Bautismo de fuego (14 page)

Read Bautismo de fuego Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

La espada medía unas cuarenta pulgadas, pesaba no más de treinta y cinco onzas. La hoja, cubierta en buena parte por misteriosas señales rúnicas, tenía una coloración azulada y estaba tan afilada como una nava­ja de afeitar, con un poco de destreza podía uno afeitarse con ella. La em­puñadura, de doce pulgadas y cubierta con tiras de piel de salamandra cruzadas, tenía una abrazadera cilíndrica de latón en vez de guarnición, el pomo era muy pequeño y adoptaba una forma misteriosa.

—Bonita cosa. —Geralt hizo un corto y silbante molinete con el sihill, marcó un rápido tajo desde la izquierda y un rápido paso a una parada diestra en alto—. Cierto, bonito cacho de hierro.

—¡Eh! —bufó Percival Schuttenbach—. ¡Cacho de hierro! A ver si mira­mos mejor, que si no dentro un rato vas a acabar por decir que es un cacho de comino.

—Hubo un tiempo en que tuve una espada mejor.

—No lo niego. —Zoltan se encogió de hombros—. Puesto que seguro que procedía de nuestras forjas. Vosotros, los brujos, sabéis menear las espadas, pero no las podéis hacer. Tales espadas se forjan sólo en mi tie­rra, allá en Mahakam, al pie del monte Carbón.

—Los enanos templan el acero —añadió Percival—, forjan las capas prin­cipales, pero somos nosotros, los gnomos, los que nos ocupamos de pulirlas y afilarlas. En nuestros talleres. Usando nuestra tecnología de gnomos, como hicimos entonces vuestras gwyhry, las mejores espadas del mundo.

—La espada que llevo ahora —Geralt desnudó la hoja— procede de Brokilón, de las catacumbas de Craag An. Me la dieron las dríadas. Un arma de primera, y sin embargo no es ni enana, ni gnorna. Es una hoja élfica, tiene cien o doscientos años,

—¡Éste no tiene ni puñetera idea! —gritó el gnomo, tomando la espada en la mano y pasando los dedos por ella—. El acabado es élfico, cierto. Como la empuñadura, la guarnición y el pomo. También son élficos el decapado, los grabados, el cincelado y otros adornos. Pero la hoja está forjada y afilada en Mahakam. Y cierto es que la hicieron hace dos siglos, porque enseguida se ve que es acero de calidad inferior y trabajo más bien primitivo. Ea, ponía junto al sihill de Zoltan, ¿Ves la diferencia?

—La veo. La mía da la sensación de no estar peor hecha.

El gnomo bufó y agitó una mano. Zoltan sonrió con altivez.

—La hoja —explicó con un tono profesoral— tiene que cortar y no dar sensaciones, y no es por la sensación que se la valora. La cosa es que tu espada es una común composición de acero y hierro, mientras que mi sihill tiene la hoja forjada de una aleación de bórax y del mejor grafito...

—¡Una técnica moderna! —Percival no aguantó, se acaloró un poco, puesto que la conversación había entrado en asuntos que conocía bien—. La construcción y la composición de la hoja tiene múltiples capas de nú­cleo blando, y un forjado de acero duro y no blando...

—Despacio, despacio —le frenó el enano—. No le vas a convertir en un metalúrgico, no le aburras con los detalles. Yo se lo aclararé en palabras sencillas. Un acero bueno, de dura magnetita, brujo, es dificilísimo de afi­lar. ¿Por qué? ¡Pues porque es duro! Si no se dispone de tecnología, como nosotros antes y vosotros hasta hoy día, y se quiere tener una espada afilada, se guarnecen los bordes de acero blando, menos resistente a la hora de afilar. Precisamente de esta forma simplificada está hecha tu espa­da brokilona. Las hojas modernas están hechas al revés, un núcleo blando y filos duros. Afilarlas precisa de mucho tiempo y, como dije, de una tecno­logía avanzada. Pero como resultado se puede obtener una hoja que permi­te cortar en el aire un fular de batista.

—¿Se puede hacer eso con tu sihill?

—No. —El enano sonrió—. Se pueden contar con los dedos piezas tan afiladas y raramente alguna de ellas salió de Mahakam. Pero te garantizo que la concha del cangrejo rugoso aquél hubiera ofrecido una mínima re­sistencia a mi sihill. Lo hubieras cortado en pedazos y ni siquiera te hubie­ras cansado.

La discusión sobre espadas y metalurgia continuó todavía durante al­gún tiempo. Geralt escuchó con interés, compartió sus propias experien­cias, acrecentó sus conocimientos, preguntó acerca de esto y aquello, con­templó y probó el sihill de Zoltan. No sabía todavía que al día siguiente se vería obligado a complementar la teoría con la práctica.

La primera señal de que vivían personas en los alrededores fue una pila muy regular de leña cortada entre cortezas y astillas que Percival Schuttenbach distinguió junto a la carretera mientras iba en vanguardia.

Zoltan detuvo la marcha y envió al gnomo a una patrulla más alejada. Percival desapareció y al cabo de media hora volvió a toda velocidad, exci­tado y sin aliento, gesticulando desde lejos. Llegó hasta ellos pero, en vez de ponerse de inmediato a informar, se apretó la larga nariz con los dedos y echó un enorme moco, con un sonido que recordaba a un cuerno de pastor.

—No me espantes a las bestias —ladró Zoltan Chivay—-. Y habla. ¿Qué tenemos por delante?

—Una labranza. —El gnomo espiró, mientras se limpiaba los dedos a la tela de su aljuba provista de numerosos bolsillos—. En un claro. Tres chozos, un establo, algunos cobertizos... En el patio hay un perro y sale humo de la chimenea. Alguien cocina viandas. Gachas de trigo, y para colmo cocidas en leche.

—¿Y tú qué? ¿Es que estuviste en la cocina o qué? —se rió Jaskier—. ¿Miraste dentro de los cazos? ¿Cómo sabes que eran gachas?

El gnomo le miró con altivez y Zoltan resopló con ira.

—No le insultes, poeta. Él huele la comida a millas. Si dice que son gachas, quiere decir que son gachas. Joder, no me gusta esto.

—¿Y por qué? A mí me gustan las gachas, me las comería con gusto.

—Zoltan tiene razón —dijo Milva—. Y tú cállate, Jaskier, que aquí no se platica de poesía. Si las gachas son en leche, entonces allí hay una vaca. Y el labrador, en tanto ve los humos, se coge la vaca y se pierde en lo profun­do del monte. Así que, ¿por qué precisamente éste no se ha ido? Doblemos hacia el bosque, lo rodearemos. Mal me huele esto.

—Despacio, despacio —murmuró el enano—. De huir siempre hay tiem­po. ¿Y no pudiera ser que se hubiera acabao la guerra? ¿No habrá avanza­do por fin el ejército temerio? ¿Qué es lo que sabemos, aquí en esta espesu­ra? Puede que ya haya sido librada la batalla en algún sitio, puede que Nilfgaard ya haya sido rechazado, puede que el frente esté ya detrás de nosotros, que los campesinos y las vacas estén volviendo ya. Hay que com­probarlo, enterarse. Figgis, Munro, quedaos los dos aquí, y tened los ojos abiertos. Nosotros, por nuestro lado, haremos un reconocimiento. Si está seguro, os llamaré con el grito del gavilán.

—¿El grito del gavilán? —Munro Bruys se atusó la barba con preocupa­ción—. Pero si tú no tienes ni idea de imitar cantos de pájaros, Zoltan.

—Pues de eso se trata. Si escuchas un canto raro, que no se parezca a nada, ése seré yo. Percival, dirige. ¿Vienes con nosotros, Geralt?

—Todos iremos. —Jaskier se bajó del caballo—. Si se tratara de alguna trampa, será más seguro yendo en un grupo grande.

—Os dejo al Mariscal de Campo. —Zoltan tomó al loro de su hombro y se lo dio a Figgis Merluzzo—. El pajarraco está presto a sembrar todo de putas a grito pelado y el acercamiento sigiloso se iría al cuerno. Vamos.

Percival los condujo con rapidez a las lindes del bosque, entre la espe­sura de unos arbustos de lilas salvajes. Al otro lado de los arbustos, el terreno se deslizaba ligeramente hacia abajo, se acumulaban allí montones de troncos desenraizados. Más allá se extendía un enorme claro. Mira­ron con precaución.

El informe del gnomo había sido preciso. En el centro del claro efectiva­mente se elevaban tres chozas, un establo y algunos cobertizos cubiertos de paja. En el corral brillaba el enorme charco del estercolero. Los edificios y un pequeño campo rectangular, bastante desaliñado, estaban rodeados por una cerca baja, destrozada en parte, y detrás de la cerca ladraba un perro gris. Por el tejado de una choza se elevaba una columna de humo, arrastrándose perezosamente por un agujero en el bálago.

—Iré allí —declaró Milva.

—No —protestó el enano—. Te pareces en demasía a un Ardilla. Si te vie­ran, podrían asustarse y la gente con miedo suele ser destemplada. Irán Yazon y Caleb. Y tú ten el arco a punto, los cubrirás en caso de necesidad. Percival, arrea a donde están los otros. Estad prestos por si hubiera que tocar retirada.

Yazon Varda y Caleb Stratton salieron del bosque con precaución y anduvieron hacia los edificios. Marchaban despacio, mirando atentamente a los lados.

El perro les advirtió de inmediato, aulló rabioso, dio vueltas al corral, no reaccionó a los amables chasqueos ni a los silbidos de los enanos. Las puertas de la choza se abrieron. Milva, al punto, alzó el arco y tiró de la cuerda con fluidez. Y al instante volvió a aflojarla.

Al umbral salió una muchacha bajita, fuertota, con largas trenzas. Gri­tó algo, al tiempo que agitaba la mano. Yazon Varda alzó la mano, contestó con otro grito. La muchacha comenzó a gritar, escuchaban los gritos pero no eran capaces de distinguir las palabras.

Pero aquellas palabras debieron de alcanzar a Yazon y Caleb y causarles una mediana impresión, porque ambos enanos, como a una orden, dieron un salto hacia atrás y se dirigieron a toda velocidad hacia los arbustos de lilas. Milva de nuevo tensó el arco, apuntó con la flecha, buscando un objetivo.

—¿Qué es, por todos los diablos? —gruñó Zoltan—. ¿Qué está pasan­do? ¿De quién están huyendo? ¿Milva?

—Cierra el pico —susurró la arquera, mientras seguía apuntando la flecha de choza en choza, de cobertizo en cobertizo. Pero seguía sin encon­trar un objetivo. La muchacha de las trenzas había desaparecido dentro de la choza, cerrando las puertas tras de sí.

Los enanos jadeaban como si les pisaran los talones todos los demonios del Caos. Yazon gritaba algo, puede que blasfemara. De pronto Jaskier palideció.

—Está gritando... ¡Ay, madre!

—Qué con... —Zoltan se detuvo, porque Yazon y Caleb ya estaban allí, rojos por el esfuerzo—. ¿Qué pasa? ¡Soltadlo!

—Tienen una epidemia... —Caleb espiró—. Viruela negra...

—¿Habéis tocado algo? —Zoltan Chivay se echó hacia atrás violenta­mente, casi hizo caerse a Jaskier—. ¿Habéis tocado algo en el corral?

—No... El perro nonos dejó acercarnos...

—Gracias le sean dadas al jodio can. —Zoltan alzó los ojos al cielo—. Dadle dioses una larga vida y un montón de huesos, uno más alto que el monte Carbón. La moza ésa del corral, ¿tenía costras?

—No. Ella está sana. Los enfermos están en la última choza, sus sue­gros. Y muchos ya han muerto, dijo. ¡Ay, ay, Zoltan, que el viento soplaba hacia nosotros!

—Basta ya de este chocar de dientes —dijo Milva, al tiempo que bajaba el arco—. Si no habéis tentado a los infestos, nada os será, no haya temor. Siendo verdad eso de la viruela, claro. Pudiera ser que la moza quisiera sólo espantaros.

—No —negó Yazon, todavía temblando—. Tras un cobertizo, un foso había... Y en él cadáveres. La moza no tiene fuerzas para enterrar a los muertos, así que los echa al foso...

—Ea. —Zoltan sorbió la nariz—. Ahí tienes tus gachas, Jaskier. Pero a mí como que se me han pasado las ganas. Larguémonos de aquí, presto.

Desde los edificios les llegaron los furiosos ladridos del perro.

—Escondeos —susurró el brujo mientras se arrodillaba.

Por el camino al lado contrario del claro apareció un grupo de jinetes, silbando y alborotando, rodearon al galope los edificios, luego entraron en el corral. Los jinetes iban armados, pero no llevaban colores uniformes. Antes al contrario, iban vestidos abigarradamente y sin concierto, también sus pertrechos daban la sensación de haber sido reunidos al azar. Y no en una almoneda, sino en el campo de batalla.

—Trece —contó con rapidez Percival Schuttenbach.

—¿Quiénes son ésos?

—Ni de Nilfgaard, ni otros regulares —valoró Zoltan—. Ni Scoia'tael. Me parece que voluntarios. Mesnadas libres.

—O desertores.

Los caballos relincharon, retozaron por el corral. Al perro le dieron un golpe con una pica y huyó. La muchacha de las coletas salió al umbral, gritó. Pero esta vez la advertencia no funcionó o no la tomaron en serio. Uno de los jinetes se acercó galopando, aferró a la muchacha por una coleta, la sacó del umbral, arrastrándola por el charco. Otros se bajaron de los caballos, ayudaron, condujeron a la muchacha hasta el fondo del co­rral, le quitaron la ropa y la arrojaron sobre un almiar de paja podrida. La moza se defendió con uñas y dientes, pero no tenía ninguna posibilidad. Sólo uno de los desertores no se unió a la diversión, vigilaba los caballos atados a la cerca. La muchacha lanzó un agudo grito, desesperado. Luego uno corto, de dolor. Y luego ya no la escucharon.

—¡Guerreros! —Milva se levantó—. ¡Héroes, la puta de su madre!

—No tienen miedo de la viruela. —Yazon Varda meneó la cabeza.

—El miedo —murmuró Jaskier— es una cosa humana. Y a éstos ya no les queda nada de humano.

—Salvo las tripas —graznó Milva, mientras colocaba cuidadosamente una flecha en el arco—. Las que ahora mesmo les voy a agujerear, bellacos.

—Trece —dijo Zoltan Chivay significativamente—. Y tienen caballos. Alcanzarás a uno o dos, el resto nos topará. Aparte que esto puede ser un destacamento. El diablo sabe cuánta gente les sigue.

—¿Tengo que quedarme mirando tranquilamente?

—No. —Geralt se colocó la espada en la espalda y la cinta del pelo—. Ya estoy harto de mirar tranquilamente. De verdad que estoy harto de no hacer nada. Pero ellos no tienen que dispersarse. ¿Ves aquél que está su­jetando los caballos? Cuando llegue allí, derríbalo de la silla. Si lo consi­gues, entonces otro. Pero sólo cuando llegue allí.

—Siguen quedando once. —La arquera se dio la vuelta.

—Sé contar.

—Y todavía queda la viruela —murmuró Zoltan Chivay—. Si vas allí, te vas a contagiar de la enfermedad... ¡Diablos, brujo! Nos contagiarás a to­dos por... ¡Voto a bríos, ésta no es la muchacha que buscas!

—Cierra el pico, Zoltan. Volved al carro, escondeos en el bosque.

—Voy contigo —anunció Milva con voz ronca.

—No. Cúbreme de lejos, es una forma mejor de ayudarme.

—¿Y yo? —preguntó Jaskier—. ¿Qué tengo que hacer yo?

—Lo de siempre. Nada.

—Te has vuelto loco... —tronó Zoltan—. Tú solo contra ese montón de gente... ¿Qué te pasa? ¿Quieres hacerte el héroe, defensor de doncellas?

Other books

The Dog That Stole Home by Matt Christopher
The Aloe by Katherine Mansfield
Dragon (Vlad Taltos) by Steven Brust
Spirits Rising by Krista D Ball
Full Throttle (Fast Track) by McCarthy, Erin