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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (27 page)

BOOK: Blanca Jenna
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—¡Por allí! Y allí.

—Extraño saludo —se quejó Jenna mientras se echaba la trenza hacia atrás.

—No tenemos tiempo para bromas —refunfuñó Skada acomodándose su propio cabello—. Y tú ya respiras de forma agitada aún antes de haber comenzado a escalar.

—Si pudiera aparecer y desaparecer como tú —replicó Jenna con irritación—, ni siquiera tendría necesidad de respirar.

Pero, de todos modos, le vino bien recordar que la primera lección que Madre Alta le enseñó mucho tiempo atrás fue respirar de un modo apropiado. Se obligó a pensar en la meticulosa respiración de la araña para trepar. Y al hacerlo, oyó cómo la respiración de Skada se sincronizaba con la suya.

Lentamente, una mano tras otra y colocando los pies en los pequeños rebordes, comenzaron a escalar. Cada poco se detenían juntas, respiraban juntas, reunían fuerzas y continuaban subiendo. El cuero suave de las botas estaba desgarrado, y había un agujero en la rodilla derecha de sus polainas. Sin embargo continuaron trepando.

De pronto otra nube cubrió la luna y Skada desapareció, pero Jenna estaba tan concentrada que ni siquiera lo notó.

Un minuto después la luna volvió a salir y Skada reapareció, aferrada a la piedra como Jenna.

—Te cuesta respirar, hermana —le hizo notar Skada.

—Ya basta. Dices esto sólo para fastidiarme. Le pido a Alta que te detengas.

Pero volvió a calmar su respiración y descubrió que le resultaba más fácil escalar.

La pared oscura era engañosa para la mano y para el ojo. Lo que parecía una grieta podía ser sólido. Lo que parecía sólido, un puñado de tierra. Los errores les costaban preciosos minutos y las tomaban por sorpresa a ambas por igual. Jenna se preguntó si los demás habrían logrado sus objetivos: las mujeres que escalaban el otro lado del castillo y los hombres ante la reja. Pero cuando pensó en ellos, su mano derecha resbaló y tuvo que aferrarse desesperadamente a las piedras. En la palma tenía un profundo corte. Jenna lanzó una maldición y oyó que Skada respondía con otra. Con gran concentración, halló otro sitio en el cual sujetarse y Skada suspiró.

Encima de ellas, todavía lejos, estaba la ventana iluminada. Jenna sabía que debían llegar allí antes del amanecer porque necesitaba a Skada, tanto por la espada que podía esgrimir como por el consuelo que podía brindarle. Expresó sus pensamientos en voz alta.

—Gracias —susurró Skada—, pero continúa trepando.

Hubo un momento en que Jenna se detuvo y se llevó la mano a la boca para lamer la sangre del corte. Skada hizo lo mismo, casi como una burla. Ninguna de las dos sonrió. Luego, Jenna volvió a posar la mano sobre la roca y comenzó a trepar nuevamente.

Cada centímetro les llevaba minutos. El muro parecía resistirse y sus propios cuerpos se convertían en sus peores enemigos. Los ligamentos sólo podían extenderse hasta determinado punto, y hasta el brazo o la pierna más fuerte acababa por cansarse. Finalmente, la mano de Jenna se aferró al borde superior de la pared.

—La base de la torre...

Pero la luna volvía a estar cubierta y no había nadie con quien hablar.

—¡Por los cabellos de Alta! —murmuró Jenna, utilizando una maldición que raras veces se permitía.

Hizo fuerza con ambos brazos para terminar de subir. Ni siquiera el cuero era suficiente protección contra el muro. A través de él podía sentir la dureza de la piedra.

Cuando estuvo de rodillas, se encontró mirando un par de grandes botas.

—Alza la vista lentamente —le dijo una voz—. Quiero ver la sorpresa en tu rostro antes de arrojarte abajo. Eres hombre muerto.

Desde su posición, Jenna levantó el rostro. Lentamente, sin dejar de rezar para que apareciese un rayo de luna. Cuando finalmente posó los ojos sobre el guardia, sus súplicas se cumplieron y una luna brillante iluminó su rostro.

Jenna le sonrió.

—Por Gres, tú no eres ningún hombre.

Por una fracción de segundo, se relajó y él también sonrió.

Jenna bajó los ojos de un modo evasivo, maniobra que había visto efectuar a una de las criadas de New Steading, y extendió la mano.

Automáticamente, el soldado se inclinó.

—¡Ahora! —gritó Jenna.

Alarmado, él dio un paso atrás. Pero se sobresaltó aún más cuando otra mujer, de rodillas, lo atacó por detrás. El hombre cayó y estaba muerto incluso antes de que la hoja abandonara su corazón.

Jenna levantó el cuerpo sobre su hombro y lo arrojó al vacío. No aguardó para oírlo caer. Cuando se volvió para hablar con Skada, ésta parecía aturdida.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jenna.

—Yo... nunca antes había matado a un hombre —murmuró Skada—. El cuchillo no hizo más que entrar y salir, y ya estaba muerto.

—Pero hemos matado al Sabueso. Y al Oso. Y cortamos la mano del Toro, lo cual le llevó a la muerte.

—No, Jenna, tú has hecho eso.

—Tú eres mi hermana sombra. Sientes lo que siento yo. Sabes lo que sé yo.

—No... es... exactamente... lo... mismo —Skada pronunció cada palabra con gran dificultad.

—No —dijo Jenna al fin—. Tienes razón. Por este guardia desconocido no siento lo mismo que por los demás. Mi mano no recuerda su muerte de la misma manera.

Se tocaron las manos un momento.

—Será mejor que subamos a esa torre. Esto no es más que la primera parada. Y si hay otros guardias... —Skada asintió con la cabeza—. Y cuando llegue la luz del día, ya no estarás aquí. Y si muero...

Skada sonrió con tristeza.

—No tienes que recordármelo. Cada hermana sombra conoce las reglas de la vida y de la luz. Vivo cuando tú vives, muero cuando tú mueres. Sube por esa pared. No puedo comenzar sin ti.

Jenna comenzó a escalar la pared de la torre. Los ladrillos eran más nuevos que las piedras del muro, pero los vientos del norte los habían desgastado. Algunos trozos caían bajo sus manos.

Al iniciar el nuevo ascenso, continuaron hablando en susurros para no despertar a los guardias. A cada poco, lanzaban una maldición; éstas parecían darles coraje y recordarles que la ira les sería útil cuando les faltase el ánimo. Jenna fue la primera en llegar a la ventana de la torre, pero sólo por cuestión de segundos. Tenía una uña rota bajo la cual se escurría la sangre. Le dolía el corte en la palma. Sus piernas comenzaban a temblar por el esfuerzo. Entre ambos hombros tenía un nudo de dolor. Lo ignoró todo, concentrándose en el antepecho de la ventana y en la luz que se filtraba por ella. Con un último esfuerzo de sus músculos, se subió al alféizar. Éste era ancho pero sus pies patearon la cabeza de Skada. Lo único que Jenna sintió fue alivio por haber llegado e irritación con su hermana.

—Quítate de ahí.

—La culpa es de tus piernas —replicó Skada, irascible—. Mi cabeza sólo se mueve en una dirección limitada.

Jenna trató de girar, con lo que ambas cayeron al interior, arrastrando consigo el farol del alféizar. La caída pareció eterna, pero finalmente llegaron al suelo.

Las voces rodearon a Jenna en la oscuridad.

—Ya lo tengo —gritó alguien, sujetándola por los brazos.

No le serviría de nada luchar, así que Jenna se relajó y aguardó de rodillas.

—Encended las antorchas, idiotas —se oyó una voz suave y autoritaria a la vez. Alguien encendió una antorcha y la sostuvo sobre la cabeza de Jenna. Un extraño sonido en un rincón hizo que la voz añadiese desde la oscuridad:

—Hay otro más, idiotas. Llevad la antorcha allí.

Dos hombres, uno con la antorcha y otro con la espada desenvainada, corrieron hasta el rincón. Pero la fuerte luz dispersó toda sombra. Tan sólo contra la pared opuesta, donde nadie miraba con excepción de Jenna, hubo una pierna flexionada y un rápido giro de cabeza.

—No hay nadie, Lord Kalas.

—Es sólo un efecto de la luz —mintió Jenna con suavidad—. ¿Me hubieseis capturado con tanta facilidad de haber venido acompañada? He venido sola. Siempre estoy sola, es... —Vaciló unos momentos, buscando la palabra que lo convenciese—. Es mi mayor orgullo.

Los hombres regresaron hasta Jenna e iluminaron su rostro con la antorcha.

—Es La Blanca, Lord Kalas —la reconoció el hombre de la antorcha—. Si la tenemos a ella además del príncipe, la rebelión habrá acabado por completo. Según dicen...

—Dicen demasiadas cosas —replicó Kalas—. Dejadme verla. Pero si es poco más que una niña —se rió—. Pensé que era una mujer adulta. No es más que una mozuela de piernas largas y cabello blanco.

Mientras tanto, Jenna lo miraba al resplandor de la antorcha. Carum y Piet le habían dicho muchas cosas sobre él, ninguna de ellas buena. Pero este jactancioso con la barba y los cabellos teñidos de rojo, artificio que sólo enfatizaba las bolsas bajo sus ojos, ¿podía ser el infame Lord Kalas de las Tierras del Norte? ¿Cómo podía ser él el miserable a quien todos odiaban y temían tanto?

—No estoy interesado en lo que se dice por ahí, pero a ti te fascinaría saber lo que el tan llorado príncipe Carum, que no comprendo por qué se hace llamar Longbow, decía sobre ti.

Jenna controló su lengua y pensó rápidamente que Kalas había hablado de Carum en tiempo pasado. Pero el guardia no. ¿Estaría muerto? No era posible. Ella lo hubiese sabido, hubiese sentido algo si él hubiera muerto. ¿Llorado? Tal vez Kalas se refería a su título de príncipe. A los Garunianos les gustaba jugar con las palabras. Se permitió sonreír a su captor, ocultando lo que sentía en realidad.

—¿Y quieres que yo te diga lo que el difunto y nada llorado Oso ha dicho sobre ti? Que eres un arrogante teñido de rojo.

—Ah —susurró Kalas—, no es una niña entonces. Es una mujer con toda la astucia de las mujeres. Debí de haber sabido que hasta habías cambiado el color de tu cabello. La Diosa Blanca de Longbow. Dijo que tu boca se abría casi tan rápido como tus piernas, al igual que ocurre con la mayoría de las mujeres de los Valles.

—Carum nunca... —Jenna cerró la boca, sintiéndose una niña por haber caído en semejante trampa.

—Un hombre dice muchas cosas en el potro, querida.

—Y pocas de ellas son ciertas —agregó Jenna.

Kalas se inclinó sobre ella y posó la mano suavemente sobre su cabeza, como si fuese a acariciarla. En lugar de ello, le sacó la trenza de debajo de la camisa y tiró de ella.

—Las niñas que juegan a ser mujeres tienen cierto encanto. Las mujeres que juegan a ser niñas, también. Pero las mujeres que juegan a ser guerreras me aburren. —Esbozó una sonrisa que descubrió sus dientes amarillentos—. Y para ser una niña tan bonita, tú lo haces muy mal. Tu príncipe se encuentra en el calabozo, no en mi alcoba, por lo cual todo tu esfuerzo no ha servido para nada...

—Le dio unos golpecitos en la rodilla derecha con la espada—. Excepto para fortalecer esas bonitas piernas.

—Por los cabellos de Alta... —comenzó Jenna, y esperó que la maldición la ayudase a ocultar mejor sus sentimientos.

—Los cabellos de Alta son grises y demasiado cortos como para mantenerla abrigada —respondió la voz suave y burlona del rey—. Pero, si insistes en jugar a ser un hombre, te trataremos como tal. En lugar de entibiar mi cama, lo que harías sin duda con poca gracia, a pesar de que la juventud, incluso la de los Valles, tiene ciertas ventajas, te congelarás con los otros en mi calabozo.

Jenna se mordió el labio y trató de parecer asustada, cuando en realidad el calabozo era exactamente el lugar donde deseaba estar. Aunque quería estar allí con su espada y su daga.

—Ah, veo que has oído hablar de él. ¿Cómo lo llaman?

Volvió a tirarle de la trenza, pero esta vez la enroscó en su mano y acercó su rostro al de ella. Por un momento Jenna temió que fuese a besarla. Su aliento era repugnante. La sola idea de sentir esa boca en la suya le producía deseos de vomitar.

—Lo llaman... el Agujero de Kalas —susurró Jenna.

—Disfrútalo —dijo él apartando el rostro—. Otros lo han hecho.

Se volvió tan rápido que su capa de piel de lagarto silbó como un látigo alrededor de los tobillos. Y entonces desapareció.

Los guardias empujaron a Jenna escaleras abajo y descendieron rápidamente.

Mucho más rápido, reflexionó ella, que la trabajosa subida.

Tenía las manos tan fuertemente atadas a la espalda que pronto dejó de sentir los dedos. El único consuelo era el hecho de que el hombre con la antorcha iba delante y, de ese modo, las sombras de sus cuerpos quedaban detrás. De haber estado a su espalda, hubiese visto a otra mujer maniatada, con una trenza oscura sobre la espalda, un agujero en las polainas y una cabeza dolorida.

Jenna se prometió no hacer nada que pudiese provocar que los guardas se volviesen hacia Skada; no la delataría con una observación o con un movimiento.

La escalera de la torre descendía dando vueltas y vueltas. Cuando dejó de girar, Jenna supo que se había acabado la torre y estaban en el edificio principal del castillo. A medida que bajaban, el aire se tornaba más frío y húmedo. A ambos lados, había grandes puertas de madera con ventanas provistas de barrotes. Al pasar, Jenna pudo ver unas manchas pálidas en las ventanas, pero justo al llegar a la tercera, comprendió que se trataba de rostros. Después de eso levantó la cabeza para que quienes se encontraban dentro pudiesen reconocerla. No sería enterrada en secreto.

Al final de la escalera, una pesada puerta de madera cerraba el paso. Se necesitaron tres llaves para abrirla, pero finalmente Jenna fue empujada al interior y la puerta estuvo cerrada nuevamente. Nadie había pronunciado una palabra durante todo el descenso.

Sin duda el calabozo hacía honor a su nombre. El Agujero de Lord Kalas era oscuro, húmedo y olía como un buey con diarrea. A pesar de que nunca había visto uno, Jenna conocía el olor.

Para contener las náuseas, se volvió y les gritó a los guardias:

—Que os cuelguen de los cabellos de Alta. Que Ella enrosque vuestras tripas en Sus trenzas y use vuestros cráneos...

—Nunca antes te había oído maldecir —le interrumpió una voz casi desconocida por la fatiga—. Pero, al menos, podrías buscar algo más original.

—¡Carum! —Jenna se giró para tratar de encontrarlo en la oscuridad—. Qué extraño que nos hayan puesto en la misma celda.

—Oh, ésta es especial, señora —dijo otra voz en la oscuridad—. La peor.

No estaba completamente oscuro. Por la ventanilla de la puerta entraba una luz tenue. Después de unos momentos, Jenna pudo distinguir algunas sombras, aunque no estaba segura de cuál pertenecía a Carum y cuáles a los otros prisioneros. De Skada no había ninguna señal, aunque, con ese pequeño rayo de luz, tampoco esperaba verla. Y además no deseaba que su hermana sombra sufriese ese dolor en las muñecas.

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