Bautismo de fuego (11 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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Se volvieron indiferentes.

Durante los dos días que siguieron ni siquiera avanzaron veinte millas. Continuaba lloviendo. La tierra sedienta por la sequía del verano se había empapado de agua hasta hartarse, los senderos del bosque se habían con­vertido en pistas de patinaje cubiertas de barro. Las nieblas y los rocíos les quitaban la posibilidad de observar el humo de los incendios, pero el hedor a escombros humeantes delataba que los ejércitos seguían cerca y que continuaban quemando todo lo que se podía quemar.

No vieron fugitivos. Estaban entre los árboles, como ellos mismos. O al menos eso pensaban.

Geralt escuchó el primero el relincho de un caballo que les seguía. Con un rostro pétreo hizo volverse a Sardinilla. Jaskier abrió la boca, pero Milva le ordenó callar con un gesto, sacó el arco de un saco junto a la silla.

El que iba detrás de ellos salió de entre los matojos. Vio que le espera­ban y detuvo el caballo, un semental castaño. Estuvieron así, en un silen­cio sólo roto por el susurro de la lluvia.

—Te prohibí ir detrás de nosotros —dijo por fin el brujo.

El nilfgaardiano, al que Jaskier había visto por última vez dentro de un ataúd, tenía los ojos escondidos detrás de su mojado flequillo. El poeta apenas lo reconoció, vestido con una loriga, un caftán de cuero y una capa, sin duda tomados de alguno de los javecares muertos junto al carro. Re­cordaba sin embargo el rostro juvenil que desde el día de la aventura del haya no había siquiera cambiado por el ralo vello que le había crecido.

—Te lo prohibí —repitió el brujo.

—Me lo prohibiste —reconoció por fin el muchacho. Hablaba sin acento nilfgaardiano—. Pero yo tengo que hacerlo.

Geralt saltó del caballo, le dio las riendas al poeta. Y sacó la espada.

—Desmonta —dijo tranquilo—. Veo que ya te has aprovisionado de un cacho de hierro. Eso está bien. No me salía el acogotarte cuando estabas desarmado. Ahora es otra cosa. Desmonta.

—No voy a luchar contigo. No quiero.

—Lo imagino. Como todos tus compatriotas, prefieres otro tipo de lu­cha. Como la de la peguería, junto a la que habrás tenido que pasar si­guiendo nuestro rastro. Desmonta, te he dicho.

—Me llamo Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach.

—No te he pedido que te presentes. Te ordené que desmontaras.

—No desmontaré. No quiero luchar contigo.

—Milva. —El brujo se dirigió a la arquera—. Hazme un favor, mátale al caballo.

—¡No! —El nilfgaardiano alzó la mano, antes de que Milva asentara la flecha en la cuerda—. No, por favor. Desmonto.

—Mejor. Y ahora toma la espada, hijo.

El muchacho cruzó las manos sobre el pecho.

—Mátame si quieres. O si lo prefieres dile a esa elfa que me dispare con el arco. No voy a luchar contigo. Me llamo Cahir Mawr Dyffryn... hijo de Ceallach. Quiero... quiero unirme a vosotros.

—Creo que he oído mal. Repite.

—Quiero unirme a vosotros. Vas en busca de la muchacha. Quiero ayu­darte. Tengo que ayudarte.

—Éste está loco. —Geralt se volvió a Milva y Jaskier—. Le ha dado una infección del cerebro. Tenemos aquí a un loco.

—Pega con nosotros —murmuró Milva—. Pega muy bien.

—Piensa en su propuesta, Geralt —se mofó Jaskier—. AI fin y al cabo es un noble nilfgaardiano. Puede que con su ayuda nos sea más fácil entrar en...

—Guárdate la lengua en la boca —le cortó con fuerza el brujo—. Venga, toma la espada, nilfgaardiano.

—No voy a luchar. Y no soy nilfgaardiano. Procedo de Vicovaro y me llamo...

—No me interesa cómo te llamas. Toma el arma.

—No.

—Brujo. —Milva se inclinó en la silla, escupió al suelo—. El tiempo corre y la lluvia cala. El nilfgaardiano no ha ganas de hacerte cara y tú, por mucho gesto áspero que pongas, no lo vas a acogotar a sangre fría. ¿Vamos a tener que pararnos acá hasta morir de cagalera? Le meto una flecha a su castaño en las tripas y nos vamos. A pie no podrá alcanzarnos.

Cahir, hijo de Ceallach, se acercó en un suspiro al semental castaño, saltó a la montura y galopó de vuelta, azuzando al caballo a gritos para que corriera más deprisa. El brujo lo miró un instante, luego se montó en Sardinilla.

En silencio. Y sin mirar atrás.

—Me hago viejo —murmuró al cabo, cuando Sardinilla se puso a ras con el moro de Milva—. Comienzo a tener escrúpulos.

—Cierto, les pasa a los viejos. —La arquera le miró con compasión—. Friegas de miel ayudan contra eso. Y ponte antretanto un cojín en la silla.

—Los escrúpulos —le aclaró serio Jaskier— no son lo mismo que las hemorroides, Milva. Confundes los conceptos.

—¡Y quién habrá de entender vuestro hablar tan docto! ¡Farfulláis sin tregua, no más que eso sabéis! ¡Venga, al camino!

—Milva —preguntó poco después el brujo, al tiempo que se cubría la cara de la lluvia que le golpeaba mientras galopaba—. ¿Le hubieras mata­do al caballo?

—No —reconoció a regañadientes—. El caballo en nada era culpable. Y el nilfgaardiano ése... ¿A cuento de qué andurrea tras nuestro? ¿Por qué dice que ha de hacerlo?

—Que me lleve el diablo si lo sé.

Seguía lloviendo cuando el bosque se acabó de súbito y cabalgaron por un camino que les conducía entre colinas desde el sur al norte. O al revés, dependiendo del punto de vista.

Lo que vieron en el camino no les sorprendió. Ya lo habían visto antes. Carros volcados y revueltos, caballos muertos, bultos arrojados, enjalmas, cestones. Y unas formas destrozadas, congeladas en extrañas posturas, que no hacía mucho todavía habían sido seres humanos.

Se acercaron más, sin miedo, porque estaba claro que la matanza había tenido lugar no aquel día, sino el anterior o quizá dos días antes. Ya se habían acostumbrado a reconocer tales cosas, o puede que lo percibieran con aquel instinto casi animal que se había despertado y desarrollado en ellos en los últimos días. También habían aprendido a entrar en los cam­pos de después de una batalla porque a veces —pocas— habían consegui­do encontrar entre los objetos olvidados algunas provisiones o sacos de forraje.

Se detuvieron junto al último furgón de la desbaratada columna, que había sido empujado hasta la cuneta y estaba escorado sobre el cubo de una rueda rajada. Bajo el carro yacía una gruesa mujer con la nuca dobla­da en un ángulo antinatural. El cuello de su jaique estaba cubierto de serpezueias de sangre coagulada disuelta por la lluvia. La sangre procedía del lóbulo de la oreja, que se había destrozado al arrancarle los pendientes. Sobre la lona que cubría el carro había un letrero: «Vera Loewenhaupt e Hijos». A los hijos no se los veía por ningún lado.

—No son campesinos. —Milva apretó los labios—. Son mercaderes. Del sur venían, de Dillingen hacia Brugge, alcanzáronlos aquí. Mala cosa es, brujo. Pensamiento tenía de doblar aquí hacia el sur, mas ahora cierta­mente no sé qué hemos de hacer. Dillingen y toda Brugge de seguro son ya en manos de Nilfgaard, en tal dirección no alcanzaremos el Yaruga. Hemos de ir más hacia el oriente, allende Turlough. Allí hay bosques y despobla­dos, no llegará el ejército.

—No iré más hacia el oriente —protestó Geralt—. Tengo que ir hacia el Yaruga.

—Y llegarás —le respondió ella con una inesperada serenidad—. Más por sendas más seguras. Si fueras de acá hacia el mediodía, le caerás a los nilfgaardianos derechito en las fauces. No ganarás nada.

—Ganaré tiempo —farfulló él—. Yendo hacia el este, lo estoy perdiendo. Ya os he dicho que no puedo permitírmelo...

—Silencio —dijo de pronto Jaskier, volviendo el caballo—. Dejad de hablar por un instante.

—¿Qué pasa?

—Escucho... un canto.

El brujo agitó la cabeza. Milva rebufó.

—Ties calentura, poeta.

—¡Silencio! ¡Cerrad el pico! ¡Os digo que alguien canta! ¿No lo oís?

Geralt se bajó la capucha. Milva también aguzó el oído, al cabo miró al brujo y asintió con la cabeza.

Su oído musical no había engañado al poeta. Aunque parecía imposi­ble, era verdad. Estaban en mitad de un bosque, bajo la lluvia, en un camino anegado y sembrado de muertos, y de pronto les llegaba un canto. Alguien venía desde el sur, cantando alegre y animoso.

Milva tiró de las riendas de su caballo moro, presta a huir, pero el brujo la detuvo con un gesto. Tenía curiosidad. Porque el canto que estaban escuchando no era el canto polifónico, amenazador, rítmico y tronante de la infantería en marcha ni tampoco la canción soberbia de la caballería. El canto que se acercaba no producía temor. Antes al contrario.

La lluvia susurraba en el follaje. Comenzaron a distinguir la letra de la canción. Una canción alegre, que parecía en aquel paisaje de guerra y muerte algo ajeno, innatural y totalmente fuera de sitio.

Mirad allá en el monte cómo la loba baila. Enseña los dientes, la cola agita, con brío salta. ¿Por qué está tan alegre la loca bestia parda? ¡Seguro que aún es soltera, cuando tal danza! ¡Um-ta, umta, uju-ja!

Jaskier sonrió de pronto, sacó de bajo su mojada capa el laúd y sin prestar atención a los siseos de Geralt y Milva, rasgó las cuerdas y entonó a pleno pulmón.

Mirad allá en la loma cómo la loba se guarda. La testa gacha, lloran los ojos, la cola baja. ¿Por qué la bestia hoy tan triste y dolida estaba? ¡Seguro que ayer fue o prometida o casada!

—¡Ju-ju-ja! —gritaron desde muy cerca un montón de voces.

Tronó una ronca risa, alguien lanzó un penetrante silbido, después de lo cual por la curva de la carretera apareció una extraña y pintoresca com­paña, marchando a paso de ganso, haciendo salpicar el barro con los rít­micos golpes de sus pesadas botas.

—Enanos —advirtió Milva a media voz—. Pero no son Scoia'tael. No tienen la barba recogida.

Los que se acercaban eran seis. Iban vestidos con cortas capas que tenían capuchas, coloreadas con incontables variaciones de gris y bronce, del tipo que solían llevar los enanos en tiempo de lluvia. Tales capas, como bien sabía Geralt, tenían la propiedad de ser absolutamente impermea­bles, una propiedad conseguida en los caminos gracias a una impregna­ción de años de brea, polvo de la carretera y restos de grasa procedente de los alimentos. Esta práctica ropa pasaba de padres a primogénitos, por lo que sólo disponían de ella los enanos adultos. Los enanos alcanzaban la edad adulta cuando la barba les alcanzaba el cinturón, lo que solía ocurrir cuando tenían cincuenta y cinco años.

Ninguno de los que se acercaban parecía ser muy joven. Pero tampoco muy viejo.

—Guían a gentes —murmuró Milva, señalando con un movimiento de la cabeza a un grupito que salía del bosque siguiendo las huellas de los seis enanitos—. De seguro huidos, pues las alforjas van bien cargadas.

—Ellos tampoco van mal cargados —afirmó Jaskier.

Ciertamente, cada enano arrastraba un equipaje bajo el que más de un humano y no pocos caballos hubiera caído en poco tiempo. Aparte de las mochilas y saquetes normales, Geralt vio unos cofrecitos con candado, bastantes calderos de cobre y algo que tenía el aspecto de una pequeña cómoda. Uno llevaba a las espaldas la rueda de un carro.

El que iba en cabeza no llevaba equipaje. Al cinto tenía un hacha no muy grande, en la espalda una larga espada en una vaina envuelta con pieles de cabra y en el hombro un loro verde, mojado y con las plumas erizadas. Fue precisamente este enano el que les saludó.

—¡Hola! —gritó, deteniéndose en el centro del camino y poniéndose en jarras—. ¡Los tiempos son tales que mejor topar en el bosque con el lobo que con el hombre, y si así ha de ser, entonces se aconseja mejor recibirlo con una saeta en la ballesta que saludarlo con buenas palabras! ;Pero quien con canciones recibe, quien se presenta con música, ése es entonces nuestro hombre! ¡O nuestra hembra, con perdón de la buena señora! Hola. Me llamo Zoltan Chivay.

—Me llamo Geralt. —El brujo se presentó tras un instante de vacila­ción—. El que cantaba se llama Jaskier. Y ésta es Milva.

—¡Uuuutaaa madrrre! —graznó el loro.

—Cierra el pico —le gritó Zoltan Chivay al pájaro—. Perdonar. Este pájaro de ultramar es bien listo, pero maleducado. Diez taleros pagué por esta rareza. Llámase Mariscal de Campo Duda. Y he aquí al resto de mi compaña. Munro Bruys, Yazon Varda, Caleb Stratton, Figgis Merluzzo y Percival Schuttenbach.

Percival Schuttenbach no era enano. Bajo su capucha mojada, en vez de una barba trenzada asomaba una nariz larga y picuda, lo que señalaba sin sombra de duda a su poseedor como miembro de la antigua y noble raza de los gnomos.

—Y aquéllos —Zoltan Chivay señaló al grupillo que se había detenido y recogido no muy lejos— son fugitivos de Kernow. Como veis, no más que hembras con crios. Eran más, pero Nilfgaard dio alcance a su grupo hace tres días, los despedazó y desbandó. Nos los topamos en los bosques y ahora vamos juntos.

—Muy temerarios vais —se permitió el brujo la advertencia—. Por el camino real y cantando.

—No me parece a mí —el enano se mesó la barba— que marchar lloran­do fuera mejor solución. Desde Dillingen vinimos por los bosques, en silen­cio y a escondidas, y cuando apareció el ejército salimos a la carretera para ganar tiempo. —Se interrumpió, miró al campo de batalla—. Sus acostum­braréis —señaló a los muertos— a tales vistas. Desde el mismo Dillingen, desde el Yaruga, los caminos están sembrados de muerte... ¿Ibais con ellos?

—No. Los nilfgaardianos mataron a unos mercaderes.

—No fueron los nilfgaardianos. —El enano agitó la cabeza, mirando con un gesto frío a los muertos—. Scoia'tael. El ejército regular no se fatiga sacando las saetas de los muertos. Y una flecha en condiciones cuesta media corona.

—Sabe de qué habla —murmuró Milva.

—¿Adonde vais?

—Al sur —respondió Geralt de inmediato.

—No os lo recomiendo. —Zoltan Chivay de nuevo agitó la cabeza—. Aquello es el mismo infierno, llamas y matanzas. Dillingen ya de seguro estará conquistado, cada vez cruzan el Yaruga más fuerzas de los Negros, en cualquier momento anegarán todo el valle de la orilla derecha. Como veis, también están por delante de nosotros, al norte, van a la ciudad de Brugge. De ahí que la única dirección razonable para emprender la huida sea el este.

Milva miró significativamente al brujo, pero el brujo se abstuvo de ha­cer ningún comentario.

—Precisamente hacia el este nos dirigimos —continuó Zoltan Chivay—. La única posibilidad es esconderse detrás del frente, y desde el este, desde el río Ina, avanza por fin el ejército temerio. Así que queremos ir por esas sendas del bosque hasta la cumbre de Turlough, luego por el Camino Viejo hasta Sodden, hasta el río Jotla, que se vierte en el Ina. Si queréis, pode­mos caminar juntos. Si no os importuna ir demasiado despacio. Vosotros tenéis caballos y a nosotros los fugitivos nos retrasan.

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