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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

Barrayar (28 page)

BOOK: Barrayar
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—Lo seguimos, mayor.

Tardaron seis horas. El caballo de Bothari empezó a cojear poco antes de llegar. El sargento tuvo que desmontar y llevarlo por las riendas. Cordelia también caminó para estirar las piernas lastimadas, mantenerse despierta y entrar en calor. Gregor se quedó dormido y se cayó del caballo. Entonces comenzó a llorar llamando a su madre, pero volvió a dormirse cuando Kly lo colocó delante de él para sujetarlo con firmeza. En el último tramo, Cordelia se quedó sin aliento y su corazón empezó a latir con violencia, aunque se sujetaba del estribo de Rose para que la ayudara a subir. Los dos caballos se movían como ancianas artríticas, pero sólo con su auxilio lograron seguir al resistente tordo de Kly.

De pronto el camino descendió hacia un amplio valle. El bosque se fue despejando, entremezclado con prados en la ladera. Cordelia podía percibir el espacio que se extendía frente a ella, verdaderas montañas, vastos precipicios en sombras, peñascos gigantescos, el silencio de la eternidad. Tres copos de nieve se fundieron sobre su rostro vuelto hacia el cielo. Al final de un bosquecillo, Kly se detuvo.

—Fin del camino, amigos.

Conducido por Cordelia, Gregor caminó medio dormido hasta la pequeña choza. Allí ella lo condujo a ciegas hasta un catre y lo acostó. El niño gimió entre sueños mientras Cordelia lo tapaba con las mantas. Entonces permaneció tambaleante, aturdida, y en un último destello de lucidez se quitó las zapatillas y se acostó a su lado. Gregor tenía los pies tan fríos como un cadáver sometido a la criogenia, y a medida que Cordelia los calentaba contra su propio cuerpo el niño dejó de temblar para entrar en un sueño más profundo. Vagamente Cordelia tuvo conciencia de que Kly, Bothari, o alguien había encendido el fuego en el hogar. Pobre Bothari, había estado despierto tanto tiempo como ella. En un sentido militar, él estaba a su cargo; ella debía ocuparse de que comiera, se calentara los pies, durmiera. Debía… debía…

Cordelia abrió los ojos repentinamente para descubrir que el movimiento que la había despertado era Gregor, sentado en la cama a su lado, frotándose los ojos con expresión desorientada. La luz entraba por dos ventanas sucias, a ambos lados de la puerta de madera. La choza o cabaña —dos de las paredes parecían hechas con leños enteros sin desbastar— constaba de una sola habitación. En el hogar de piedras grises había una marmita y una caldera cubierta, apoyadas sobre una parrilla bajo la cual ardían las brasas. Cordelia volvió a recordar que allí la madera representaba la pobreza, no la riqueza. Habían visto una infinidad de árboles el día anterior.

Cordelia se sentó y emitió un gemido de dolor por el ácido láctico que se había formado en sus músculos. Enderezó las piernas. La cama constaba de una red sujeta a un marco sobre la cual había dos colchones, el primero de paja y el segundo de plumas. Ella y Gregor estaban bien abrigados en aquel nido. El aire de la habitación olía a polvo y a leña quemada.

Unas botas resonaron en las tablas del porche, fuera de la cabaña, y Cordelia se aferró al brazo de Gregor invadida por el pánico. No podía escapar, y ese atizador de hierro negro no sería arma suficiente contra un aturdidor o un disruptor nervioso… pero los pasos eran de Bothari. Él entró en la cabaña junto con una bocanada de aire frío. La rudimentaria chaqueta parda que llevaba debía de pertenecer a Kly, a juzgar por la forma en que sus muñecas huesudas asomaban bajo los puños. Siempre que mantuviera la boca cerrada para no delatar su acento ciudadano, sería fácil confundir a Bothari con un montañés.

Él los saludó con un movimiento de cabeza.

—Señora. Majestad. —Se arrodilló junto al hogar y levantó la tapa de la caldera. Luego probó la temperatura de la marmita acercando la mano a ella—. Hay cereales y almíbar —informó—. Agua caliente. Té de hierbas. Frutos secos. No hay mantequilla.

—¿Qué está ocurriendo? —Cordelia se frotó el rostro y bajó los pies al suelo, ansiosa por tomarse una taza de ese té de hierbas.

—No mucho. El mayor dejó que su caballo descansara un rato y se marchó antes del alba, para cumplir con sus entregas. Desde entonces esto ha estado bastante tranquilo.

—¿Usted ha podido dormir?

—Un par de horas, creo.

El té tuvo que esperar mientras Cordelia acompañaba al emperador cuesta abajo, hasta el excusado de Kly. Gregor frunció la nariz y observó el retrete con nerviosismo. De regreso en el porche, Cordelia hizo que se lavara las manos y el rostro en una palangana metálica. Cuando se hubo secado el rostro con una toalla, descubrió que la vista desde ese sitio era magnífica. Medio Distrito Vorkosigan parecía extenderse a sus pies en colinas oscuras y praderas verdes y amarillas.

—¿Ése es nuestro lago? —Cordelia señaló un destello plateado entre las colinas, casi en el límite de su visión.

—Eso creo —asintió Bothari, forzando la vista.

Tan lejos… y habían llegado a pie. Aunque para una aeronave estaban demasiado cerca. Bueno, al menos desde allí se vería cualquier cosa que se acercase.

Los cereales calientes con almíbar, servidos en un plato rajado, sabían a gloria. Cordelia se tomó el té con avidez, descubrió que había llegado peligrosamente cerca de la deshidratación. Trató, de convencer a Gregor para que la imitase, pero a él no le gustó el sabor amargo del té. Bothari pareció enrojecer de vergüenza al no ser capaz de sacar leche del aire para complacer a su emperador. Cordelia resolvió el dilema endulzando el té con almíbar, con lo cual lo hizo aceptable.

Para cuando terminaron de desayunar, lavaron los pocos utensilios y platos y tiraron afuera el agua sucia; el porche se había entibiado bastante con el sol matinal.

—¿Por qué no ocupa la cama, sargento? Yo vigilaré. Ah… ¿Kly le dio alguna idea en caso de que llegue alguien hostil antes de su regreso? Parece que ya no nos queda ningún lugar adonde ir.

—Todavía hay uno, señora. Hay unas cuevas en ese bosque de la parte trasera. Un viejo escondite de la guerrilla. Anoche Kly me llevó para que viese la entrada.

Cordelia suspiró.

—Bien. Vaya a dormir, sargento. Lo necesitaremos más tarde.

Cordelia se sentó al sol en una de las sillas de madera, descansando su cuerpo aunque no pudiese hacer lo mismo con su mente. Forzó los ojos y los oídos tratando de divisar alguna aeronave ligera u otra clase de transporte aéreo. Improvisó unos zapatos para Gregor atándole trapos en los pies, y él se dedicó a recorrer el lugar examinando las cosas. Cordelia lo acompañó en una visita al cobertizo para ver a los caballos. El del sargento seguía cojo, y Rose apenas se movía, pero tenían buen forraje y agua de un pequeño arroyo que corría en un extremo del cobertizo. El otro caballo de Kly, un alazán esbelto, parecía tolerar la invasión equina y sólo se inquietaba cuando Rose se acercaba demasiado a su extremo del almiar.

Cuando el sol pasó el cenit, Cordelia y Gregor se sentaron en los escalones del porche. Aparte de una brisa entre las ramas, el único sonido que se oía en el amplio valle eran los ronquidos de Bothari, los cuales resonaban a través de las paredes de la cabaña. Decidiendo que difícilmente podría encontrar un momento para estar más tranquilos, al fin Cordelia se atrevió a interrogar a Gregor acerca del golpe en la capital. Con sus cinco años, el niño era capaz de narrar los hechos, aunque no conociese los motivos. A otro nivel ella tenía el mismo problema, debía admitirlo muy a su pesar.

—Llegaron los soldados. El coronel nos dijo a mamá y a mí que lo acompañáramos. Uno de nuestros hombres de librea entró en la habitación. El coronel le disparó.

—¿Con un aturdidor o con un disruptor nervioso?

—Un disruptor nervioso. Fuego azul. El hombre cayó. Después nos llevaron al Patio de Mármol. Tenían aeronaves. Entonces entró corriendo el capitán Negri con unos hombres. Un soldado me cogió a mí, y mamá tiró para que fuese con ella, y allí perdí el zapato. Ella se lo quedó en la mano. Tenía que haberlo… atado más fuerte por la mañana. Entonces el capitán Negri le disparó al soldado que me llevaba a mí, y otros soldados le dispararon al capitán Negri…

—¿Con arcos de plasma? ¿Allí fue donde sufrió esa horrible quemadura? —preguntó Cordelia. Trataba de mantener el tono muy tranquilo.

Gregor asintió con un gesto.

—Unos soldados se llevaron a mamá. Pero eran de esos otros… no los de Negri. El capitán Negri me levantó y empezó a correr. Pasamos por unos túneles bajo la Residencia, y salimos en un garaje. Subimos a la aeronave. Ellos nos disparaban. El capitán Negri me decía que me callara, que me quedara tranquilo. Volamos y volamos, y él seguía gritándome que me callara… aunque yo ya estaba callado. Y entonces aterrizamos junto al lago. —Gregor estaba temblando otra vez.

—Mm. —A pesar de la simpleza con que el niño había relatado los acontecimientos, Cordelia pudo imaginar a Kareen con todos los detalles. Su rostro habitualmente sereno, desencajado por la ira y el terror al ver que le arrebataban a su hijo y le dejaban… nada más que un zapato de todas sus ilusorias posesiones. Así que las tropas de Vordarian tenían a Kareen. ¿Como rehén? ¿Como víctima? ¿Estaría viva o muerta?

—¿Crees que mamá está bien?

—Sí, seguro. —Cordelia se acomodó en el escalón—. Es una señora muy importante. No le harán daño. —
Hasta que les resulte conveniente hacérselo
.

—Ella estaba llorando.

—Sí.

Cordelia sintió el mismo nudo en su vientre. La imagen que había estado evitando todo el día anterior volvió a irrumpir en su mente. Unas botas que abrían la puerta del laboratorio a patadas. Escritorios y mesas tumbados. Ningún rostro, sólo botas. Culatas de armas que destrozaban delicados recipientes y monitores. Una réplica uterina brutalmente abierta, y su contenido húmedo vaciado sobre las baldosas… ni siquiera se necesitaba emplear el sistema tradicional de coger al bebé por los pies y lanzar la cabeza contra la pared más cercana. Miles era tan pequeño que las botas no tenían más que pisarlo y aplastarlo contra el suelo… Cordelia contuvo el aliento.

Miles está bien. Es anónimo, igual que nosotros. Somos muy pequeños, estamos muy callados y nos encontramos a salvo. Cállate chiquillo, no hagas ruido
. Abrazó a Gregor con fuerza.

—Mi hijito también está en la capital, como tu mamá. Y tú estás conmigo. Nos cuidaremos el uno al otro. Ya verás.

Después de cenar y al ver que todavía no había señales de Kly, Cordelia dijo:

—Enséñeme esa cueva, sargento.

Kly tenía una caja de velas frías sobre la chimenea. Bothari encendió una y condujo a Cordelia y al niño hacia el bosque, por un estrecho sendero de piedra. El sargento tenía un aspecto siniestro a la luz verdosa del tubo que brillaba entre sus manos.

Cerca de la cueva, la zona mostraba rastros de haber sido despejada en el pasado, aunque las malezas ya comenzaban a cubrirla de nuevo. La entrada no quedaba oculta. La gran apertura negra tenía el doble de altura que Bothari y era lo bastante ancha para permitir el paso de una aeronave. En el interior, el techo se elevaba y los muros se ensanchaban creando una cueva polvorienta. Allí dentro podían acampar patrullas enteras, y en el pasado lo habían hecho, a juzgar por los antiguos desperdicios. Unos nichos tallados en la piedra hacían las veces de literas, y los muros estaban cubiertos de nombres, iniciales, fechas y comentarios obscenos.

En el centro de la cueva había un hoyo para encender fuego, y encima de él una apertura por donde alguna vez había salido el humo. Cordelia tuvo una visión fantasmal de una multitud de guerrilleros que comían, bromeaban, escupían hojas de mascar, limpiaban las armas y planeaban la siguiente incursión. Los espías iban y venían, fantasmas entre los fantasmas, para entregar su preciosa información a los generales jóvenes que extendían los mapas sobre la roca plana que estaba allí… Cordelia sacudió la cabeza para desalojar la visión y cogió la luz para explorar los nichos. Había al menos cinco túneles para salir de la caverna tres de los cuales mostraban rastros de haber sido muy transitados.

—¿Kly le dijo dónde desembocan estos túneles, sargento?

—No exactamente, señora. Dijo que los pasajes recorrían kilómetros por debajo de las colinas. Iba con retraso y tenía prisa por partir.

—¿Le explicó si el sistema es vertical u horizontal?

—¿Cómo?

—¿Se encuentra en un solo estrato o tiene caídas abruptas? ¿Hay muchos pasajes sin salida? ¿Cuál nos convendría tomar? ¿Hay arroyos subterráneos?

—Creo que él pensaba guiarnos, en caso de que tuviésemos que escapar. Comenzó a explicarlo, pero luego dijo que era demasiado complicado.

Cordelia frunció el ceño y contempló las posibilidades. Durante su entrenamiento se había familiarizado bastante con las cavernas, o al menos lo suficiente para comprender lo que significaba el término
respeto por los riesgos
. Respiraderos, precipicios, grietas, pasajes laberínticos… y allí se sumaban las crecientes de los arroyos, cuestión que no causaba grandes problemas en Colonia Beta. La noche anterior había llovido. Los sensores no servían de gran cosa para encontrar a una persona en una caverna. ¿Y los sensores de quién? Si el sistema era tan extenso como había sugerido Kly, podían necesitar a cientos de hombres… Su ceño fruncido se transformó en una lenta sonrisa.

—Sargento, acamparemos aquí esta noche.

A Gregor le gustó la caverna, sobre todo cuando Cordelia le describió la historia del lugar. El niño anduvo por allí murmurando diálogos militares para sí mismo, se encaramó a todos los nichos y trató de indagar lo que significaban todas las palabrotas talladas en los muros. Bothari encendió un pequeño fuego en el foso y extendió un saco de dormir para Gregor y Cordelia, disponiéndose a montar guardia toda la noche. Cordelia acomodó un segundo saco de dormir, enrollado junto con unas provisiones a la entrada de la cueva. Luego colocó la chaqueta negra con el nombre VORKOSIGAN, A. artísticamente en un nicho, como si alguien la hubiera usado para sentarse y no enfriarse el trasero con la piedra, olvidándola allí al partir. Por último Bothari trajo los caballos todavía extenuados, les colocó las monturas y las bridas y los ató en la entrada.

Cordelia emergió del pasaje más ancho, donde había dejado caer una luz fría a unos trescientos metros de distancia, sobre un despeñadero cruzado por una soga de diez metros. La cuerda era de fibras naturales y estaba reseca. Cordelia había decidido no probarla.

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