Beatriz y los cuerpos celestes (16 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Se abalanzó sobre mí, los puños hacia delante, y me zarandeó. ¿Qué te has hecho en el pelo? Su aliento calentaba mi cara y transportaba alcohol en vaharadas. ¿SE PUEDE SABER QUÉ DIABLOS TE HAS HECHO EN EL PELO? Me zarandeó más fuerte. Mis oídos bloqueados por un zumbido sordo. ¿Qué pretendes? ¿Volvernos locos? Tu madre ya no sabe qué hacer contigo. La estás volviendo loca a ella y ella me está volviendo loco a mí. Me agarró por el cuello y siguió zarandeando. Me dejaba hacer, yo, laxa, como una muñeca de trapo. Me sentí como un globo a punto de estallar. Me faltaba aire. Ha perdido el control, pensé. No se da cuenta de cómo está apretando. Me resultaba difícil respirar. Me dolía la garganta. Me ahogaba. Cerré los ojos. Mi cabeza se inundó de luz blanca. Cada vez menos aire. Sus gritos sonaban muy, muy lejanos. Distorsionados. Me va a matar, pensé. No se da cuenta de lo que está haciendo. Yo hubiese querido gritar, pero no podía. No podía emitir sonido alguno. Había muchas cosas a las que decir adiós. O pocas. Mónica. Traté de evocar sus rasgos. Si me iba a morir, quería por lo menos irme al otro mundo con su imagen en los ojos.
Lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.
Sus ojos negros en los míos grises. Una bocanada de aire avasallando mis pulmones. Por fin podía respirar. Me había soltado. Náuseas, ganas de vomitar. Mi garganta emitía unos ruidos incoherentes y absurdos. Como un animal, como el ladrido quebrado de un perro viejo y bronco. Se largó pegando un portazo. Abrí los ojos al mundo, de nuevo. Deslumbrada y desorientada, intenté que mis pupilas se hicieran al resplandor repentino y excesivo de la luz eléctrica. Náuseas y un dolor horrible en el cuello. Seguí tosiendo y boqueando un largo rato. En algún momento casi me pareció que jamás volvería a respirar con normalidad. La habitación oscura y al fondo la luna de cara rosada que todo lo contemplaba, impasible.

Me metí en la cama intentando recuperar la calma, la total inmovilidad de antes. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Cuando llegaban a los labios sacaba la lengua para paladear su sabor salado. No quería pararme a pensar ni entender nada, no quería buscar explicaciones, no quería juzgar ni entender, porque cuando me paraba a pensar me acababa doliendo la cabeza. Había tantas cosas sin sentido en nuestra casa que resultaba inútil buscar una lógica, un hilo conductor, un manual de instrucciones. Más valía tumbarse e intentar no pensar, controlar mi pulso desbocado y concentrarme en mantener una respiración pausada y regular.

Los disgustos y las preocupaciones no me alteraban el sueño. Todo lo contrario, me narcotizaban. Me evadía a territorios nocturnos poblados de imágenes borrosas. Podía dormir horas y horas, vagar sin brújula por paisajes oníricos.
Morir, dormir, soñar acaso... Pensar que un solo sueño pone fin a todas las angustias y los males...
Dormí, dormí y dormí. Dormí todos los gritos de mi padre. Nadie me despertó a la mañana siguiente, y cuando abrí los ojos el reloj marcaba las diez. Ya no llegaría a clase. Supuse que mi madre, como de costumbre, se habría encerrado en su cuarto pretextando una de las jaquecas que le sobrevenían cuando se llevaba algún berrinche. Entonces cerraba las persianas a cal y canto y se encerraba en su habitación durante horas. Nadie la podía molestar.

Atravesé el pasillo de puntillas hacia el cuarto de baño, procurando que mi presencia en la casa pasara inadvertida. Una rubia platino —demasiado joven para serlo— me miró desde el espejo, pálida y ojerosa. Me asusté al descubrir el estado de su cuello, tan hinchado cono si hubiesen intentado ahorcarla y oscurecido por una especie de collar morado, la impresión de los dedos de mi padre. Pensé que no podía presentarme así en el colegio, puesto que no tenía explicación para justificar mi aspecto. Se me ocurrió ponerme un jersey de cuello cisne o un pañuelo, pero hacía demasiado calor y deseché la idea. Al final decidí no ir. Iba a llegar tarde de todas formas, así que en el fondo daba igual. No quería romperme la cabeza ideando estratagemas para ocultar aquellas marcas. No quería ver a nadie. El resto de las niñas de mi clase tenían unos padres jóvenes y encantadores, que solían ir a buscarlas al colegio. Algunos incluso jugaban al tenis con ellas. Yo sabía que todas aquellas niñas pensaban que yo era muy rara, que estaba un tanto loca, pero había acabado por convencerme a mí misma de que me importaba un comino la opinión de aquel rebaño de criaturas dulces y bovinas, que aún iban a misa todos los domingos y escribían en sus libros de texto el nombre de un chico con el que tonteaban en el club de campo; me repetía a mí misma que, mientras contase con el apoyo de Mónica, poco podía influirme la conmiseración o el desprecio de aquellas niñatas disociadas del mundo real, mansas como corderitos con un lazo rosa. En medio de ese mundo pastel Mónica era la única que compartía conmigo aquella difusa impresión de desamparo y desarraigo, de haber crecido antes de tiempo.

Adosado a una de las paredes del cuarto de baño estaba el botiquín de mi madre, que se mantenía siempre cerrado con llave. Valiente estupidez. Se podía abrir en cuestión de veinte segundos con una horquilla y un poco de maña. Allí estaban todas las cajas de pastillas de mi madre. Aloperidol, Tranquimazín, Neorides, Luminaletas, Tegretol, Diazepán, Benzodiazepina, Luminal. Un círculo negro en la caja significaba que eran peligrosas, y yo sabía que todas lo eran, y que si me las tragaba todas, podía matarme. El simple hecho de saber que contaba con aquel arsenal de narcóticos al alcance de la mano me daba fuerzas para seguir adelante, porque sabía que si llegaba al punto en que las cosas se hiciesen insoportables, siempre podía parar en el momento en que yo quisiese.
Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario...
Tan fácil como tragar treinta pastillas, treinta sorbos de agua deslizándose cuesta abajo: garganta, esófago, estómago. Eso, si mi padre no me estrangulaba antes, claro. No, nunca sería capaz de hacerlo. Era un cobarde hasta para eso.

Había días en los que yo no existía, la mayoría. Él actuaba como si yo fuera transparente, y me ignoraba. Había días en los que a mí misma me gustaba no existir. Había días en los que era incapaz de sentir dolor. Veía cómo ocurría todo, pero nada significaba para mí; no estaba pasando. Había una misma cara frente al espejo que a veces sonreía y a veces no. A veces tenía un ojo amoratado, a veces tenía marcas en el cuello. Había bofetadas e insultos a mi madre. Había lágrimas y gritos. Había patadas, empujones y gruñidos. Había treguas, silencios que duraban semanas, calma vacía y tensa. Había un odio que flotaba permanentemente por la casa, a veces contenido y a veces desatado. Yo atesoraba mi dolor, lo estrujaba hasta comprimirlo en el menor espacio posible y luego lo enterraba cuidadosamente bajo mis pies.

Me marché a la calle y caminé calles y calles de aceras humeantes hasta el Retiro. Me tumbé sobre la hierba, cara al sol, y cerré los ojos, para permitir que el reflejo de sus rayos dibujase figuras calidoscópicas tras mis párpados, compuestas de una infinidad de puntitos brillantes triscando a través de mi cabeza. Tuve que cambiar tres veces de emplazamiento gracias a otros tantos pesados que se mostraban empeñados en conocerme, y dejé pasar las horas, contemplando las nubes y los patos, las turistas y los perros, los novios en las barcas, esperando el momento en que pudiese acercarme a la valla del colegio para recoger a Mónica, acompañarla a casa y contarle todo lo que había pasado la noche anterior. No se lo quería contar a nadie más. No se lo podía contar a nadie más.

Porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

En el cuarto de baño de Charo decidí poner manos a la obra para cambiar mi imagen. Agarré una mecha, la mojé en peróxido. Luego hice lo mismo con otra. Una chica me miraba desde el otro lado de la luna. Una chica guapa, o no. Yo no estaba muy segura de mi belleza, y de hecho, sigo sin estarlo. La belleza es una cualidad muy subjetiva. Al fin y al cabo, reside más en el ojo del que la aprecia que en el cuerpo o la cara de quien la posee. Pero en el mundo en el que yo había crecido se le concedía tal importancia a la belleza femenina —que parecía mucho más valiosa que la inteligencia— que yo no podía evitar indagar sobre mi propio valor en el espejo. Yo tenía —tengo— los ojos azules. Pero no el tipo de ojos azules que la gente considera bonito. No de un azul pálido celeste, ese azul ideal de hada o de muñeca que se asocia a las miradas limpias e inocentes, sino un azul sucio y grisáceo, salpicado de diminutas motitas marrones sólo perceptibles a corta distancia. Carecían entonces, creo, de la viveza de los de Mónica. Eran más pequeños, y no estaban velados por las mismas pestañas tupidísimas. Los rasgos de mi rostro parecían bien proporcionados. La nariz algo aguileña, quizá, y los dientes, sin ser espectaculares, blancos e igualados, pero yo tenía la impresión de que mi cara era demasiado redonda, y me habría gustado tener unos pómulos más pronunciados, un óvalo de la cara más definido, menos infantil. En definitiva, no me encontraba tan guapa como la gente decía. Lo había escuchado muchas veces, sobre todo a las amigas de mi madre, que no escatimaban elogios a mi apariencia física cuando pasaban por casa. «Herminia, pero qué niña tan monísima tienes, hija, tan fina, tan delgada...» ¿Pero acaso no era eso lo que tenían que decir? No iban a soltar: «Herminia, hija, qué niña tan antipática y tan rara has criado, más tiesa que un palo, más seca que una alpargata», aunque seguro que más de una lo pensaba. De haber sido yo un chico seguro que no habrían insistido tanto, y quizá yo no habría acabado tan obsesionada con mi aspecto.

En estas observaciones y divagaciones empleé los veinte minutos necesarios para que el peróxido hiciera su efecto. Después me aclaré la cabeza bajo el grifo de teléfono de la ducha y me sequé el pelo con el secador de Charo (Braun Silence 1200, tres velocidades y varios accesorios). Después, volví a mirarme en el espejo para comprobar el efecto. Me gustó lo que vi. Sólo faltaba que a Mónica también le gustara.

Encontré a Mónica tirada en el salón del sofá, los pies sobre la mesa, los ojos fijos en la tele. De alguna manera notó mi presencia tras ella y se dio la vuelta para mirarme.

—¿Te gusta? —pregunté—. Me lo he hecho con un potingue que tenía tu madre en el baño.

Hubo un tenso silencio durante el cual me contempló un largo rato con ojos asombrados antes de decidirse a emitir una opinión. Yo contuve el aliento, intentando imaginar cómo podría hacer desaparecer las mechas en caso de que no le gustaran. Finalmente dictaminó: —Te sienta de puta madre, de verdad. Estás guapísima.

—¿Tú crees?

—Claro que sí. Pero tú estás guapa siempre, joder. Y ya iba siendo hora de que cambiaras un pelín tu imagen. Lo que me sorprende es que una tía tan guapa como tú se empeñe en no pintarse, en llevar los mismos vaqueros todo el santo día y en comportarse como santa Teresita de Jesús. Tienes dieciocho años. Digo yo que te va tocando, no sé, arreglarte un poco, enrollarte con algún tío...

—Los tíos no me interesan.

—¿Qué quieres decir?, ¿que te van las tías? —Me lanzó la pregunta como si nuestra conversación fuera un partido de tenis en el que nos lanzáramos y devolviéramos verdades a gran velocidad, intentando distraer la capacidad de reacción de la parte contraria.

—No. Sólo he dicho que los tíos no me interesan —contraataqué—. No es lo mismo.

—A ver... —preparada para el saque—, ¿tú te has tirado a algún tío o no?

Yo sabía que ella ya conocía la respuesta y que estaba jugando conmigo.

—¿A cuántos te has tirado tú? —A la gallega, respondí a la pregunta con otra y le devolví la pelota.

—No sé. A partir del número cien dejé de contar.

El teléfono interrumpió la conversación con su trinar histérico y me impidió averiguar si Mónica mencionaba en serio aquella centena. En general, resultaba muy difícil reconocer cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Sonaron dos timbrazos y después el silencio se hizo con el salón antes de que llegara el tercero. La figura de Coco rellenó de improviso el marco de la puerta.

—Ése es mi código: Dos veces, colgar, volver a llamar —dijo—. Es para mí.

A los diez segundos volvió a sonar otro timbrazo. Coco descolgó y en seguida se enzarzó en una conversación ininteligible, llena de pausas, en la que de vez en cuando intercalaba una serie incongruente de monosílabos: «... sí... claro, tío... guay... fijo... no, no...». Debió de tirarse diez minutos o más al aparato, y al final lo único que pude deducir de lo que dijo era que Coco necesitaba al menos dos días para conseguir lo que su interlocutor telefónico le pedía.

Colgó con cara de preocupación.

—Tenemos un encargo nuevo, Mónica —se dirigía a su amiga ignorándome por completo, como si yo no estuviera en aquel salón.

—Gracias a Dios —dijo ella.

—Lo que no tenemos es dinero para la inversión.

—Pues conseguiremos dinero.

—Aquí mismo —dijo Coco.

Aparcamos el coche en la esquina de Conde de Xiquena con Bárbara de Braganza. No había luna, la calle se perdía en una negrura densa y opaca y el asfalto se confundía con la noche. Atravesando esta oscuridad, el reflejo de los ojos de Mónica brillaba en el retrovisor.

—¿Cuánto puedes tardar? —preguntó ella.

—Ni puta idea. Depende de la suerte. De todas formas, si no localizo algo en media hora, nos vamos.

—Está bien. Ahora voy a apagar el motor del coche. Lo encenderé dentro de diez minutos justos, y lo mantendré encendido, esperándote. Dejo tu puerta abierta.

Coco le dio un beso apresurado en los labios y salió del coche.

—Suerte —le dijo Mónica a guisa de despedida; luego se volvió a mí—. ¿Quieres un cigarro?

—¿Estás segura de que no nos la estamos jugando? —pregunté con voz ligeramente trémula.

—Segura. Ya te he dicho que lo hemos hecho más veces. Pero si tanto miedo te daba, no haber venido con nosotros, joder. Si lo llego a saber me callo y no te cuento nada.

—No hubieras podido evitarlo. Siempre me lo has contado todo. Reventarías si no me lo contases, como el niño del cuento.

El niño del cuento al que yo me refería había albergado un secreto que se había ido hinchando como un globo dentro de su cuerpo. Como Mónica no me replicaba, me arrellané en el asiento trasero del coche y respiré hondo, decidida a tomarme el asunto con la misma calma de la que Mónica hacía gala, y a no preocuparme más de lo necesario.

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