Authors: John Norman
Nos levantamos y volvimos a la pequeña mesa. Samos dejó el candil sobre ella.
—¿Zarparás pronto hacia el confín del mundo? —preguntó Samos.
—Ésa es mi intención. —Me di la vuelta para marcharme.
—¿Quién vencerá en la Kaissa? —preguntó—. ¿Centius de Cos o Scormus de Ar?
—Scormus de Ar —respondí—. Es invencible. Centius de Cos es un buen jugador, pero no está en forma. No será contendiente para Scormus.
—¿Cuándo volverás?
—Después del torneo.
—Verás otros también.
—Por supuesto —dije—. ¿Sabes que Philemon de Teletus jugará contra Stengarius de Ti, y que Hobart de Tharna se enfrentará a Boris de Turia?
—No —dijo Samos rudamente—. No he prestado mucha atención.
Me encogí de hombros. Decidí que Samos no tenía remedio.
—¡Pista! ¡Pista! —rió aquel joven fornido. Llevaba al hombro una chica desnuda, atada de pies y manos. La había ganado en una Caza de Chicas, en un certamen para decidir una disputa comercial entre dos pequeñas ciudades, Ven y Rarn. La primera era un puerto de río en el Vosk, la segunda era notable por sus minas de cobre, que yacían al sureste de Tharna. En el certamen participaban cien jóvenes de cada ciudad, y cien mujeres, las más hermosas de cada lugar. El objeto del juego es atrapar a las mujeres del enemigo. No se permiten armas. La contienda tuvo lugar fuera del perímetro de la gran feria, un área cerrada por una valla baja de madera, detrás de la cual miran los observadores. Cuando un joven es forzado a salir de la valla queda eliminado de la competición y no puede volver a entrar en ella. Cuando una chica es atrapada, se la ata de pies y manos y se la lleva a un foso. Los fosos están cada uno al final del campo de los contendientes. Son fosos circulares, marcados por una pequeña valla de madera, y se hunden un metro bajo la superficie del campo. Si la chica no puede liberarse, se considera una captura. El objetivo del hombre es sacar a los oponentes del campo y capturar a las chicas de la otra ciudad. El objetivo de la chica, naturalmente, es evitar ser capturada.
El joven pasó a mi lado. La chica llevaba el pelo atado; aún no se lo habían soltado como a una esclava. En torno al cuello llevaba un collar corriente de acero gris. Era una chica de Rarn, probablemente de casta alta, a juzgar por su belleza. Ahora sería una esclava en un puerto fluvial de Ven. El joven parecía un barquero. Ella tenía unos labios delicados y hermosos. Le besarían bien.
Le vi abrirse camino entre la multitud, hacia la empalizada que bordeaba las montañas de Sardar.
—¿Dónde están las mesas de las apuestas? —le pregunté a un tipo de Torvaldsland de pelo rubio que comía una costilla asada de tarsko—. ¿Dónde se celebran los torneos de Kaissa?
—No lo sé.
El hombre de Torvaldsland mordió un trozo de costilla.
—¿Dónde están los mercados de esclavos? —me preguntó.
—El mercado más cercano está a un cuarto de pasang en aquella dirección, detrás de los puestos de los mercaderes de alfombras. Pero el más grande, las tarimas de exhibición de esclavas y los grandes pabellones, están detrás de las tiendas de cadenas.
—Hablas muy claramente para ser del sur —me dijo, y me tendió la costilla de tarsko. Yo la cogí con las dos manos y me la llevé a la boca. Mordí un buen trozo de carne. No había comido nada desde la mañana.
—Gracias —dije.
—Me llamo Oleg.
—A mí me llaman Jarl Pelirrojo en el norte.
—¡Jarl! —exclamó—. ¡Perdóname, no lo sabía!
—La carne es buena —dije. Se la devolví. Era cierto, en el norte me conocían como Jarl.
—Yo luché contigo —me dijo—, en el campo de las bestias. Una vez te vi cerca de las tiendas de Thorgard de Scagnar.
—Fue una buena lucha —dije.
—Sí —convino chasqueando los labios.
—¿Está tranquilo el norte? —pregunté—. ¿Hay alguna actividad kur en Torvaldsland?
—No. El norte está tranquilo.
—Bien —dije.
El hombre me sonrió.
—Buena caza en el mercado —le dije.
—Sí, Jarl —respondió sonriendo y alzando la costilla de tarsko. Se encaminó hacia el mercado más cercano.
Esa noche había llovido, y la feria estaba cubierta de barro.
Pasó un hombre pequeño pero fornido, de apariencia muy fuerte. Aunque aún hacía frío al comienzo de la primavera, iba desnudo hasta la cintura. Llevaba pantalones y botas de piel que le llegaban a la rodilla. Su piel era oscura, rojiza como el cobre, y su pelo negro azulado y muy rizado. Portaba al hombro cuerdas trenzadas, hechas de pelo de eslín, y en la mano sostenía un saco y una brazada de pieles. Llevaba un carcaj a la espalda cargado de flechas, y un pequeño arco de cuero.
Rara vez se ven estos hombres en Gor. Son nativos de la base polar.
El rebaño de Tancred no había aparecido en el norte. Me pregunté si lo sabía.
El hombre se perdió entre el gentío.
Antes de dejar la feria quería ver el mayor mercado, que estaba detrás de las tiendas de cadenas, en el que están dispuestas el mayor número de tarimas, cerca del gran pabellón de venta, de seda azul y amarilla, los colores de los esclavistas.
Si encontraba chicas que me gustaran podía hacer que me las llevaran a Puerto Kar. El transporte de esclavas es barato.
Bajé por la calle de los vendedores de artefactos y curiosidades. Me encaminaba hacia las tiendas públicas junto al anfiteatro. Allí era donde estaban las mesas para las apuestas de la Kaissa.
Al atravesar la calle vi al tipo de la base polar, desnudo hasta la cintura, con sus botas y pantalones de piel. Estaba hablando con un hombre alto y corpulento de uno de los puestos. También había un escriba detrás del mostrador. El tipo de las pieles al parecer no hablaba muy bien el goreano. Estaba sacando objetos del saco de piel que llevaba encima. El tipo alto detrás del mostrador los examinaba. Eran objetos redondos y no se sostenían sobre el mostrador. El nativo de la base polar los sostenía para mirarlos con atención. Los había hecho él. Eran tallas de eslín de mar, de peces y ballenas, y pájaros y otras criaturas del norte.
Llevaba otras tallas en la bolsa, hechas de piedra azul marfil y hueso.
Continué mi camino.
En pocos minutos llegué a la zona de las tiendas públicas, y no tuve ninguna dificultad en encontrar las colas de las mesas de apuestas. Había docenas de mesas, y las colas eran muy largas.
Esa noche me quedaría en una de las tiendas públicas. Por cinco tarskos de cobre se pueden alquilar pieles y una plaza en la tienda. Es caro, pero al fin y al cabo es la feria de En’Kara. Estas tiendas suelen estar atestadas, y en ellas duermen campesinos codo a codo con capitanes y mercaderes. Durante la feria de En’Kara se olvidan muchas de las distinciones entre hombres.
Por desgracia, en las tiendas no sirven comidas, aunque por el precio que tienen deberían dar banquetes. Pero hay muchas cocinas y mesas públicas distribuidas por todo el distrito de la feria.
Cogí sitio al final de una de las largas colas, en la que me pareció la más corta.
Las tiendas públicas tienen alguna compensación. Dentro de ellas se puede beber vino y paga, servidos por esclavas cuyo uso también va incluido en el precio del alojamiento.
—¡Caldo! ¡Caldo! —gritaba un hombre.
Le compré por un tarsko de cobre un pote de sopa, con tiras de bosko caliente y con sul hervido.
—¿Por quién apuestas en el gran torneo? —pregunté.
—Por Scormus de Ar —me dijo.
Asentí. Le devolví el pote de la sopa. Temía que las apuestas por Scormus no fueran muy altas. Yo pensaba que sería el ganador, pero no me hacía gracia arriesgar un tarn de oro para ganar un tarsko de plata.
En las colinas a cada lado del anfiteatro había una tienda dorada. Una de ellas era la Scormus de Ar, la otra era la de Centius de Cos.
—¿Se han jugado ya el amarillo? —pregunté.
—No.
Normalmente la mayoría de las apuestas se hacían después de que se supiera quién jugaría el amarillo, que determina el primer movimiento, y el primer movimiento, naturalmente, determina la apertura.
Pero las apuestas ya eran fuertes.
Especulé sobre los efectos que tendría el sorteo del color amarillo sobre el torneo. Si Centius tenía el amarillo, las apuestas a favor de Scormus bajarían un poco, pero probablemente no mucho. Por otra parte, si Scormus salía con el amarillo, las apuestas subirían mucho a su favor, algunos aceptarían incluso apuestas de veinte contra uno en tales circunstancias. De cualquier forma, imaginaba que tendría que apostar al menos diez a uno a favor de Scormus, que sería el favorito.
—Mirad —dijo un hombre.
De las dos tiendas salieron dos grupos de hombres que se encaminaban al anfiteatro. En los grupos irían Scormus de Ar y Centius de Cos. El oficial en jefe de la casta de los jugadores, con representantes de Cos y de Ar, les esperaba en el escenario de piedra del anfiteatro, sosteniendo el casco.
Respiré más tranquilo. Ahora pensaba que me daría tiempo a hacer mi apuesta antes del sorteo. Si Scormus sacaba el amarillo y yo hacía mi apuesta después de eso, apenas podría ganar nada, aunque apostara una buena cantidad.
—¡Deprisa! —gritó un hombre—. ¡Deprisa!
Los dos grupos de hombres entraban en el anfiteatro desde extremos opuestos.
—El siguiente —dijo el corredor de apuestas.
Estaba frente a la mesa.
—Catorce a uno a favor del campeón de Ar —dijo.
—Cuatrocientos tarns de oro —dije yo— a favor del campeón de Ar.
—¿Quién eres? —me preguntó el corredor—. ¿Estás loco?
—Soy Bosko de Puerto Kar.
—Hecho, Capitán.
Firmé la hoja con el signo del bosko.
—¡Mirad! —gritó un hombre—. ¡Mirad!
Sobre el anfiteatro un hombre alzó el estandarte de Ar.
Me hice a un lado. Había un gran estruendo. Los hombres de Ar se abrazaban unos a otros entre la multitud. Y entonces, junto al hombre que sostenía el estandarte de Ar apareció un hombre con el atuendo de los jugadores, la túnica de cuadros rojos y amarillos y la capa de cuadros, con el tablero y las piezas colgando sobre el hombro, como los pertrechos de un guerrero. El hombre alzó la mano.
—¡Es Scormus! —gritó la multitud—. ¡Es Scormus! —Entonces el joven alzó él mismo el estandarte de Ar.
Los hombres de Ar gritaban. El joven devolvió el estandarte a su portador y desapareció de la vista.
Había gran regocijo.
—El siguiente —decían los corredores de apuestas.
—Treinta y seis a uno a favor del campeón de Ar.
Yo sonreí mientras me alejaba de las mesas. Habría preferido tener mejores apuestas, pero me las había arreglado para hacer la mía antes de que se doblaran en contra del pobre Centius de Cos. Esperaba ganar cien tarns de oro. Estaba de buen humor.
Volví mis pasos hacia el mercado principal.
Llegué al gran pabellón, que ahora estaba tranquilo. Sin embargo había una gran actividad y bullicio entre las tarimas. Aquí y allá se arrojaba comida a los esclavos.
—¿Dónde están las nuevas esclavas? —preguntó un hombre a otro.
—En las plataformas del oeste —respondió éste. Estas plataformas se dedican generalmente para organización, y las chicas no suelen ser vendidas allí. Lo normal es que esperen allí antes de ser conducidas a sus propias tarimas, las que han sido alquiladas con anterioridad por sus amos.
Puesto que tenía tiempo de sobra, me dirigí a las plataformas del oeste. Si había allí algo bueno tal vez pudiera averiguar en qué plataforma se pondría a la venta para poder estar allí cuando ella llegara.
Mientras caminaba entre las plataformas vi carros arrastrados por tharlariones, que esperaban soltar su delicada carga. Los mercados de las ferias del Sardar son mercados grandes e importantes para la economía goreana. La mayoría de los carros son carros de esclavos, y llevan un barrote en el centro en el que van encadenados los tobillos de las chicas.
Seguí mirando las nuevas plataformas.
En algunas las mujeres estaban todavía vestidas, al menos en parte.
Ya iba a alejarme de la zona de las nuevas tarimas cuando vi algo que me interesó. Un lote de cuatro chicas.
Tres de ellas eran morenas y la cuarta rubia. Tenían encadenadas las muñecas y los tobillos.
Estaban arrodilladas Llevaban collares encadenados uno a otro.
Lo que encontraba interesante en ellas era que llevaban indumentaria de la Tierra.
La chica del extremo, la rubia, llevaba un pantalón corto de algodón azul, muy bajo de cintura para dejar ver su vientre. Vestía una camisa azul de trabajador atada bajo los pechos.
Era de piel morena y ojos azules, con el pelo rubio suelto y anillas en las orejas. La chica siguiente, de pelo oscuro, llevaba pantalones negros y femeninos, al parecer de algún material sintético terrestre. La pernera derecha del pantalón estaba rasgada de la rodilla para abajo. También llevaba los restos de un jersey de cuello alto rojo, igualmente femenino, rasgado de modo que se veía su pecho derecho. Cuando la miré, ella bajó la vista asustada e intentó cubrirse más. Sonreí. Qué absurdo era su gesto; parecía no saber dónde estaba. Estaba en Gor. Estaba en la tarima. También llevaba adornos en las orejas.
Las otras dos chicas eran de cabello y ojos oscuros. Llevaban pantalones de algodón azul y camisas de franela y pendientes de oro. Me acordé de la chica en la casa de Samos y de la ropa que había llevado y que quemaron en su presencia. Su atuendo era muy similar al de estas dos chicas; todas llevaban ese uniforme masculino que supuse sería muy popular entre este tipo de chicas, chicas que aparentemente quieren evocar la masculinidad que hormonal y anatómicamente les está negada. Parecen pensar que es mejor imitar al hombre que atreverse a ser lo que son, mujeres. A mí me parece que una mujer debería ser una mujer, pero supongo que el asunto es más complicado de lo que parece.
—Quiero hablar con alguien —dijo la chica del extremo dirigiéndose a un esclavista que pasaba.
El hombre se detuvo sorprendido ante tal osadía y la abofeteó.
—Silencio —dijo el hombre en goreano. La chica retrocedió sorprendida, con los ojos muy abiertos. Se llevó la mano a la boca; tenía sangre.
—Me ha pegado —dijo—. Me ha pegado.
Las chicas miraron en torno asustadas. La chica rubia se arrodilló.
La chica que había recibido la bofetada miró a su agresor asustada. Supuse que nunca la habían abofeteado.