Bautismo de fuego (3 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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—Curioso es que los mencionados fuego y defunción del tal Codringher hubieron lugar en la primera nueva del mes de julio, exacto al tiempo que el tumulto en la isla de Thanedd. Por completo como si alguno se imagina­ra que Codringher algo de las rebeldías supiera y que sería preguntado por los detalles. Como si alguien hubiera querido cerrarle los morros antes de tiempo, acallarle la lengua. ¿Qué dices a esto? Ja, ya veo, nada dices. ¡Callas! Entonces yo te diré: peligrosos son estos tus asuntos, estos tus espionajes y tus pregunteos. Puede que alguno, aparte de los de Codringher, también quiera cerrar otros morros y orejas. Es lo que creo.

—Perdóname —dijo él al cabo—. Tienes razón. Te he puesto en peligro. Era una tarea demasiado peligrosa para una...

—Para una hembra, ¿no? —Meneó la
cabeza,
con un movimiento vio­lento echó para atrás los cabellos todavía mojados—. ¿Esto es acaso lo que querías decir? ¡Vaya un galantón! ¡Métete en la testa que aunque he de agacharme para mear, mi capote está hecho de lobo y no de liebre! ¡No hagas de mí una cobarde, pues no me conoces!

—Te conozco —dijo él tranquilo y en voz baja, sin reaccionar a su enfa­do ni a su voz alzada—. Eres Milva. Conduces a Brokilón a los Ardillas, evitando las batidas. Conozco tu valentía. Pero yo, con frivolidad y egoís­mo, te he puesto en peligro...

—¡Tontunas! —le interrumpió cortante—. Preocúpate por ti, no por mí. ¡Preocúpate por la moza!

Se sonrió burlona. Porque esa vez el rostro de él sí había cambiado. Calló con premeditación, esperó a nuevas preguntas.

—¿Qué sabes? —preguntó él por fin—. ¿Y de quién?

—Tú tenías tu Codringher —bufó, alzando orgullosa la cabeza— y yo tengo mis confráteres. Unos que ojos y orejas bien prestos tienen.

—Habla. Por favor, Milva.

—Después de las rebeldías de Thanedd —comenzó, después de esperar un instante—, todo echó a arder. Se lanzaron a la caza del traidor. En especial buscábase a aquellos hechiceros que estaban por Nilfgaard así como a otros cohechadores. A algunos los echaron mano. Otros se esfuma­ron como el humo. No hace falta ser gran sabio para adivinar adónde se fueron, bajo qué alas se escondieron. Pero no sólo se cazaba a hechiceros y traidores. En la rebelión de Thanedd a los hechiceros revoltosos les prestó ayuda un comando de Ardillas, mandado por un famoso Faoiltiarna. Lo buscan. La orden dieron de dar tormento a todo elfo que se agarre y enterrogarlo por el comando de Faoiltiarna.

—¿Quién es ese Faoiltiarna?

—Un elfo, Scoia'tael. No poco les hizo pasarlas negras a las gentes. Hay gran precio por su cabeza. Pero no sólo a él lo buscan. Buscan también a no sé qué caballero nilfgaardiano, el cual estuvo en Thanedd. Y además...

—Habla.

—Los an'givare preguntan por un brujo, de nombre Geralt de Rivia. Y por una moza, de nombre Cirilla. A estos dos se ordenó cogerlos vivos. A voz en cuello se dio la orden de que a ambos no se les ha de caer pelo de la cabeza, y ni a arrancar botón del vestido se tiene derecho. ¡Ja! Caro les has de ser a su corazón que tanto se preocupan por tu salud...

Se interrumpió al ver el aspecto de su rostro, del que repentinamente había desaparecido la inhumana serenidad. Comprendió que, aunque lo intentara, no conseguiría meterle miedo. Por lo menos, no por su propio pellejo. Inesperadamente, sintió vergüenza.

—Bueno, podrían ahorrarse los trabajos y fatigas de esta persecución —dijo, conciliadora, pero aún con una sonrisa ligeramente burlona en los labios—. Aquí, en Brokilón, estás seguro. Y a la moza tampoco habrán de agarrarla viva. Cuando cavaron las ruinas en Thanedd, los restos de esa torre mágica que se viniera abajo... ¡Eh! ¿Qué te pasa?

El brujo se tambaleó, se apoyó en un cedro, se sentó pesadamente jun­to al tronco. Milva retrocedió, asustada de la palidez que de pronto le cu­brió el rostro a él.

—¡Aglaïs! ¡Sirssa! ¡Fauve! ¡A mí, presto! ¡Maldita sea, a morir se dispo­ne, creo!

—No las llames... No me pasa nada... Habla. Quiero saber...

Milva, de pronto, comprendió.

—¡Nada encontraron entre los escombros! —gritó, sintiendo cómo ella también palidecía—. ¡Nada! Aunque repasaron cada piedra y hechizos echa­ron, no encontraron...

Se limpió el sudor de las cejas, detuvo con un gesto a las dríadas que se acercaban. Aferró al brujo, que estaba sentado, por los hombros. Se incli­nó sobre él de tal modo que sus largos cabellos claros cayeron sobre el pálido rostro de él.

—Mal entendiste —dijo Milva rápido, incoherente, encontrando con es­fuerzo las palabras en el tumulto de las que le venían a los labios—. Sólo decir quería... Me entendiste de forma impropia. Pues yo... Cómo iba a saber que tú tanto... No era eso lo que quería. Yo sólo, esto, la moza... Que no la encontra­rán porque esfumose sin dejar rastro, como los tales hechiceros... Perdóname.

Él no respondió. Miraba aun lado. Milva se mordió los labios, apretó los puños.

—En tres días me iré de Brokilón —dijo, conciliadora, después de un largo, largo silencio. Que la luna se vaya a su cénit, que las noches una pizca más oscuras se hagan. A los diez días he de volver, puede que antes. Al poco de Lammas, en los primeros días de agosto. No te turbes. Cielo y tierra removeré, pero lo averiguaré todo. Si alguien sabe algo de esa muchacha, lo sabrás.

—Gracias, Milva.

—Hasta dentro de diez días... Gwynbleidd.

—Me Hamo Geralt. —Le tendió la mano. Ella la estrechó sin pensárselo. Con mucha fuerza.

—Me llamo María Barring.

Con un ademán de la cabeza y la sombra de una sonrisa, él le agradeció su sinceridad, y ella supo que Geralt sabía apreciar el gesto.

—Sé precavida, por favor. Cuando preguntes, ten cuidado a quién pre­guntas.

—No has de inquietarte por mí.

—Tus informadores... ¿Te fías de ellos?

—Yo no me fío de nadie.

—El brujo está en Brokilón. Entre las dríadas.

—Como me imaginaba. —Dijkstra cruzó los brazos sobre los pechos—. Pero está bien que se haya confirmado.

Guardó silencio durante un instante. Lennep se pasó la lengua por los labios. Esperó.

—Está bien que se haya confirmado —repitió el jefe de los servicios secretos del reino de Redania, pensativo, como si estuviera hablando para sí mismo—. Siempre es mejor tener la certeza. Eh, si resultara que Yennefer está con él... ¿No hay con él una hechicera, Lennep?

—¿Perdón? —El espía tembló—. No, noble señor. No hay. ¿Qué orde­náis? Si lo queréis vivo, os lo sacaré de Brokilón. Si sin embargo lo prefirie­rais muerto...

—Lennep. —Dijkstra posó sobre el agente sus fríos ojos azul pálido—. No seas nunca celoso en exceso. En nuestra profesión la excesiva diligen­cia nunca compensa. Y siempre es sospechosa.

—Señor. —Lennep palideció ligeramente—. Yo tan sólo...

—Lo sé. Tú sólo has preguntado qué ordeno. Y yo ordeno: deja al brujo en paz.

—A vuestras órdenes. ¿Y con Milva?

—A ella déjala también en paz. De momento.

—A vuestras órdenes. ¿Puedo irme?

—Puedes.

El agente salió, cerró silenciosa y cautelosamente tras de sí la puerta de roble de la habitación. Dijkstra se mantuvo en silencio durante largo rato, contem­plando los mapas, las cartas, las denuncias, los protocolos de los interrogatorios y las condenas a muerte que se amontonaban encima de la mesa.

—Ori.

El secretario elevó la cabeza, carraspeó. Guardó silencio.

—El brujo está en Brokilón.

Ori Reuven carraspeó de nuevo, mirando involuntariamente bajo la mesa, en dirección a los pies del jefe. Dijkstra advirtió la mirada.

—Estoy de acuerdo. Esto no lo olvidaré —refunfuñó—. Por su culpa no pude andar durante más de dos semanas. Tuve que rebajarme ante Filippa, tuve que gañir lastimosamente como un perro y pedirle sus malditos hechi­zos, o de lo contrario estaría todavía cojeando. En fin, yo mismo soy culpa­ble, no le valoré bien. ¡Y lo peor es que no puedo ahora tomarme la revancha, agarrarle por su brujeril culo! ¡Yo no tengo tiempo y tampoco puedo usar a mis gentes para mis asuntos privados! ¿Verdad, Ori, que no puedo?

—Ejem, ejem...

—No carraspees. Lo sé. ¡Ah, diablos, qué seductor es el poder! ¡Cómo tienta para que lo uses! ¡Qué fácil es dejarse llevar cuando se tiene! Pero si te dejas llevar una vez, ya no se acabará nunca... ¿Todavía sigue Filippa Eilhart en Montecalvo?

—Sí.

—Toma pluma y tintero. Te dictaré una carta para ella. Escribe... Voto al diablo, no puedo concentrarme. ¿Qué son esos malditos gritos, Ori? ¿Qué está pasando en la plaza?

—Los estudiantes apedrean la residencia del embajador de Nilfgaard. Les hemos pagado para ello, ejem, ejem, me parece.

—Aja. Bien. Cierra la ventana. Que mañana los estudiantes vayan a ape­drear la filial del banco del enano Giancardi. Se negó a revelarme unas cuentas.

—Giancardi, ejem, ejem, transfirió una importante cantidad al fondo de guerra.

—Ja. Entonces que apedreen los bancos que no la hayan transferido.

—Todos lo hicieron.

—Ah, qué aburrido eres, Ori. Escribe, te digo. Amada Fil, sol de mis... Joder, siempre me dejo llevar. Toma un nuevo papel. ¿Listo?

—Sí, ejem, ejem.

—Querida Filippa. Seguramente la señorita Merigold está preocupada por cierto brujo al que teletransportó desde Thanedd hasta Brokilón, ha­ciendo de este hecho gran secreto, incluso respecto a mí, lo que me dolió terriblemente. Tranquilízala. El brujo está ya bien. Hasta ha comenzado a enviar desde Brokilón a una emisaria con el encargo de buscar huellas de la princesa Cirilla, personajillo que también a ti, por cierto, te interesa. Nuestro amigo Geralt, por lo visto, no sabe que Cirilla está en Nilfgaard, donde se prepara para casarse con el emperador Emhyr. Preciso que el brujo siga tranquilo sin moverse de Brokilón, por lo que intentaré que le alcance esta nueva. ¿Lo has escrito?

—Ejem, ejem, le alcance esta nueva.

—Punto y aparte. Me pregunto... ¡Ori, joder, limpia la pluma! ¡Estamos escribiendo a Filippa, no al consejo del reino, la carta tiene que tener un as­pecto estético! Punto y aparte. Me pregunto por qué el brujo no intenta contac­tar con Yennefer. No puedo creer que este afecto rayano con la obsesión se haya apagado tan de pronto, independientemente de la opción política de su ideal. Por otro lado, si Yennefer fuese quien le ha proporcionado Cirilla a Emhyr, y si hubiera pruebas de ello, entonces de buena gana haría que le cayera en las manos al brujo. El problema se resolvería solo, estoy seguro de ello, y la traidora belleza de cabellos morenos no estaría segura ni un día ni unas ho­ras. Al brujo no le gusta que nadie toque a su muchacha, Artaud Terranova se convenció de ello de sobra en Thanedd. Me gustaría creer, Fil, que no tienes pruebas de la traición de Yennefer y que no sabes dónde se esconde. Me dole­ría mucho si resultara que se trata de otro secreto que se me oculta. Al fin y al cabo, yo no tengo secretos para ti... ¿De qué te ríes. Ori?

—De nada, ejem, ejem.

—¡Escribe! Yo no tengo secretos para ti, Fil, y cuento con que me co­rrespondas. Queda con mi más profundo respeto, et caetera, et caetera. Dame, lo firmaré.

Ori Reuven barrió la carta con arenilla. Dijkstra se sentó más cómodamen­te, hizo molinillos con los pulgares de las manos entrelazadas sobre la barriga.

—Esa Milva a la que el brujo manda a sus espionajes —le dirigió la palabra—. ¿Qué me puedes decir de ella?

—Se ocupa, ejem, ejem —carraspeó el secretario—, de introducir en Brokilón a los grupos de Scoia'tael derrotados por el ejército temerio. Trae a elfos de partidas y grupos, dándoles la posibilidad de descansar y for­marse de nuevo en comandos de guerra...

—No me molestes con saberes de uso común —le interrumpió Dijkstra—. Conozco la actividad de Milva, planeo usarla, además. Si no fuera por esto, ya hace tiempo que la habría echado a las garras de los temerios. ¿Qué puedes decirme de ella? ¿De la propia Milva?

—Por lo que me parece, procede de no sé qué aldea de mala muerte del Alto Sodden. Su verdadero nombre es María Barring. Milva es un apodo que le dieron las dríadas. En la Antigua Lengua significa...

—Milana —le interrumpió Dijkstra—. Lo sé.

—Su familia es desde siempre familia de cazadores. Gente de bosque, que conoce la espesura como la palma de su mano. Cuando al hijo del viejo Barring le destrozó un alce, el viejo le enseñó las artes del bosque a la hija. Cuando murió, la madre se casó de nuevo. Ejem, ejem... María no hizo migas con el padrastro y se escapó de casa. Tenia entonces, por lo que me parece, dieciséis años. Vagabundeó hacia el norte, vivía de la caza, pero los barones de los bosques no veían con buenos ojos su vida, la acosaron y persiguieron como a un animal. Así que empezó a practicar el furtivismo en Brokilón y allí, ejem_, ejem, la capturaron las dríadas.

—Y en vez de cargársela, la acogieron —murmuró Dijkstra—. La reco­nocieron como suya... Y ella se lo devolvió. Selló un pacto con la Bruja de Brokilón, con la vieja Eithné la de los ojos de plata. María Barring ha muerto, viva Milva... ¿Cuántas expediciones mandó al garete antes de que los de Verden y Kerack cayeran en la cuenta? ¿Tres?

—Ejem, ejem... Cuatro, por lo que me parece... —A Ori Reuven siempre todo le parecía, aunque tenía una memoria infalible—. Hubo de aquéllos como unos cien, los más ávidos de cazar las cabelleras de las rariesposas. Y durante mucho tiempo no pudieron caer en la cuenta porque Milva a veces traía a alguno de los de la carnicería sobre sus propios hombros y el salvado ponía por las nubes su valentía. Sólo después de la cuarta vez, en Verden, me parece, alguno cayó de la burra. ¿Cómo puede ser que, gritaron de pron­to, ejem, ejem, que la guía que guía a la gente a las rariesposas salga cada vez con vida? Y salieron los trapos a relucir, de que la guía guía, pero a la trampa, derechito a las flechas de las dríadas que esperan en la espesura...

Dijkstra retiró a una orilla de la mesa un protocolo de un interrogatorio, porque le parecía que el pergamino todavía apestaba a la cámara de tortura.

—Y entonces —se imaginó—, Milva desapareció en Brokilón como un sueño de oro. Pero hasta hoy día resulta difícil encontrar en Verden a vo­luntarios para partidas contra las dríadas. La vieja Eithné y la joven Milana realizaron una excelente selección. Y ellas se atreven a decir que la provo­cación es un invento nuestro, de los humanos. O puede...

—¿Ejem, ejem? —carraspeó Ori Reuven, sorprendido porque su jefe se había interrumpido y mantenía un silencio cada vez más largo.

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