Barbagrís (21 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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En la época a la que los círculos de Washington denominaban eufemísticamente como el Gran Accidente, Martha contaba seis años. Había contraído la enfermedad de la radiación; a diferencia de muchos de sus pequeños contemporáneos, sobrevivió. Pero no así su cabello; y la calvicie que la acompañó a lo largo de sus días escolares, haciéndola el blanco de unas bromas contra las que se defendía vivamente, contribuyó en gran manera a agudizar su ingenio. El día que cumplió veintiún años, una pelusa cubría su cráneo; su belleza ya no volvería a ser menospreciada nunca más. Timberlane era una de las pocas personas ajenas a la familia que conocían la existencia de las cicatrices internas que constituían la única marca de su propia edad.

Pilbeam y Timberlane la acompañaron a un hotel para mujeres que había a un par de manzanas del nuevo cuartel general de DOUCH.

—Ya tienes cierta influencia sobre Algy —dijo Martha a Pilbeam—. Su habla inglesa se está erosionando; le dijo al taxista que pasara a otro coche con acento típicamente americano. ¿Qué vendrá después?

—Probablemente la inhibición propia de la clase media inglesa en cuanto a dar besos en público —dijo Timberlane.

—¡Dios mío, si me llamas público, me largo de aquí! —exclamó Pilbeam, con sentido del humor—. Ya ves que capto las indirectas al vuelo. Me encontrarás en el bar tomando una copa.

—No tardaremos, Jack.

—No tardaremos mucho, Jack —corrigió Martha.

En cuanto se cerró la puerta, se rodearon mutuamente con los brazos y unieron sus labios, sintiendo el calor del otro en la boca y el cuerpo. Permanecieron así, besándose y hablando, durante algún rato. Finalmente él retrocedió hasta el otro lado de la habitación, se cogió la barbilla con una mano en actitud juiciosa, y admiró sus piernas.

—¡Ah, la estupenda curva catenaria de tus pantorrillas! —exclamó.

—Bueno, eso sí que es un bonito saludo transatlántico —dijo Martha— ¡Algy, es maravilloso! ¡Quien me iba a decir que ocurriría algo tan fantástico! ¿Verdad que es emocionante? Papá estaba furioso al verme tan ilusionada por venir… me endosó un largo sermón con su pro-o-o-funda voz acerca de la frivolidad de todas las mujeres jóvenes.

—¡Y no hay duda de que te admira enormemente por mantenerte firme y venir! Aunque si lo que sospecha es que el macho americano va a perseguirte, está en lo cierto.

Ella abrió el neceser y empezó a dejar frascos y cepillos encima del tocador, sin apartar los ojos de él. Cuando se sentaba para maquillarse, dijo:

—¡Cualquier destino es mejor que la muerte! ¿Y qué está pasando aquí? ¿Qué es DOUCH, por qué te has unido a ellos y qué puedo hacer yo para ayudar?

—Estoy siguiendo un curso de adiestramiento de seis semanas. Hay todo tipo de clases… ¡Esos sujetos sí que saben cómo hay que trabajar! Historia contemporánea, sociología, economía, geopolítica, una cosa nueva a la que llaman existenciologia, psicología funcional… oh, y otras cosas, y temas prácticos, tales como mantenimiento de motores. Y dos veces a la semana nos vamos a Rock Creek Park para recibir lecciones de autodefensa de un experto en judo. Es duro, pero me gusta. Aquí hay un sentido de la dedicación que confiere un significado a todas las cosas. Además, ahora ya no estoy metido en la guerra, y eso significa que la vida tiene sentido una vez más.

—Ya veo que te sientes a gusto, cariño. ¿Vas a practicar la autodefensa conmigo?

—Otras formas de lucha quizá; ésa no. No, sospecho que estás aquí por una buena razón. Pero ya se lo preguntaremos a Jack Pilbeam. Vamos a reunirnos con él; es un tipo estupendo; te gustará.

—Ya me gusta.

Pilbeam estaba en un rincón del bar del hotel, sentado muy cerca de una pelirroja que le escuchaba atentamente. Se levantó de mala gana, cogió el impermeable del respaldo de la silla y fue hacia ellos, saludándoles desde lejos.

—Jack se vuelve aburrido si sólo juega y no trabaja —dijo—. ¿Adónde llevamos ahora a nuestra dama; hay algún sitio donde podamos llevar a una simpática pelirroja?

—Una vez restaurados los estragos del viaje, estoy en vuestras manos —dijo Martha.

—No te lo tomes al pie de la letra, ¿eh? —añadió Timberlane.

Pilbeam se inclinó.

—Tengo instrucciones, autoridad y muchísimo gusto en llevarles a cualquier lugar de Washington, e invitarles a cena y vino mientras estén ustedes aquí.

—Te advierto, cariño, que juegan tan a conciencia como trabajan. DOUCH nos tratará a cuerpo de rey antes de lanzarnos a registrar el fin del mundo.

—Veo que necesitas un trago, gruñón —dijo Pilbeam, esbozando una sonrisa forzada—. Os presentaré a la pelirroja, y después nos iremos a algún espectáculo. Quizá podamos meternos en el espectáculo de Dusty Dykes. Dykes es el Comediante Haragán.

La pelirroja entró a formar parte del grupo sin hacerse rogar demasiado, y se trasladaron a la ciudad. Los oscurecimientos totales que habían aflijido a las ciudades de otras naciones en guerras precedentes no preocupaban a Washington. El enemigo tenía la ciudad bajo el control de sus misiles, y la falta de luz no habría cambiado la situación. Las calles estaban brillantemente iluminadas y los locales nocturnos atraían a la mayoría de la gente. Los letreros de luces intermitentes lanzaban destellos sobre los rostros de hombres y mujeres con el estigma de la enfermedad que entraban en cabarets y cafés. El mercado negro proporcionaba toda la comida y bebida requerida; lo único que escaseaba eran los lugares donde aparcar.

Esas turbulentas noches formaban parte de un programa de duro trabajo y relajación dentro del cual encajaba el personal de DOUCH. Hasta la tercera noche en Washington, cuando se encontraban en el Trog y contemplaban el espectáculo que incluía a Dusty Dykes —el cómico para el cual Pilbeam no consiguió adquirir entradas la primera noche—, Martha no se decidió a formular su pregunta a Pilbeam.

—Jack, nos haces pasar ratos maravillosos. Me gustaría poder hacer algo a cambio. ¿Hay algo que pueda hacer? La verdad es que no comprendo por qué he sido invitada a venir.

Sin dejar de acariciar la muñeca de la morena belleza de ojos verdes que era su acompañante de aquella noche, Pilbeam repuso:

—Has sido invitada a venir para hacer compañía a un tal Algy Timberlane, aunque eso no quiere decir que él se merezca tan buena fortuna. Ya has presenciado varias de sus conferencias. ¿No es bastante? Tranquilízate, trata de divertirte. Toma otra copa. Ya sabes que consumir es señal de patriotismo.

—Me divierto mucho. Lo único que me gustaría saber es si hay algo que yo pueda hacer.

Pilbeam guiñó un ojo a su amiga de ojos verdes.

—Es preferible que se lo preguntes a Algy, querida.

—Soy enormemente obstinada, Jack. Quiero una respuesta.

—Ve a preguntárselo a Bill Dyson; es asunto suyo. Yo no soy más que el playboy de DOUCH; me llaman el Douche apasionado. Además, el miércoles próximo tengo que irme otra vez de viaje.

—Oh, cariño, tu me dijiste… —protestó la joven de ojos verdes. Pilbeam pasó un dedo sobre sus brillantes labios.

—Shhh, querida. Tu tío Sam debe estar antes que tu tío Jack. Pero esta noche, el tío Jack está primero, créeme… metafóricamente hablando, por supuesto.

Las luces se amortiguaron, hubo un solo de tambor seguido por un estridente repiqueteo de platillos. Cuando se hizo el silencio, Dusty Dykes apareció flotando sobre un enorme billete de dólar y saltó al suelo. Era un hombrecillo tremendamente vulgar, que llevaba un traje cruzado. Habló con voz ronca y monótona:

—Como verán, he abandonado mi vieja artimaña de no tener artimañas. No es la primera vez que la economía de este país me manda a paseo. Buenas noches, damas y gentiles, y lo digo muy en serio… pues ésta puede ser la última. En Nueva York, de donde soy yo, ya saben que los impuestos del estado son tan elevados que tuve que escaparme en paracaídas, somos muy aficionados a las fiestas. Frotas un poco de barro: el resultado es un busto. Frotas un par de bustos: el resultado es siempre una risita. La noche en que se fue el senador Mulgravy, fue una risotada. —Esta frase levantó una salva de aplausos—. Oh, ¿alguno de ustedes ha oído hablar de los senadores? Unos amigos me dijeron al llegar, los amigos son las personas con quien tomas una copa y pasas una tarde, que Washington, D. C., estaba muy mal educado políticamente. Bueno, no con esas mismas palabras, sólo dijeron que ya no iba nadie a fotografiar los bronces africanos de la Casa Blanca. Y yo digo, acuérdense bien, que no son los hombres del estado lo que cuenta, sino el estado de los hombres. Por lo menos, no son más pobres que un accionista de la industria contraceptiva.

—No logro oír lo que dice… o quizá es que no lo entiendo —susurró Martha.

—A mí tampoco me parece demasiado gracioso —susurró Timberlane.

Con un brazo en torno a los hombros de su amiga, Pilbeam dijo:

—No tiene que ser divertido. Tiene que ser haragán… como suele llamársele. —No obstante, él sonreía ampliamente, igual que muchos otros espectadores. Observándolo, Dusty Dykes les amenazó con un dedo. Fue el único gesto que hizo.

—Sonreír no les ayudará en nada —dijo—. Sé muy bien que todos van desnudos por debajo de su ropa, pero no lograrán avergonzarme; voy a la iglesia y oigo el sermón todos los domingos. Somos una nación malvada y licenciosa, y experimento la misma satisfacción que el cura al decirlo. No tengo ninguna objeción que hacer a la moralidad, excepto que es anticuada.

»La vida empeora día tras día. En la Corte Suprema de California han dejado de dictar sentencias de muerte contra sus criminales; en cambio, les sentencian a seguir viviendo. Como alguien dijo, ya no hay inocencia, sólo crimen. Únicamente en el estado de Illinois, hubo el mes pasado bastantes asesinos sexuales para hacerles comprender lo muy precaria que es su situación.

»El porvenir de la raza es muy negro, y eso no es solamente un pigmento de mi imaginación. El otro día había dos criminales del sexo hablando de negocios en Chicago. Butch decía: "Vamos a ver, Sammy, ¿qué te gusta más, matar a una mujer o pensar en matar a una mujer?" "Pues, vaya, no lo sé, Butch, ¿qué prefieres tú?" "¡Pensar en matar a una mujer, naturalmente!" "¿Se puede saber por qué?" "De este modo, obtienes un tipo de mujer más romántico".

Durante unos minutos más, el hombrecillo con cara de niño siguió bajo los focos, haciendo sus chistes fáciles. Después las luces se apagaron, él desapareció y volvieron a encenderse las luces del local.

—Otra ronda —pidió Pilbeam.

—¡Ha sido horrible! —exclamó Martha—. ¡Realmente triste!

—Ah, tendrías que oírle media docena de veces para apreciar su talento; éste es el secreto de su éxito —dijo Pilbeam—. Es la voz de la época.

—¿A ti también te ha gustado? —preguntó Martha a la joven de ojos verdes.

—Pues sí, creo que sí. Es decir, bueno, me ha hecho sentir en casa.

Dos veces por semana, acudían a una reducida estancia del Pentágono, donde un joven comandante les enseñaba a programar y servirse de las computadoras POLYAC. Estas nuevas computadoras de minúsculo tamaño se encontrarían en todos los camiones DOUCH.

Timberlane se disponía a salir hacia una de estas sesiones cuando encontró una carta de su madre en su correo. Patricia Timberlane escribía irregularmente. Esta carta, como la mayoría de ellas, estaba llena de lamentaciones domésticas, y Timberlane la leyó muy por encima y sin demasiada paciencia mientras el taxi atravesaba el Potomac. Cerca del final, había algo interesante.

«Es una suerte para ti que Martha esté contigo en Washington. Me imagino que te casarás con ella, lo cual es muy romántico, porque no es frecuente que la gente se case con sus amores de la infancia. Pero tienes que
asegurarte
. Lo que quiero decir es que ya tienes edad suficiente para saber que cometí una gran equivocación al casarme con tu padrastro. Keith tiene sus cosas buenas, pero es demasiado incrédulo; a veces me gustaría estar muerta. No entraré en detalles.

»Él culpa a los tiempos, pero esto es una excusa demasiado fácil. Dice que no tardará en estallar la revolución. Yo me horrorizo nada más pensarlo. Como si no hubiéramos tenido bastante con el Accidente y esta horrible guerra, ahora hablan de una revolución. En este país nunca ha habido ninguna, a pesar de lo que haya ocurrido en otros países. Realmente es como vivir en un perpetuo terremoto.»

Era una frase muy expresiva, pensó sombríamente Timberlane. En Washington, el perpetuo terremoto no cesaba ni de día ni de noche, y no cesaría hasta que todo quedara reducido a cenizas, si las lúgubres predicciones de DOUCH se cumplían. No sólo se revelaba en los constantes trastornos económicos, las colas para comprar comida en el centro de la ciudad y las absurdas ventas que había provocado la aparición de los despojos de los imperios comerciales en el mercado, sino también en la oleada de asesinatos y crímenes sexuales que la ley se veía incapaz de controlar. Esta oleada creció hasta afectar a Martha y Timberlane.

A la mañana siguiente de recibirse la carta de Patricia Timberlane, Martha apareció muy temprano en la habitación de Algy. Diversas prendas de ropa yacían desparramadas sobre la alfombra; la noche anterior se habían acostado muy tarde, ya que asistieron a una fiesta ofrecida por un compañero de Bill Dyson.

Vestido con los pantalones del pijama, Timberlane se estaba afeitando a media luz. Martha se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y se volvió para mirarle. Entonces le habló de las flores que había recibido en el hotel.

Él la miró de soslayo y preguntó:

—¿Y ayer también recibiste un ramo?

—Sí, igual al de hoy: una caja llena de orquídeas, exactas a las de esta mañana. Deben de costar cientos de miles de dólares.

Él desenchufó la maquinilla de afeitar y la miró fijamente. Tenía los ojos apagados y el rostro muy pálido.

—Un ricacho, ¿eh? Yo no te las he enviado.

—Ya lo sé, Algy. No tienes tanto dinero. He mirado el precio de las flores en las tiendas; son carísimas, y además están gravadas con el impuesto estatal, el impuesto de importación, el impuesto de lujo y lo que la dueña de mi hotel llama el IDG, Impuesto de Desaliento General, y Dios sabe cuántas cosas más. Por eso destruí el ramo de ayer; es decir, como sabía que no eran tuyas, las quemé y me propuse no decirte nada.

—¿Que las quemaste? ¿Cómo? No he visto una llama mayor que la de un mechero desde que estoy aquí.

—No seas tonto, cariño. Las tiré por el conducto de eliminación de basuras, y todo lo que pasa por ahí se quema en los sótanos del hotel. Y esta mañana, otro ramo, sin ninguna tarjeta.

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