—A todas nos esperará una suerte terrible, quería decir. —Sabrina terminó rápidamente—. Filippa, Triss y yo estuvimos en el Monte de Sodden. Emhyr se cobrará en nosotras aquella derrota, lo de Thanedd, nuestra actividad al completo. Pero ésta es sólo una de las reservas que me despierta la proclamada apoliticidad de este convento. ¿Acaso la participación en él significa la inmediata renuncia al servicio político y activo que actualmente cumplimos para nuestros reyes? ¿Acaso tenemos que continuar con este servicio y servir así a dos señores, la magia y los gobernantes?
—Yo —Francesca sonrió—, cuando alguien me comunica que es apolítico, siempre pregunto en qué política concreta está pensando.
—Y yo sé que con toda seguridad no tiene en la mente aquélla que realiza —dijo Assire var Anahid, mirando a Filippa.
—Yo soy apolítica. —Margarita Laux-Antille alzó la cabeza—. Y mi escuela es apolítica. ¡Tengo en mente todos los tipos y géneros de política que existen!
—Queridas señoras —habló Sheala, quien llevaba largo rato en silencio—. Recordad que sois del sexo superior. Así que no os comportéis como niñas que se disputan por encima de la mesa una fuente con golosinas. Los principios propuestos por Filippa están totalmente claros. Al menos para mí, y todavía tengo pocas razones para creer que sois menos listas.
Fuera de esta sala sed lo que queráis, servid a quien queráis y en lo que queráis, tan lealmente como queráis. Pero cuando el convento se reúna, nos ocuparemos exclusivamente de la magia y su futuro.
—Exactamente así es como me lo he imaginado —confirmó Filippa Eilhart—. Sé que hay muchos problemas, que hay dudas y cosas poco claras. Las repasaremos en el próximo encuentro, en el que todas tomaremos parte no en forma de proyección o ilusión, sino en persona. La presencia no será considerada como acto formal de ingreso en el convento sino como gesto de buena voluntad. Si el convento llegará a formarse por fin, lo decidiremos en común. Todas nosotras. Con iguales derechos.
—¿Todas nosotras? —repitió Sheala—. Veo aquí sillas vacías, apuesto a que no las han colocado aquí por casualidad.
—El convento debe contar con doce hechiceras. Quisiera que la candidata a una de estas sillas vacías nos la propusiera y presentara en el próximo encuentro doña Assire. Seguro que en el imperio de Nilfgaard hay todavía alguna otra digna hechicera. He dejado otro lugar para que tú lo repartas, Francesca, para que como única elfa de pura sangre no te sientas sola. El tercero...
—Pido se me concedan dos sitios. Tengo dos candidatas.
—¿Alguna de vosotras tiene algo contra esta petición? Si no, yo también estoy de acuerdo. Hoy es el quinto día de agosto, quinto día después de la luna nueva. Nos encontraremos de nuevo el segundo día después de la luna llena, queridas confráteres, dentro de catorce días.
—Un momento —la interrumpió Sheala de Tancarville—. Una silla sigue vacía, ¿Quién ha de ser la decimosegunda hechicera?
—Éste será precisamente el primer problema del que se ocupe la logia. —Filippa sonrió enigmáticamente—. Dentro de dos semanas os diré quién habrá de sentarse en la decimosegunda silla. Y luego reflexionaremos juntas sobre cómo conseguir que esa persona se siente aquí. Os asombrará mi candidatura y dicha persona. Porque no es una persona común y corriente, queridas confráteres. Ella es la muerte o la vida, la destrucción o la resurrección, el orden o el caos. Depende de cómo se mire.
Toda la aldea salió en masa a la cerca para contemplar el paso de la banda. Tuzik salió junto con los otros. Tenía trabajo, pero no se pudo contener. Últimamente se hablaba mucho de los Ratas. Corría incluso el rumor de que los habían capturado a todos y hasta colgado. El rumor era por lo viste-falso, la prueba estaba desfilando precisamente en aquel momento, con afectación y sin prisas, delante de todo el pueblo.
—Picaros descarados —susurró alguien a las espaldas de Tuzik, y era un susurro lleno de admiración—. Por medio de toa la aldea...
—Y vestidos como pa una boda...
—¡Y qué caballos! ¡No verás tales donde los nilfgaardianos!
—Bah, robaos. Los Ratas les quitan los caballos a tos. Ahora por tos laos se pueden vender bien los caballos. Pero se quedan con los mejores...
—El de alante, mirailo, es Giselher... El cabecilla de los otros.
—Y a su lao, en el castaño, ésa es la elfa... Chispa la llaman...
Desde la cerca salió un perro callejero, se puso a ladrar, retorciéndose por entre los cascos delanteros de la yegua de Chispa. La elfa agitó el flequillo rebelde de sus cabellos oscuros, dio la vuelta al caballo, se agachó y azotó al perro con la fusta. El perro aulló lastimeramente y dio tres vueltas en el sitio, pero Chispa le escupió. Tuzik ahogó entre los dientes una maldición.
Quienes estaban al lado siguieron susurrando, señalando discretamente a los siguientes Ratas que cabalgaban al paso a través de la aldea. Tuzik escuchó porque no podía hacer otra cosa. No conocía peor que otros los rumores y cuentos, se imaginaba sin esfuerzo que aquél de las greñas hasta el hombro, de cabellos del color de la paja, que iba mordisqueando una manzana, era Kayleigh, que aquél ancho de espaldas era Asse y el de la media zamarra bordada era Reef.
El desfile lo cerraban dos muchachas que cabalgaban pegadas la una a la otra y que iban de la mano. La más alta, sentada en un caballo bayo, lucía un corte de pelo como de después de haber tenido el tifus, llevaba abierta la chaquetilla, una blusa de encaje brillaba por debajo con una blancura sin mancha, un collar, brazaletes y pendientes lanzaban cegadores reflejos.
—Ésa de los collares es Mistle... —escuchó Tuzik—. Recolgada de cosas brillantes, ni que fuera un abeto para Yule...
—Dicen que mató a más gente que primaveras tiene...
—¿Y la otra? ¿La que va en el alazancillo? ¿La de la espada a la espalda?
—Falka la llaman. Desde este año que anda con los Ratas. También se dice que es mala hierba...
La mala hierba, por lo que calculó Tuzik, no era mucho mayor que su hija Milenka. Los cabellos cenicientos de la pequeña bandida se escapaban en mechones de por debajo de una boina de terciopelo rojo rematada con arrogancia por un puñado de plumas de pavo. En el cuello ardía un pañuelo de seda del color de las amapolas, enlazado en una escarapela de fantasía.
Entre los aldeanos que habían salido de las pallozas reinó una súbita agitación. Porque el que iba a la cabeza de la banda, Giselher, detuvo el caballo, arrojó con un gesto descuidado un tintineante saquete a los pies de la abuelilla Mykitka, que estaba apoyada en su bastón.
—¡Que los dioses te guarden, hijito querido! —gritó la abuela Mykitka—. Que tengas salud, bienhechor nuestro, vosotros todos...
La risa perlada de Chispa ahogó el barbulleo de la anciana. La elfa apoyó arrogantemente el pie derecho en el estribo, echó mano a una bolsa y derramó impetuosamente un puñado de monedas sobre la multitud. Reef y Asse siguieron su ejemplo, una verdadera lluvia de plata cayó sobre la arena del camino. Kayleigh, riéndose, lanzó contra los arremolinados sobre el dinero la manzana mordisqueada.
—¡Bienhechores!
—¡Halconcillos nuestros!
—¡Que la suerte os sea propicia!
Tuzik no echó a correr con los otros, no cayó de rodillas para sacar las monedas de entre la arena y el estiércol de gallina. Seguía de pie junto a la cerca, mirando a las muchachas que pasaban lentamente frente a él. La más joven, la de los cabellos cenicientos, percibió su mirada y la expresión de su rostro. Soltó la mano de la del cabello corto, azuzó el caballo y se acercó a él, pegándose a la cerca y casi chocando con la montura. Él la miró a los ojos y se estremeció. Tanta era la maldad y el frío odio en ellos.
—Déjalo, Falka —dijo la del pelo corto. Sin necesidad. La bandida de ojos verdes se contentó con hacer retroceder a Tuzik contra la cerca y se fue detrás de los Ratas sin ni siquiera volver la cabeza.
—¡Bienhechores!
—¡Halconcillos!
Tuzik escupió.
A media tarde, sobre la aldea cayeron los Negros, la amenazadora caballería del fuerte de Fen Aspra. Resonaron las herraduras, relincharon los caballos, tintinearon las armas. El alcalde y otros campesinos a los que preguntaron mintieron como locos, dirigieron la persecución hacia una falsa pista. A Tuzik no le preguntó nadie. Y bien hecho.
Cuando volvió de los pastos y pasó al huerto, escuchó voces. Reconoció la cháchara de los gemelos de Jiboso, el aperador, reconoció el falsete quebrado de los hijos de los vecinos. Y la voz de Milenka. Están jugando, pensó. Cruzó la cerca. Y se quedó congelado.
—¡Milenka!
Milenka, la única hija que le quedaba viva, su ojito derecho, se había colgado a la espalda un palo con una cuerda, imitando una espada. Se había dejado los cabellos sueltos, sobre su gorrito de lana había clavado una pluma de gallo, en el cuello se había enrollado un pañuelo de la madre. En forma de una extraña escarapela de fantasía.
Tenía los ojos verdes.
Tuzik no había pegado nunca a su hija, nunca había usado el cinturón paterno.
Aquélla fue la primera vez.
En el horizonte estallaron relámpagos, truenos. Una ráfaga de viento labró como un rastrillo la superficie del Cintillas. Habrá tormenta, pensó Milva, y después de la tormenta vendrá el mal tiempo. Los pinzones no se equivocaron.
Espoleó al caballo. Si quería alcanzar al brujo antes de la tormenta, tenía que darse prisa.
He conocido en mi vida a muchos militares. He conocido a mariscales, generales, voievodas y atamanes, triunfadores en numerosas campañas y batallas. He escuchado sus narraciones y recuerdos. Los he visto inclinados sobre mapas, dibujando en ellos líneas de diversos colores, haciendo planes, pensando estrategias. En estas guerras de papel todo rodaba, todo funcionaba, todo estaba claro y en un orden ejemplar. Así debe ser, explicaban los militares. El ejército es sobretodo orden y reglamento. El ejército no puede existir sin orden ni reglamento.
Por ello resulta todavía más extraño el que la guerra de verdad —y he visto unas cuantas guerras de verdad—, en lo que se refiere a orden y reglamento, recuerde hasta él aburrimiento a un burdel en llamas.
Jaskier, Medio siglo de poesía
El agua clara como el cristal del Cintillas se derramaba por los bordes del salto en un arco suave y perfecto, la cascada susurrante y espumosa caía entre rocas tan negras como el ónice, se quebraba sobre ellas y desaparecía en un blanco remolino desde el que se vertía en una amplia poza, tan transparente que se veía cada guijarro en el multicolor mosaico del fondo, cada trenza verde de las algas que ondulaban en la corriente.
Ambas orillas estaban cubiertas de una alfombra de centinodias, entre las que se elevaban los mirlos de río, presentando orgullosos sus blancas chorreras en el cuello. Sobre las centinodias los arbustos mudaban entre verde, bronce y ocre en un fondo de abetos, ofreciendo el aspecto de ser plata en polvo derramada.
—Ciertamente —suspiró Jaskier—, es bonito.
Una enorme trucha asalmonada intentaba saltar sobre el borde de la catarata. Durante un segundo estuvo colgando en el aire, tensando las escamas y agitando la cola, luego cayó pesadamente entre un remolino de espuma.
Una cinta bifurcada de rayos cortó el cielo oscurecido hacia el sur, un trueno lejano rodó con sordo eco a lo largo de la pared del bosque. La yegua baya del brujo bailoteó, dio un tirón con la testa, mostró los dientes, intentando escupir el freno. Geralt sujetó con fuerza las riendas, la yegua retrocedió con un bailoteo, los cascos resonaban sobre las piedras.
—¡So! ¡Sooo! ¿Has visto, Jaskier? ¡Maldita bailarina! ¡Perra madre, a la primera oportunidad me libro de este jamelgo! ¡Así la diñe que lo cambio aunque sea por un burro!
—¿Prevés pronto tamaña posibilidad? —El poeta se rascó el cuello, que tenía escocido por las picaduras de los mosquitos—. El silvestre paisaje de este valle produce, en verdad, una incomparable impresión estética, pero para variar preferiría contemplar alguna menos estética taberna. Pronto hará una semana que llevo admirando románticas naturalezas, paisajes y lejanos horizontes. Añoro los interiores. Sobre todo aquéllos en los que se sirven alimentos calientes y cerveza fría.
—Todavía habrás de añorarlos por algún tiempo. —El brujo se volvió en la silla—. Puede que alivie un tanto tus sufrimientos el saber que también yo añoro un poco la civilización. Como sabes, estuve en Brokilón exactamente treinta y seis días. Y noches, en las que la romántica naturaleza me congelaba el trasero, me reptaba por las espaldas y me depositaba rocío sobre las narices... ¡Sooooo! ¡Maldita sea! ¿Terminarás por fin con tu rabieta, maldita yegua?
—Los tábanos la están picando. Los bichos se han puesto tozudos y sedientos de sangre, como suele pasar cuando hay tormenta. Está tronando hacia el sur y los relámpagos cada vez están más cerca.
—Ya me he dado cuenta. —El brujo miró al cielo, al tiempo que sujetaba al inestable caballo—. El viento también es distinto. Sopla desde el mar. El tiempo está cambiando, creo. Vamos. Azuza al cebón ése de tu castrado.
—Mi corcel se llama Pegaso.
—Como si pudiera ser de otro modo. ¿Sabes qué? Podemos ponerle también algún nombre a mi yegua élfica. Humm...
—¿Quizá Sardinilla? —bromeó el trovador, —Sardinilla —aceptó el brujo—. Es bonito.
—¿Geralt?
—Dime.
—¿Has tenido alguna vez en la vida un caballo que no se llamara Sardinilla?
—No —respondió el brujo al cabo de un rato de pensárselo—. No lo he tenido. Azuza a tu perezoso Pegaso, Jaskier. Tenemos un largo camino por delante.
—Desde luego —farfulló el poeta—. Nilfgaard... ¿A cuántas millas, según tú?
—Muchas.
—¿Llegaremos antes del invierno?
—Primero llegaremos a Verden. Allí discutiremos... ciertos asuntos.
—¿Qué asuntos? No me quitarás las ganas ni te librarás de mí. ¡Te acompañaré! Así lo he decidido.
—Ya veremos. Como dije, iremos a Verden.
—¿Y queda mucho? ¿Conoces estos terrenos?
—Los conozco. Estamos junto a la cascada de Ceann Treise, delante de nosotros hay un lugar que se llama la Séptima Milla. Esas montañas al otro lado del río son los Montes del Buho.
—¿Y vamos al sur siguiendo el río? El Cintillas desemboca en el Yaruga allá por la fortaleza de Bodrog...