Read Bocetos californianos Online
Authors: Bret Harte
Pero aquí el discurso del coronel, en el que se notaba la influencia de los licores, se enturbió hasta hacerse ininteligible e incoherente. Posible fuera que
Lady Clara
hubiese oído en casos semejantes algo parecido y por lo tanto estuviese dispuesta a suplir las omisiones e incongruencias del maduro galán. Sea como fuere, las mejillas de la pareja del coronel conservaron el rubor virginal y la timidez consiguiente hasta que ambos llegaron al término de su jornada.
Constituía el final de la excursión una bonita aunque pequeña quinta recientemente blanqueada, y que se destacaba en agradable contraste sobre un grupo de pinos, algunas de cuyas primeras filas habían arrancado para dar lugar al muro que rodeaba un simétrico jardinito. Bañada en la luz solar y en completo silencio, tenía apariencia de nueva y deshabitada, como si acabasen de dejarla carpinteros y pintores. En la mitad del huerto, un chino cavaba imperturbable, pero la casa no daba otras señales de vida. El camino, como había dicho el coronel, estaba realmente expedito y la señora de Galba se paró junto a la reja. El coronel hubiera entrado con ella, pero le detuvo con un gesto.
—Vuelva a buscarme dentro de dos horas y tendré hecho mi equipaje —dijo tendiéndole la mano y con una semisonrisa en los labios.
Asióla el coronel y estrechóla efusivamente. Tal vez la presión fue ligeramente correspondida, pues el galante coronel se alejó ahuecando su pecho y con paso triunfante, tan vigoroso como lo permitían la estrechez y altos tacones de sus botas. Cuando se hubo alejado convenientemente,
Lady Clara
abrió la puerta, escuchó por un momento desde la desierta entrada, y luego subió la escalera rápidamente, hasta llegar a su antigua habitación.
El aspecto del dormitorio no había cambiado desde la noche de su fuga. Su sombrerera, encima del tocador, como recordó haberla dejado al tomar su sombrero; sobre la chimenea un guante, que había olvidado en su huida; los dos cajones inferiores de la cómoda entreabiertos (no había cuidado de cerrarlos) y su alfiler de pecho y un puño sucio descansaban sobre el mármol de la mesa. No sé qué otros recuerdos se le ocurrieron; pero, de repente palideció, estremecióse y escuchó con el corazón palpitante y con la mano en la puerta; acercóse al espejo, y entre tímida y curiosa, separó las trenzas de rubio cabello, de su sonrosada oreja, descubriendo una fea herida no bien restañada todavía. Contemplóla largo tiempo, levantó indignada su cabecita, y la desviación de sus ojos aterciopelados se acentuó. Luego volvióse, y lanzando una carcajada, despreocupada y resuelta corrió hacia el armario, donde colgaban sus preciosos vestidos, y los inspeccionó con visible excitación. De repente, vio que faltaba de su acostumbrado colgador uno de seda negro, y pensó desvanecerse; pero lo descubrió un instante después, tirado sobre una maleta, donde ella misma lo había echado. Por vez primera, estremecióse agradecida al Ser superior que protege a los atribulados. Luego, aun cuando el tiempo urgía, no pudo resistir la tentación de probar delante del espejo el efecto de una cinta de color de alhucema, sobre la chaqueta que a la sazón vestía. De repente, oyó junto a sí una voz infantil, y se detuvo nerviosa. La voz repetía:
—¡Mamá! ¡mamá!
La señora Galba se volvió súbitamente. Saltando en la puerta estaba una niña de seis a siete años. Su indumentaria, elegante en sus buenos tiempos, estaba rota y sucia, y el cabello, despeluznado y de un rojo subido, formaba un cómico tocado sobre su vivaracha cabecita. A pesar de todo ello, la niña era una monada. Un cierto aire de confianza en sí mismo que suele caracterizar a los niños que por mucho tiempo se creían abandonados, despuntaba a través de su timidez infantil. Debajo del brazo traía una muñeca hecha de harapos, al parecer de confección propia, y casi tan grande como ella; una muñeca de cabeza cilíndrica y facciones toscamente dibujadas. Un largo chal, que visiblemente pertenecía a una persona mayor, le caía de los hombros barriendo el entarimado.
Esta inesperada visita no complacía a la señora de Galba. La niña, de pie aún en el umbral, preguntó nuevamente:
—¿Es mamá?
Contestóle secamente:
—No, no es mamá.
Y echó una severa mirada al arrapiezo.
La niña retrocedió unos pasos y luego, adquiriendo valor con la distancia, dijo en su habla característica:
—Vete, pues. ¿
Poqué
no te
machas
?
La señora de Galba miraba de soslayo el chal. De pronto, corrió a arrancarlo de los hombros de la niña, y dijo coléricamente:
—¿Quién te ha mandado tomar mis cosas, descarada?
—¿Es tuyo? ¡Entonces, tú eres mi mamá! ¿Verdad? ¡Tú eres mamá! —prosiguió con júbilo infantil.
Y antes de que
Lady Clara
hubiese podido evitarlo, había dejado ya caer la muñeca, y, agarrándole con ambas manos las faldas, se echó a bailar ante ella con sin igual desenfado.
—¿Cómo te llamas? —dijo
Lady Clara
fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña.
—Tarolina.
—¿Tarolina?
—
Cí
… Tarolina.
—¿Carolina?
—
Cí
… Tarolina.
—¿De quién eres? —preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor.
—¡Caramba! soy tu niña —dijo la criatura sonriendo—. Tú eres mi mamá, mi nueva mamá. ¿No
zabez
, no
zabez
que mi otra mamá se ha marchado y que no volverá? Ya no vivo con mi otra mamá. Ahora tengo que vivir con papá y contigo.
—¿Hace mucho tiempo que estás aquí? —preguntó de mal humor
Lady Clara
.
—Me parece que hace tres días —contestó Carolina después de una pausa.
—¿Te parece? ¿No estás segura? —dijo con sorna
Lady Clara
—. ¿Pues, de dónde viniste?
Los ojos de Carolina comenzaron a parpadear bajo este vivo examen. Con gran esfuerzo reprimió su llanto, contuvo un sollozo y dijo:
—Papá… papá me trajo de casa
miss
Simmons… de Sacramento, la semana última.
—¡Cómo! Acabas de decir hace tres días —replicó aquélla con severidad.
—Quise decir un mes —dijo entonces Carolina, completamente perdida en su confusión e ignorancia.
—No sabes lo que te pescas —exclamó a gritos
Lady Clara
, resistiendo al impulso de sacudir la figurita que tenía ante sí y de precipitar la verdad por medios de orden puramente material.
La rubia cabecita desapareció repentinamente en los pliegues del vestido de la señora de Galba, como esforzándose en extinguir el abrasado color de sus mejillas.
—Déjate de lloriqueos —dijo
Lady Clara
librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo—. Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha —prosiguió cuando Carolina se marchaba—. ¿Dónde está tu papá?
—También ha partido… Está enfermo… Partió… —aquí titubeó— hace dos o tres días.
—¿Quién te cuida, niña? —dijo
Lady Clara
mirándola fijamente.
—John, el chino. Me
vizto zola
; John hace la comida y arregla las camas.
—Vete, pues, pórtate bien y no me fastidies ya —dijo
Lady Clara
recordando el motivo de su visita—. Espera, ¿a dónde vas? —añadió mientras la niña, arrastrando tras de sí su larga muñeca agarrada por una pierna, se disponía a subir la escalera.
—Me voy arriba a jugar y ser buena y no fastidiar a mamá.
—¡No soy tu mamá! —gritó la aludida, y luego volvió rápidamente a su dormitorio y cerró violentamente la puerta.
Continuando los preparativos, sacó del cuarto ropero un gran baúl y empezó a empaquetar su equipaje con enfadosa y colérica rapidez. Rasgó su mejor vestido al sacarlo del colgador, y por dos veces se arañó las blandas manos con ocultos alfileres, mientras mentalmente comentaba indignada el suceso que le ocurría. ¡Ah! entonces lo comprendía todo. Su alevoso marido había traído esta niña de su primera mujer, esta niña cuya existencia nunca pareció importarle, para insultarla, para ocupar su puesto. Sin duda, la primera mujer en persona la seguiría pronto allí, o tal vez tendría una tercera mujer de cabello rojo, no castaño sino rojo. Como es natural, la niña, Carolina, se parecía a su madre, y así, lo sería todo menos bonita. Quizá el enredo estaba preparado de antemano, acaso tenía a esta niña de cabello rojo, como el de su madre, en Sacramento, a una distancia conveniente, y preparada para traerla cuando fuese oportuno. Recordó entonces los asiduos viajes debidos, según decía él, a negocios. Acaso la madre estaba también allí; pero no, se había ido hacia el Este. No obstante, en su actual situación de ánimo, prefería descansar en la idea de que allí estaba. Experimentaba una vaga satisfacción en exagerar su estado de ánimo. Seguramente que jamás se había abusado de tan escandalosa manera de una mujer. Concluyó el cuadro de su mala fortuna. Yacía sola y abandonada, a la puesta de sol, en medio de las caídas columnas de un templo en ruinas, en actitud graciosa aunque melancólica, mientras que su marido se alejaba rápidamente, con una mujer de rojo cabello, pavoneándose a su lado en un lujoso carruaje tirado por un magnífico tronco. Apoyada sobre la maleta que acababa de llenar, compuso el plan del lúgubre poema de su desgracia. Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la
otra
, radiante de sedas y pedrería. Imaginóse a sí propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de
El Alud
y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión… ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía? Él, por lo menos, la comprendía. El… y se rió otra vez con la indiferencia y ligereza de algunos momentos antes, y luego volvió de repente a la primitiva seriedad.
Y el duendecillo de cabello rojo, ¿qué estaría haciendo en aquellos momentos? ¿Por qué estaba tan quieta? Corrió silenciosamente la puerta, y entre la multitud de pequeños rumores y crujidos de la desierta casa, se le figuró oír una voz débil que cantaba en el piso de arriba. Recordó que éste no era más que un desván utilizado para cuarto de trastos viejos. Casi avergonzada de su acción, subió furtivamente las escaleras, y entreabriendo la puerta, miró hacia adentro.
Un rayo de sol penetraba en diagonal y entre inquietas motas por la única ventanilla del desván e iluminaba una parte del vacío y triste cuarto. En este rayo de sol vio brillar el cabello de la niña como si estuviera coronada por una aureola de fuego. Allí, con su enorme muñeca entre las rodillas y sentada en el suelo, parecía hablarle y no tardó
Lady Clara
en comprender que reproducía la entrevista ocurrida hacía unos instantes. Reprendió severamente a la muñeca, preguntándole sobre la duración de su estancia en la casa y acerca de la medición de los días y las semanas. Imitaba acertadamente las maneras de la señora de Galba y la conversación casi reproducía literalmente la anterior, con una sola diferencia. Después que hubo informado a la muñeca de que no era su madre, y terminada la entrevista, añadió cariñosamente: «Que si era muy
güeña
, muy
güeña
, sería su mamá y la daría un beso.»
A la malhumorada fugitiva, esta escena la afectó muy desagradablemente y la conclusión hizo que sus mejillas se tiñeran de carmín. Lo desamueblado del aposento, la luz a medias, la monstruosa muñeca, cuyo tamaño casi natural parecía dar a su falta de habla patético lenguaje, la debilidad de la única figura animada del cuadro, afectaron profundamente la sensibilidad de la mujer y la imaginación del poeta. En esta situación, no pudo menos de aprovecharse de la sensación y pensó en el hermoso poema que podría trazar con aquellos materiales, si el cuarto hubiese sido más oscuro y la criatura quedara más abandonada; por ejemplo: sentada al lado del féretro de su madre mientras gemía el viento por puertas y ventanas. Súbitamente, oyó pasos en el portal y reconoció el ruido del bastón del coronel resonando en el piso.
Saltó rápidamente la escalera y encontró al coronel en el recibidor, faltándole tiempo para hacerle la voluble y exagerada historia de su descubrimiento y la indignada relación de sus agravios.
—¡Oh! ¡no diga usted que el enredo no estuviese ya arreglado de antemano, pues sé que lo estaba! —decía a voces—. Y juzgue —añadió— del corazón del infame, que abandona a su propia hija de un modo tan inhumano.
—¡Es una solemne desvergüenza! —tartamudeó el coronel sin la menor idea de lo que estaba diciendo.
Imposibilitado de encontrar motivo para la exaltación de su ídolo y de comprender su carácter, no sabía qué actitud tomar. Balbuceó, resolló, se puso grave, galante, tierno, pero de un modo tan necio e incomprensible que
Lady Clara
experimentó la dolorosa duda de que estuviese en su perfecto juicio.
—No vamos —dijo la señora de Galba con repentina energía contestando a una observación hecha en voz baja por el coronel, y retirando su mano de la vehemente presión de aquel hombre apasionado—. Es inútil; mi decisión está ya tomada. Es usted libre de mandar por mi maleta tan pronto como quiera; pero yo me quedaré aquí para poner frente a frente de este hombre la prueba de su infamia. Le pondré cara a cara con su villano proceder.
Estoy convencido de que el coronel Roberto no apreciaba en todo su valor la prueba convincente de la infidelidad y perversión acusada y demostrada hasta la evidencia por el albergue concedido a la hija de Galba en su propia morada. Sin embargo, entróle en seguida como un presentimiento vago de que un obstáculo imprevisto se oponía a la perfecta realización de los deseos de su romántico espíritu. Pero antes de que pudiera proferir palabra, Carolina apareció en el descanso de la escalera, contemplando a la pareja entre tímida y curiosa.
—Es aquello —dijo febrilmente
Lady Clara
.
—¡Ah! —dijo el coronel con repentino arranque de afecto y alegría paternales, chocantes por su falsedad y afectación—. ¡Ah! ¡Bonita niña, bonita niña! ¿Cómo estás? ¿Estás bien, eh, hermosa? ¿Qué tal te va?
Volvió a cuadrarse el militar en elegante actitud y a dar vueltas a su junco, hasta que se le ocurrió que estos medios de seducción eran acaso inútiles para con una criatura de tan corta edad. Carolina, sin embargo, no se fijó en estos cumplidos, sino que sofocó más aún al caballero coronel corriendo a toda prisa hacia
Lady Clara
, buscando protección en los pliegues de su vestido. Sin embargo, el coronel no se dio por rendido, y arrebatado de respetuosa admiración, hizo notar la admirable semejanza del grupo con la «Madona y el Niño». Ella se rió locamente, pero ya no rechazó como antes a la niña. Sucedióse una pausa embarazosa pero momentánea, y luego la señora de Galba, haciendo a la niña un gesto significativo, dijo en voz apenas perceptible: