificó. Era el famoso Luigi Cornaro, el que aspiraba a alcanzar a vivir un siglo y más e iba en camino de ello, comiendo cada día una yema de huevo, y que luego publicó el
Discurso de la vida sobria
. Esa noche su experimento casi se malogró. Lo envolví en las pieles del
lucco
, y lo oí sollozar, mientras enumeraba tiritando los tesoros que con el palacio se perdían para siempre. Vivir era eso: perder, ir dejando atrás, en la senda andada, despojarse… Y ser inmortal equivaldría a terminar más desnudo, por fuera y por dentro, que el grácil Juan Bautista Martelli cuando se había plantado con ufanía ebria en medio de los tablones de nuestro batel.
El incidente quebró el hielo que nos separaba del grupo de Hipólito y de Maerbale. A poco, nuestras góndolas siguieron viaje juntas. Ni el cardenal ni Pier Luigi toleraban que se pusiera término a la diversión. Le dimos de beber al anciano, que farfullaba, histérico, y se arrancaba los escasos pelos sobrevivientes. Entramos en un canalejo silencioso, y nos detuvimos delante de San Giovanni e Paolo, porque Pier Luigi Farnese, completamente beodo, quería admirar el monumento de Bartolomé Colleoni a la luz de la luna. Descendieron todos, tambaleándose, y yo con ellos. Luigi Cornaro se apoyó en mí, que tan frágil sostén ofrecía, y nos acercamos a la fábrica del Verrocchio.
—Fue —exclamó Farnese, hipando— un gran guerrero y un hijo de puta.
E imprevistamente, sin decir más, se puso a orinar contra la base de la estatua. Eso irritó sobremanera a Maerbale. ¿Acaso Colleoni no era un supremo colega suyo?, ¿acaso ambos no representaban lo mismo, la pasión heroica, el desprecio de la vida, la venta, el alquiler de la vida al mejor postor, valerosamente?; ¿acaso Colleoni no había conquistado para la perennidad el mejor de los monumentos ecuestres del mundo? Reaccionó en seguida, con solidaridad castrense —tal vez, si se hubiera tratado de la estatua de un poeta no hubiera reaccionado así, pero estaba en juego el prestigio profesional— y, sin que ninguno de nosotros acertara a separarlos, tan súbito había sido su ataque, se trabó a golpes con Farnese. Se persiguieron por la vacía plaza, por el Campo de las Maravillas, hacia el pórtico de la iglesia, hacia las arcadas entre las cuales reposaban las urnas funerarias de los primitivos dux, esos Tiepolos que tenían por blasón un gorro frigio. Luigi Cornaro se soltó de mí y se puso a maldecirlos, llorando. Luego, sin agradecernos, sin despedirse, echó a correr, como un fantasma, rumbo a su palacio llameante. Los pliegues de mi
lucco
flotaban detrás, azotando al aire, como si llevara sobre las espaldas, agarrado con feroces uñas, un felino negro, peludo, del cual no se podía desprender y que se ensañaba con él y su voluntad rabiosa de no morir. Quedaron en la plaza, abandonadas, nuestras máscaras de largas narices, inútiles, como si se hubiera desarrollado allí un combate de fantoches.
Aquella experiencia me decidió a apresurar mi partida. No me convenía, poco antes de mi matrimonio, exhibirme en esos juegos equívocos, aunque los compartiera con el hijo de quien sería, seguramente, el próximo papa, y la época no atribuyera mayor importancia a tales episodios. Y esto último está por verse… Harto lo experimentó en carne propia, años más tarde, el tremendo Aretino —a quien no le sirvió de pasaporte, para la oportunidad, que Ariosto lo hubiera proclamado, en la segunda edición del
Furioso
, «divino» y «flagelo de príncipes»—, pues un suspicaz veneciano, a cuya esposa el escritor había admirado y cortejado platónicamente, lo acusó de blasfemia y de sodomía, y tampoco lo ayudó, para el caso, alojar en el palacio Bolani un harén de
aretinas
, con hija natural por añadidura, pues el «flagelo» se vio obligado a esconderse a orillas de la laguna, hasta que se calmaron los ánimos, intervinieron amigos pudientes y se le facilitó el regreso impune, que fue triunfal. Ya estaba yo, por otra parte, suficientemente repuesto para enfrentar lo que a Venecia me había llevado (y a lo cual debía el encuentro de Paracelso y sus consecuencias imprevisibles): mi retrato por Lorenzo Lotto. Y si mi delgadez y mi palidez eran extremas, eso contribuiría a acentuar el interés y la elegancia de la efigie.
Concerté, pues, una entrevista con Magister Laurentius, en el palacio Emo, y allá vino el maestro a visitarme. Me parecía oportuno que antes de emprender la obra el pintor me conociera bien, porque sabía que cada uno de sus retratos se nutría de un caudal psicológico enriquecedor que guiaba al autor mientras lo creaba. El procedimiento fue muy del gusto de Lotto, y juntos salimos varias veces a caminar por Venecia. Él contaba a la sazón unos cincuenta y dos años, veinticuatro más de los que tenía cuando pintó a mi padre para el políptico. Era un hombre taciturno, de poco hablar, sin rasgos físicos notables fuera de sus grandes ojos negros, y poseía una seducción difícil de definir, ni del lado del Ángel ni del lado del Diablo, que emanaba quizás de su concentrada timidez enfermiza, de su susceptibilidad que hería cualquier roce, y de ese silencio al que se adivinaba tenso de emoción. En momentos en que la opulenta ola gozosa de la pintura veneciana progresaba teatralmente hacia la espuma suprema del Veronés, y se aprestaba a estallar al pie de terrazas de mármol en las que se sucedían los frívolos festines, Lorenzo Lotto seguía siendo, desde aspectos que se relacionan con su introversión sombría, índice de fuegos subterráneos, un solitario del arte, volcado con su congoja perpleja hacia las nieblas interiores de sus modelos. Por eso me atrajo y nos comprendimos, a pesar de la eufórica superficialidad que destacaba lo que en mí había de barroco. Nos cruzamos en una zona penumbrosa —la de los ansiosos, la de los insatisfechos, la de los incapaces de una confesión plena— y en ella convivimos. Mucho se ha escrito (particularmente desde su «redescubrimiento» actual) sobre él, sobre el patético sentimiento de la fugacidad del tiempo que planea sobre sus retratos —un crítico ha aludido a su sensibilidad tassesca y hasta pascaliana— y sobre su frigidez, que resta calor a los desnudos femeninos, los cuales evidentemente no lo conmovían, mientras que sus inquietantes imágenes viriles son como el reflejo de un secreto doloroso que ocultó a lo largo de una vida torturada, que transcurrió entre discípulos burlones. Todos esos
temas
se conjugaban en Lorenzo Lotto y yo los presentí entonces, en forma confusa, porque el pintor eludía la confidencia y callaba, o cambiaba la conversación no bien su interlocutor entreabría una de las puertas que conducían a las regiones crepusculares de su intimidad. Me sentí cómodo con él, pese a sus turbaciones, a sus reticencias, a sus balbuceos, a las dificultades de un diálogo en el cual avanzábamos como si su mérito mayor consistiera en esconder espinas. Vanamente traté de que me hablara de mi padre.