Authors: Jane Yolen
—Id a darles la bienvenida entonces. Levantad vuestras malditas voces y saludadlas. A las mujeres les gusta eso.
Todos comenzaron a gritar con un sonido que era mezcla de pena y de saludo, mientras agitaban sus brazos. Las hermanas atravesaron el campo bañado en sangre hasta llegar a ellos.
Enterraron a sus hombres en una fosa común y a los de Kalas en otra. El rey e Iluna tuvieron tumbas separadas. Sobre la del rey colocaron una señal con su nombre y una corona tallada por Sandor, quien tenía cierta habilidad para ello. También talló una señal para Iluna, copiando el signo de la diosa del anillo de Petra.
Las hermanas de M’dorah eran buenas enfermeras y vendaron a aquellos hombres que todavía podían montar. A instancias de Piet, los demás heridos fueron enviados de regreso a New Steading. Hizo que los hombres improvisasen unos trineos hechos con ramas y mantas, arrastrados por caballos. Tres de las mujeres mayores, que de todos modos no eran guerreras, se ofrecieron para guiar los caballos por el camino e informar sobre lo ocurrido.
—Los bebés también irán —decidió Jenna—. Si esto es realmente un final, una de las cosas que termina aquí es la costumbre de llevar a las niñas al combate.
—Pero se ha hecho siempre —protestó Maltia.
A su alrededor, todas las mujeres asintieron con la cabeza.
—Siempre —murmuraron.
—En el Libro se dice que una lealtad necia puede ser el mayor peligro. Quien me ungió me hizo recordar esto. Supongo que vosotras no os opondréis.
Hubo varias miradas entre las mujeres, y Jenna estuvo segura de que no a todas les resultaba sencillo acceder.
—Uno puede ser igualmente necio con su lealtad hacia las costumbres antiguas que hacia las personas.
—Sí. —La voz de Jenna era firme—. Y esta costumbre finaliza aquí. Hoy. Estoy segura de que, en el futuro, cantaremos sobre ello. —Entregó a la pequeña Scillia a la Legítima Oradora. La niña gimió al pasar de una mano a otra—. Pero yo regresaré para hacerme cargo de esta niña.
—Nos pertenece a nosotras, Anna —protestó Maltia—. Pertenece a M’dorah.
—M’dorah ya no existe —le recordó Jenna con suavidad—. Cuando la retiré de la espalda de Iluna, mis manos aún estaban rojas con la sangre de su asesino. Ella es mía. Le daré todo mi amor.
—La cuidaré hasta que regreses —prometió Maltia—. Después, podrás decirme, sin los vientos de la batalla en tu boca, cuánto la amas.
Jenna asintió con la cabeza.
Los otros dos bebés fueron entregados a las hermanas, con muchos susurros de despedida. Las mujeres se abrazaron, no una vez, sino varias. Cuando las niñas estuvieron atadas a sus espaldas, Maltia y las otras dos mujeres tomaron las riendas de los caballos y los condujeron con sus trineos rumbo a New Steading.
—¡Montad! —gritó Piet cuando casi hubieron desaparecido de la vista.
—No sabemos montar —exclamó una mujer.
—Aprenderéis con la práctica —les aseguró Jenna alegremente—, como me ha pasado a mí.
—¡Caballos! —rezongó una joven de mejillas sonrosadas, y escupió—. Son una abominación.
—Pero una abominación rápida y necesaria —bromeó Petra—. Si la Anna ha podido aprender a montar, todas podréis. —Esbozó una sonrisa.
Después de varios resbalones y de una desastrosa caída sufrida por una mujer mayor con rostro rechoncho y boca decidida, finalmente las hermanas estuvieron montadas.
—¿Hacia dónde iremos ahora? —le preguntó Jenna a Piet.
—Hacia el norte. Ellos fueron en esa dirección y sospecho que se dirigen a las tierras de Kalas. Con prisioneros y, en especial, con el joven príncipe, no se quedarán en el palacio del antiguo rey. Allí aún quedan demasiados partidarios suyos. Además, Kalas siempre ha tenido los mejores calabozos.
Jenna digirió esa información y preguntó:
—¿Y no regresarán aquí para terminar lo que han iniciado?
Piet esbozó una sonrisa amarga.
—Creen que ya está terminado. Y a mí me lo pareció también, hija. El Oso mató al rey. Se llevaron al príncipe Longbow y a dos docenas más de nuestros guerreros. Confiaban en que el Oso acabaría con los que quedaban y que luego los seguiría.
—¿Realmente crees eso?
—Apuesto mi vida por ello
—Acabas de hacerlo —afirmó Jenna—. Y la mía también.
Se volvió y les indicó a todos que la siguiesen. De tres en tres, cabalgaron en dirección al norte.
Había una vez un nido de siete ratones que vivían detrás de la pared de la cocina. Antes de que la madre desapareciera, les había dicho que, cuando fuesen lo suficientemente grandes para abandonar el nido, lo hiciesen con gran cuidado y todos juntos, no de uno en uno.
—Pues, si salís de uno en uno, el gran gato que vive junto a la estufa os comerá. Si puede hacerlo, Él os atrapará.
Los pequeños ratones la escuchaban, pero ella no dijo nada más. ¿Y cómo tener miedo de un Él al que nunca habían visto? Uno a uno, cuando fueron lo suficientemente grandes, comenzaron a salir del agujero. Y uno a uno desaparecieron dentro de la boca de Él. Hasta que al fin sólo quedó el más pequeño de los ratones, llamado Trocito.
Llegó el turno de Trocito en un brillante día de primavera. Pero había oído los dientes y las uñas de Él fuera del agujero. Y, aunque Trocito era pequeño, también era astuto. Espió fuera y allí estaba el monstruoso Él, roncando junto a la estufa, con un ojo abierto.
“Esto requiere un plan”, se dijo, así que registró todo el agujero y el interior de los tablones hasta dar con los materiales necesarios para llevar a cabo su plan. Trabajó durante muchos días hasta bien entrada la noche, ya que para los planes se requiere tiempo y paciencia, pero al fin terminó. Contempló su obra: un ejército de veinte ratones hechos con palillos y algodón gris, con pasas por ojos y cordeles por colas. Los ató unos con otros y, al final, ató su propia cola con un nudo especial.
—¡Toda la casa para nosotros! —gritó lo más alto que pudo para alertar al gato—. ¡Vamos, muchachos!—Y salió corriendo del agujero, empujando a aquellos ratones de juguete.
Bueno, Él se levantó de un gran salto, seguro de que le aguardaba un banquete. Primero, atacó al ratón de la punta: uno, dos, tres... Pero estaban pegados entre sí. Las colas se enredaron en sus uñas. Él maulló de ira y se metió dos en la boca, ¡Puaj! ¡Puajjj!
Trocito pudo escapar cuando el nudo de su cola se deshizo. Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo por un momento y cantó:
Un trocito sólo soy,
Mas lo he engañado y ya me voy.
Zarpas voraces y vientre glotón,
Sus grandes uñas un nudo son.
Después salió corriendo al prado primaveral para buscar a su mamá.
Al fin Gran Alta sacudió su cabello y de él cayó un obsequio a la tierra. El obsequio era una niñita en cuya mano derecha había una estrella de la más pura plata. Su mano izquierda estaba oculta detrás de ella.
—La estrella de plata es tuya, a pesar de que no has nacido con ella. Y una estrella de oro hay en tu mano izquierda. Tú decidirás cuál de ellas habrá de ser la más brillante. La estrella será a la vez tu guía y tu desgracia. Será a la vez tu luz y tu perdición. Será tu íntima compañera.
La niña arrojó la estrella de plata al cielo nocturno con una sonrisa. Allí rutiló e iluminó los caminos de toda la tierra.
Ante esto la niña sacó la mano izquierda y la abrió: no había ninguna estrella.
Y entonces Gran Alta sonrió. Se trenzó el cabello, el lado oscuro y el lado luminoso, y se sujetó las trenzas sobre la cabeza como una corona: una estrella dorada brillaba en el centro.
—Has escogido y así será. Bendita seas.
Y entonces Gran Alta colocó una columna de oscuridad a un extremo de la planicie. Y colocó al otro una columna de fuego. Y abrió un delgado sendero en el medio como el borde de un cuchillo y tan cortante como él.
—Aquella que pueda caminar por el sendero y capturar ambas torres será la más amada por mí —habló Gran Alta—. Pero desdichada la mujer cuyo pie sea pesado en el sendero o cuyo corazón sea ligero en la torre, pues fracasará y su fracaso traerá la ruina eterna sobre la tierra.
Existe una extraña planicie no lejos de Nuevomercado, donde no crecen ni el pasto ni los árboles. Sólo hay docenas de peñascos, grandes torres de piedra que se elevan varias decenas de metros por el aire. Los más altos tienen casi sesenta metros y uno de ellos se encuentra al norte y el otro al sur.
El peñasco del extremo norte parece haber sido arrasado por el fuego. El peñasco del sur lleva la marca del mar.
Sobre la Roca de fuego, hay extraños restos: maderas quemadas, puntas de huesos, y el mango tallado de un cuchillo con un círculo y media cruz grabados en el interior. Sobre la Roca del Mar no hay nada en absoluto.
Los habitantes de Nuevomercado dicen que, en un tiempo, vivieron dos hermanas en esas torres de piedra; una morena sobre la Torre de Fuego y una de cabellos blancos en la Roca del Mar. No se habían hablado en cincuenta años. Habían olvidado ya el motivo de su disputa, pero la ira continuaba viva. Cierto día llegó un niño cabalgando por la planicie en un gran caballo tordo. El niño era hermoso, con el cabello dorado y el rostro como el de la misma Gran Alta.
Ambas hermanas miraron hacia abajo y desearon al niño. Bajaron de sus torres y trataron de embaucarlo.
—Te daré oro —dijo la hermana oscura.
—Te daré joyas —dijo la luminosa.
—Te daré una corona —dijo la primera.
—Te daré un collar —dijo la otra.
El niño negó con la cabeza tristemente.
—Si me hubierais ofrecido amor —les dijo— me hubiese quedado sin pedir más que piedras para comer y una roca por almohada.
La ira que sentían las hermanas entre sí volvió a bullir, y el deseo que ambas habían concebido por el niño hizo que aumentara. La hermana oscura tomó al niño por la mano derecha y la luminosa por la izquierda. Tiraron en una y otra dirección hasta que el niño se dividió en dos. Entonces cada una de ellas regresó a su roca solitaria con la mitad del niño en sus brazos y entonaron canciones de cuna al bebé muerto hasta que ellas mismas murieron de pena.
Sus lágrimas y la sangre del niño humedecieron las cimas de las torres, haciendo crecer una flor adorable. Dividida, es como llaman los habitantes de Nuevomercado a la flor, y también Sangre del Bebé. Sirve para calmar los dolores del parto cuando se hierve en una tisana.
Como no tenía necesidad de ocultar su rastro, el ejército de Kalas resultó fácil de seguir.
—Al norte, al norte y al norte —señaló Jenna.
—Al castillo — agregó Piet.
—Y al calabozo —murmuró Jenna con expresión sombría—. Seguramente no será tan terrible como dices.
—Peor, muchacha. Lo llaman el Agujero de Kalas y no es más que eso: un agujero en el suelo.
Piet puso especial cuidado en que pasaran desapercibidos para los pocos aldeanos que se cruzaran a lo largo del camino. Para ello hizo que los jinetes viajasen en grupos más pequeños, aunque las mujeres de M’dorah se negaban a cabalgar junto a los hombres. Marek, Sandor y Gileas se habían adelantado y, a cada poco, regresaban para informar de las novedades. Aunque Jenna se sentía frustrada por el lento avance, estaba de acuerdo con Piet en que la velocidad llama la atención.
A pesar de ser un grupo tan grande, se abastecieron en el bosque sin mayores problemas. Las mujeres de M’dorah eran buenas cazadoras, y como era primavera había muchos helechos, hongos y bayas comestibles. Durante la mitad del trayecto siguieron el curso de un río, y las cantimploras de cuero estuvieron llenas de agua fresca. Incluso cuando el río torció su curso en otra dirección, nunca se encontraban lejos de alguna laguna o de algún arroyo. Los peces eran abundantes.
Un hombre enfermó por comer bayas moradas y, una noche, desertaron siete de los muchachos de New Steading. A dos mujeres de M’dorah se les produjeron terribles lastimaduras en los muslos por cabalgar. El hombre se recuperó, a pesar de que durante todo un día hubiese preferido morir. Los muchachos no regresaron jamás, pero no hubo más deserciones. Las dos mujeres no pudieron continuar viajando y se quedaron en una granja, bajo los cuidados de una anciana que las recibió con cierta reticencia, pero prometió tratarlas bien.
De este modo, quedaron aproximadamente cien jinetes, aunque estaban bien abastecidos con espadas, cuchillos, arcos y escudos.
Jenna nunca había estado tan al norte, y estaba sorprendida del cambio en los bosques. Acostumbrada a la compañía del alerce, del olmo y del roble, reconocía cada vez menos árboles a excepción del robusto pino que esparcía olorosos lechos de agujas que cubrían el suelo. Cuando acamparon por primera vez, Jenna se lo hizo notar a Petra:
—Si no hubiera tal necesidad de seguir adelante, tal vez pudiéramos disfrutar de todo esto.
—Puedes disfrutarlo —dijo Petra, apoyada en un codo—. Mejor que lo disfrutes, ya sabes que es sangre lo que nos espera al final del camino.
Al día siguiente, Jenna meditó las palabras de Petra mientras cabalgaban. Se preguntó si Petra estaba en lo cierto y, si será así, qué significaba ello para su propia forma de ser. ¿Cómo podía disfrutar de un viaje que acabaría, sin ninguna duda, bañado en sangre? ¿Cómo podía admirar unos parajes que iban a ser la tumba de tantos hombres y mujeres bondadosos? ¿Cómo podía dejar que las perfumadas agujas del pino se deslizaran por entre sus dedos, cuando el hombre al que amaba más que a ningún otro yacía en una hedionda mazmorra? ¿Cómo podía, incluso, darse cuenta de la diferencia en los prados y los bosques cuando se trataban de posibles campos de batalla? Su mente bullía como un puchero de sopa con todas esas preguntas. Pero el camino no ofrecía respuestas y el balanceo del paso uniforme de Deber la acercaba cada vez más al sangriento final que había anunciado Petra.
El viaje duraría dos días.
—Cuatro —explicó Piet—, si no hay que tomar precauciones.
—Tres —añadió Jenna—, si vamos tú y yo solos. Y no dormimos.
—Sería bueno, muchacha, poder reducir ese tiempo. Pero si lo hacemos, también reduciremos nuestras oportunidades. El castillo de Kalas es casi inexpugnable. Es todo de piedra y rocas con sólo un gran portal y tres puertas interiores de hierro. También está bien guardado. Lo construyeron justo encima del acantilado para que no pudiera ser atacado por detrás. De hecho, crearon otro risco en la parte frontal.