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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (28 page)

BOOK: Blanca Jenna
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Sintió que alguien le tocaba los hombros y luego bajaba por su trenza y comenzaba a desatarle las manos.

—Me encanta tu cabello —susurró Carum en su oído—. Nunca te lo cortes. Algún día volveré a soltártelo bajo el sol.

Él tenía problemas con las cuerdas que rodeaban las muñecas, y Jenna permaneció absolutamente quieta aunque, de pronto, le temblaron las piernas. No olía como el Carum que había conocido, pero sospechaba que ella tampoco debía de oler muy bien.

Finalmente, él logró deshacer los nudos y le masajeó las muñecas en silencio.

—Listo. ¿De qué me sirve mi mano derecha si se encuentra atada?

—De qué te sirvo de cualquier manera —preguntó Jenna con fatiga—, si he sido atrapada. Al menos sé que estás con vida. Había esperado hundir mi cuchillo en la boca de Kalas y perforar sus dientes amarillentos.

—¿Lo has visto? —De pronto la voz de Carum se tornó cautelosa.

—¿Verlo? Ese miserable me atrapó. Tan fácil como un niño atrapa una lagartija.

—¿Él te...? —Se detuvo, inspiró y exhaló el aire, al decir—: ¿Te ha tocado?

Sus brazos la rodearon protectores. Con mucha suavidad, ella se giró dentro de ellos.

—Dijo que si yo jugaba a ser hombre, él me trataría como tal.

—Bendita sea tu Alta por eso.

—¿Su cama podría ser peor que su calabozo? —bromeó Jenna. Carum no respondió, pero alguien en la oscuridad lo hizo.

—Mucho peor para las jóvenes de los Valles. Kalas sólo venera a las mujeres Garunianas. Sólo ellas están exentas de sus malos tratos.

Jenna emitió un largo silbido a través de sus labios secos.

Carum volvió a susurrarle, pero en voz tan baja que nadie salvo ella pudo escucharlo:

—¿Te encuentras sola?

—Estoy aquí, en la oscuridad —respondió Jenna, también en voz baja.

—No me refería a Skada. Sé que desaparece sin la luz. Pero ¿y los demás? ¿No estarán todos...?

—¿Muertos? No. Aunque tu hermano... Oh, Carum, ahora eres el rey. Lo siento.

La poca luz sobre su rostro permitió que él viera cuan sincero era su pesar.

—Ya lo esperaba. Kalas lo había insinuado. Y lo siento, Jenna, pero estaba escrito en la profecía. Tú serás la esposa del rey y yo no hubiese permitido que nadie más se casara contigo. No estoy sorprendido.

—No serás el rey si nos encontramos en un calabozo. Y, por desgracia, he perdido tanto mi espada como mi... —Hurgó en su bota y buscó la daga, pero ésta también había desaparecido—. Oh, lo siento, no puedo pensar en la oscuridad.

—No puedes pensar con las manos atadas —rectificó Carum en voz alta—. Pero lo haces muy bien en la oscuridad.

Por un momento, se sintió furiosa con él por bromear con sus cuestiones íntimas. Pero, cuando oyó las risas suaves a su alrededor, como agua fría sobre piedras secas, comprendió que era la primera vez en varios días que aquellos hombres reían. Era un sonido extraño en sus bocas, pero era una risa. De un modo instintivo, Jenna supo que, al enfrentar un peligro, los hombres necesitaban la risa para derrotar esa sensación de impotencia que, al final, conspiraría en su contra.

—Longbow, tú tampoco te las arreglas mal en la oscuridad. Pero ¿por qué está todo tan negro? ¿Por qué no hay nada de luz?

Hubo un ligero sonido y una sombra se movió. Uno de los hombres se puso de pie.

—Una costumbre de Lord Kalas, Anna. Es un verdadero Garuniano. Dice que es mejor tener al enemigo en la oscuridad.

A Jenna aún le dolían las muñecas donde le habían cortado las cuerdas, y se las frotó tratando de aliviar el ardor.

—¿Cuándo nos dan de comer? ¿También lo hacen en la oscuridad?

—Una vez al día —le respondió Carum—. Por la mañana, creo, aunque día y noche tienen poco significado aquí.

—Yo he llegado por la noche —dijo Jenna, y agregó como sin darle importancia—: Y había luna llena.

Carum asintió en silencio y susurró:

—¿Skada?

—Pero entonces, ¿traen antorchas? —preguntó Jenna en lugar de responder.

—Sólo una, Anna —le contestó una voz junto a su hombro. Otro añadió:

—La colocan en la pared, junto a la puerta.

—Para lo que nos sirve. Muestra lo mucho que hemos llegado a degradarnos en tres cortos días. —Carum emitió una risita breve y furiosa—. O dos. O diez. ¿No es irónico lo que un poco de suciedad, oscuridad y humedad pueden hacer con un pordiosero?

—Carum, por como hablas no pareces tú —se quejó Jenna con ira.

—Por como me veo tampoco, Jenna. Oh Jen, he hecho un real embrollo con todo esto. —Rió su propia broma—. Y no hubiese querido que me vieras de este modo.

—Te he visto de muchas maneras, Carum Longbow. Y no en todas eras el más apuesto. ¿Recuerdas al muchacho que escapaba del Buey, asustado y curioso al mismo tiempo? ¿O al joven en la Congregación, vestido con faldas y con un pañuelo? ¿O al que chapoteaba en el río Halle?

—Si mal no recuerdo, tú eras la que chapoteaba y yo quien te rescató — replicó Carum con voz casi normal. Luego volvió el desánimo—. ¿Cómo pude haber permitido que Gorum me convenciera para...?

Uno de los hombres puso una mano sobre el brazo de Jenna.

—Echaron algo en su comida, Anna. Cierta clase de bayas, que minan la voluntad de un hombre. De todos modos debemos comer. Cada uno de nosotros tiene sus momentos de desesperación. No te guíes por sus respuestas. Todos estamos así: animados un momento y deprimidos el siguiente. Muy pronto sentirás la corrosión. Somos nuestros peores torturadores.

Jenna se volvió y posó una mano sobre la mejilla de Carum.

—Todo irá mejor. Te lo prometo.

—Las promesas de las mujeres... —comenzó él antes de que su voz se desangrara como una vieja herida abierta.

—¿A qué te refieres?

—Es un antiguo dicho del Continente —Le respondió otra voz—. Olvídalo.

—No, decídmelo —insistió Jenna.

—No, Anna.

—Carum, ¿a qué te refieres?

De pronto su antigua voz regresó.

—Es algo que a Kalas le agrada repetir: “Las promesas de las mujeres son agua sobre piedra: húmedas, prontas y escurridizas.”

—Agua sobre piedra... —reflexionó Jenna—. Oí eso hace mucho tiempo, ser agua sobre piedra. Significaba algo bastante diferente.

—No me prestes atención, Jen —le suplicó Carum.

—Yo cumplo mis promesas, y tú lo sabes bien. Todo lo que necesito es esa luz. Carum estaba a punto de hablar cuando intervino otro de los hombres.

—No te servirá de nada, Anna. A ninguno nos sirve de nada. Iluminan ese agujero de la puerta y nos hacen tender a todos en el suelo, unos sobre otros.

—¿Unos sobre otros? —se interesó Jenna.

—Es un acto cruel y humillante —le explicó Carum—. Lo hacen en los calabozos del Continente. Una invención del Castillo Michel Rouge, de donde provienen casi todos los instrumentos de tortura. Kalas tiene unos primos allí.

—Vaciló unos momentos y al final admitió—: Y yo también.

—Nos cuentan en voz alta antes de abrir la puerta. Y, después de cerrarla, otra vez.

—Mejor aún —aprobó Jenna en forma misteriosa.

—Si tienes un plan, dímelo. —La voz de Carum había vuelto a ser fuerte.

—Cuéntanos —repitió una docena de hombres.

Jenna sonrió en la oscuridad, pero como estaba de espaldas a la única luz que entraba por la puerta, nadie pudo verla.

—Sólo aseguraos de que yo quede encima de todos.

Los hombres emitieron unas risitas forzadas pero, como si hubiese comprendido, Carum agregó:

—No podríamos dejar que la Anna, la Diosa Blanca, quedase debajo.

Jenna se rió con ellos y siguió con la broma:

—Aunque hay veces que no me disgusta ese lugar...

Se alegró de que nadie pudiese ver su rostro furiosamente ruborizado. Si Carum continuaba con esa broma, lo mataría antes de que Kalas pudiese acercársele. Pero él percibió su desesperada vergüenza y no añadió nada. Los hombres estaban tan animados como era posible esperar. Jenna levantó la mano hacia el rayo de luz y, al ver que la mano de Skada aparecía levemente sobre la pared opuesta, la agitó en forma de saludo y se alegró cuando Skada le respondió del mismo modo.

—¿Todo listo? —preguntó a la pared.

Pensando que se dirigía a ellos, los hombres exclamaron:

—Por supuesto, Anna.

—Para cualquier cosa que pidas —agregó Carum.

Pero Jenna sólo tenía ojos para la mano de la pared. Formó un círculo con el pulgar y el índice, el signo de la diosa. Por primera vez sintió motivos para albergar esperanzas.

Jenna se obligó a dormir sobre las piedras frías y permitió así que su cuerpo se recuperase de la larga ascensión. Se acurrucó junto a Carum y respiró lentamente, siguiendo el ritmo de su aliento. Cuando finalmente se durmió, sus sueños estuvieron llenos de pozos, cavernas y otros sitios húmedos y oscuros.

El sonido metálico de una espada contra los barrotes de la puerta los despertó a todos.

—Recuento —dijo una voz—. Arriba.

Los prisioneros se arrastraron hasta la pared y armaron una penosa pirámide. Última en subir, Jenna observó que los seis más robustos, entre ellos Carum, se tendían en el suelo. Otro trepó sobre ellos y luego otro hasta que dos hombres esqueléticos, que estaban encerrados desde hacía mucho por otros crímenes contra Kalas, ocuparon sus puestos y distribuyeron su peso con todo el cuidado posible. Resultaba fácil ver todo esto a causa de la antorcha que brillaba a través de la apertura de la puerta.

El guardia comenzó a contar.

—Uno, dos, tres...

—¡Aguarda!

Era una nueva voz la que asumía el mando. No se trataba de la de Kalas, lo cual fue una decepción pero no una sorpresa para Jenna.

Después de todo, ¿por qué iba a acudir Kalas en persona a supervisar una celda llena de prisioneros?

La voz era como un suave ronroneo.

—Ahí falta alguien —dijo con ironía—. No nos neguéis la mejor parte. Su Majestad, el rey Kalas, ha hablado de la dama en unos términos conmovedores. ¿No hay espacio arriba para ella?

—Hay espacio —admitió Jenna en voz tan baja que el hombre tuvo que acercarse a la puerta para oírle.

Jenna no alcanzó a ver más que una sombra pequeña, casi del tamaño de un muchacho.

—Siempre hay espacio —ironizó la voz ronroneante—. Porque una pirámide es una forma agradable.

Jenna adivinó.

—¡El Puma!

Él se echó a reír.

—Las mujeres listas son un fastidio. Pero, por lo que tengo entendido, no debo temer nada de ti. Ya has matado a una gata. Y yo tengo varias vidas, ¿no es así?

Sus hombres se rieron.

—Suba, señora. Ascienda a su trono.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Pregúntaselo a los hombres sobre cuyas espaldas deberás trepar —ronroneó el Puma.

—Tratamos de negarle el placer de vernos en pirámide —le aclaró Carum— y, simplemente, se negaron a alimentarnos hasta que obedecimos.

Jenna asintió con la cabeza y se quitó las botas. Luego, apoyó el pie derecho con cuidado sobre las nalgas de alguien y comenzó a subir. Cuando llegó arriba, se tendió delicadamente y trató de distribuir su peso de forma equilibrada.

—¿Ahora traerán la luz? —le susurró Jenna a uno de los hombres que estaban debajo de ella.

—Sí. Mira, allí viene.

Dos hombres, uno de ellos con una antorcha, entraron en la celda. Sin preocuparse por desenvainar la espada, el Puma entró tras ellos. Era un hombre pequeño y delgado que parecía complacido consigo mismo, como un gatito sobre un tazón de crema.

El que portaba la antorcha se detuvo frente a la pila de cuerpos y volvió a contarlos en voz alta. El segundo fue hasta un rincón, envainó la espada, dejó caer al suelo la bolsa que llevaba sobre los hombros y vació su contenido. Jenna alcanzó a ver un montón de panes duros y arrugó la nariz. Después alzó la vista hacia la pared junto a la puerta, donde se movían las sombras proyectadas por la antorcha.

—¡Ya! —gritó y saltó de la pila.

Calculó que, al rodar, caería sobre los hombros del guardia frente a la pirámide. La antorcha voló por el aire, iluminando a otro cuerpo que pareció saltar de la pared opuesta. Skada se abalanzó sobre el Puma justo cuando éste desenvainaba la espada.

Jenna tomó el arma del guardia mientras Skada hacía lo mismo con la del Puma y, después de rodar de idéntica manera, se levantaron con un rápido movimiento.

En el mismo instante, Carum y los otros prisioneros deshicieron la pirámide. Los más fuertes se levantaron de un salto, rodearon al guardia que traía el pan y le quitaron tanto la espada como el cuchillo de la bota. Carum alzó la antorcha y lanzó una carcajada.

—Alguien ha de morir aquí, mi querido Puma.

—Tal vez —aceptó el Puma con una sonrisa—. Pero disculpadme por un momento y permitidme preguntarle algo a esta joven. ¿Por qué, según el recuento de ayer, había veinte prisioneros en esta celda? Sin embargo, hoy, aunque tenía que haber una pirámide perfecta de veintiuno, había uno de más. ¿De dónde ha salido?

Skada se rió a espaldas de él.

—De un agujero tan oscuro como jamás llegarás a conocer, Puma. —Jenna siseó y de inmediato Skada guardó silencio. Pero el Puma sonrió.

—¿Podría ser...? —aventuró, con los ojos entrecerrados—. ¿Podría ser que fuesen ciertas esas historias de que vosotras las brujas convocáis demonios negros de los espejos? Los magos mienten, pero las imágenes...

Skada hizo una reverencia burlona.

—La verdad posee muchos ojos. Debes creer lo que tú mismo ves.

Jenna también se inclinó. Cuando volvió a enderezarse, el Puma se había llevado un dedo a los labios con expresión pensativa.

—Veo hermanas que podéis haber tenido la misma madre, pero diferentes padres. —Retiró el dedo—. Se sabe que las mujeres de las montañas suelen encontrar placer en estar con muchos hombres.

—Algunas —puntualizó Skada— no encuentran placer en estar con ningún hombre.

El Puma se echó a reír y, al mismo tiempo, se inclinó hacia delante y derribó la antorcha de la mano de Carum. Al contacto con las piedras húmedas, comenzó a apagarse y, sin la luz, Skada desapareció dejando caer al suelo la espada del Puma. Éste se inclinó rápidamente y la recogió.

—Mis ojos pueden ver muy bien en la oscuridad. —Su espada chocó contra la de Jenna.

—Con luz o sin ella —gritó Jenna—, lucharé contra ti. Apártate, Carum. Que nadie se interponga en mi camino. ¡Y no os mováis!

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