Barbagrís (18 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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—Quienquiera que haya sido, el Señor proveerá por nosotros —dijo Charley. Dobló la espalda y hundió su remo en las aguas pobladas de juncias.

4. Washington

En los primeros tiempos de Sparcot, cuando la gente allí congregada empezaba a formar una comunidad y el verano portador de numerosas enfermedades dio lugar a un otoño lluvioso, Charley Samuels tardó bastante en darse cuenta de que conocía al gran hombre de la calva y larga barba. Era una época en que todo el mundo estaba más atento a encontrar enemigos que amigos.

Charley llegó a Sparcot algunos días después de los Timberlane, en un estado de ánimo imposible de describir.

Su padre había sido propietario de una pequeña librería en una ciudad de la costa sur. Ambrose Samuels era un hombre melancólico y colérico a la vez. Cuando estaba de excelente humor solía leer en voz alta a la señora Samuels, a su hijo Charley y sus dos hermanas, Ruth y Rachel. Escogía sus lecturas entre los miles de antiguos libros teológicos que llenaban el segundo piso de la tienda, o entre las obras de poetas anticuados y adustos que se vendían tan mal como la teología.

Así pues, gran parte de esos párrafos fueron inevitablemente asimilados por Charley. A partir de entonces pudo citarlos siempre que quiso, sin saber quién los había escrito, y no recordando más que procedía de lo que su padre designara como un «magnífico treintaidosavo» o una «espléndida octava».

Todos los hombres creen en la muerte excepto en la suya propia
;

hasta que un alarmante impacto del destino

descarga sobre sus corazones el temor repentino
.

Pero sus corazones heridos, igual que el aire herido
,

pronto se cierran; allí donde cayó la lanza no se encuentra traza
.

Así como las alas no dejan en el cielo cicatriz alguna
,

ni la quilla en las olas la huella de su estela
,

así muere en los corazones humanos el pensamiento de la muerte
.

A pesar de la tierna lágrima que la Naturaleza derrama

sobre aquellos que amamos, nosotros lo lanzamos en sus tumbas
.

Era mentira. Cuando Charley tenía once años, un alarmante impacto del destino estableció para siempre el pensamiento de la muerte en su corazón. Cuando Charley tenía once años, se produjo el desastre de la radiación, como resultado de ese acto deliberado de los hombres llamado El Accidente. Su padre murió de cáncer un año después.

La tienda fue vendida. La señora Samuels se llevó a sus hijos a su ciudad natal, donde obtuvo un puesto como secretaria. Charley empezó a trabajar a los quince años. Su madre falleció tres años después.

Desempeñó toda clase de trabajos mientras intentaba actuar como un padre para sus hermanas. Esto había sido a últimos de los años ochenta y principios de la década de mil novecientos noventa. Comparada con lo que debía venir, era —moral y económicamente— una época bastante estable. Pero resultaba muy difícil obtener un empleo. A menudo había visto a sus hermanas establecidas en un buen puesto, mientras él estaba sin trabajo.

El estallido de la guerra fue un factor decisivo en su vida. Tenía veintinueve años. Aquella nueva locura, en la que se enfrentaron todas las naciones sin respetar siquiera a los pocos niños que sobrevivían, le llevó a la conclusión de que tenía que existir algo superior al hombre, pues, de lo contrario, toda la creación habría sido una burla. Le pareció que sólo en la religión podía encontrarse el antídoto a la desesperanza. Se hizo bautizar en la Iglesia Metodista, un paso que habría enfurecido a su padre.

Para evitar que le llamaran a filas durante la guerra, Charley se unió al Cuerpo de Infantop, una rama semi-internacional de Childsweep, dedicada a salvar vidas más que a arrebatarlas. Inmediatamente, se vio apartado de Rachel y Ruth e inmerso en el grueso de la lucha global. Fue entonces cuando conoció a Algy Timberlane.

Con la revolución y la retirada de la guerra por parte de Gran Bretaña en 2005, Charley regresó a cuidarse nuevamente de sus hermanas. Horrorizado, descubrió que Ruth y Rachel se dedicaban a la prostitución y estaban prosperando. Todo se hacía muy discretamente, y las dos seguían trabajando por la tarde en una tienda cercana. Charley acalló parte de su mente, y las defendió donde y cuando pudo.

Se convirtió en el pacificador de su próspero establecimiento. Porque bajo la Coalición y los gobiernos de Unidad que se sucedieron después, llegaron épocas desastrosas. El mundo empezó a hundirse en la senectud y el caos. Pero lo que las dos hermanas proporcionaban seguía siendo una necesidad. Florecieron hasta que el cólera asoló Inglaterra.

Charley sacó a sus hermanas de la ciudad y se las llevó al campo. Rachel y Ruth no protestaron; ya habían visto demasiadas cosas para asustarse. Un cliente moribundo en las escaleras las hizo apresurarse a entrar en el coche que Charley había comprado con los ahorros obtenidos durante la guerra.

Una vez fuera de la ciudad, el coche expiró. Encontraron una media de nailon dentro del colector de aceite. Echaron a andar, cargándose los paquetes a la espalda, por una carretera que conducía —aunque ellos no lo sabían— hacia Sparcot. Muchos otros refugiados seguían aquel mismo camino.

Fue un éxodo horrible. Entre los viajeros se encontraban bandidos que se lanzaron sobre sus compañeros, les cortaron el cuello y se adueñaron de sus pertenencias. Otro de los bandidos actuaba del modo siguiente: como la sangre le repugnaba, asestaba un fuerte golpe en la cabeza de sus víctimas y les daba muerte. Atacó a Ruth durante la primera noche y a Rachel durante la tercera, dejándolas tendidas sobre los montículos de humus donde Charley clavó dos cruces que hizo él mismo con varias ramas de los polvorientos setos que bordeaban el camino.

Cuando llegó al dudoso refugio de Sparcot (ayudando a una mujer llamada Iris, con la que decidió casarse dieciocho meses después), Charley era un hombre metido en sí mismo. No deseaba volver a interesarse por el mundo. En su corazón herido, el temor repentino había encontrado un alojamiento permanente.

Tanto él como Timberlane habían cambiado tanto que no tue extraño que el reconocimiento mutuo se hiciera de forma gradual. En aquel año de 2029, el primero que pasaban en Sparcot, hacía más de un cuarto de siglo que no se veían: desde 2001, cuando la guerra aún asolaba el mundo y ambos se hallaban en el Cuerpo de Infantop. Después habían estado operando en ultramar, registrando los destrozados valles de Assam…

De su patrulla, sólo dos sobrevivieron. Esos dos, como resultado de una antigua costumbre, avanzaban en fila. El hombre que iba detrás, el cabo Samuels, llevaba un arma nuclear ligera, diversos paquetes de provisiones y una lata de agua. Andaba como un sonámbulo, bajando a tropezones la boscosa ladera de la colina.

Delante de él, bailaba la cabeza de un niño, colgando boca abajo y mirándole con ojos inexpresivos. El brazo izquierdo del niño se balanceaba contra el muslo del hombre sobre cuya ancha espalda iba tendido. Era un niño de la tribu Naga, de complexión delicada y cabeza afeitada, de unos nueve años de edad. Estaba inconsciente; las moscas que zumbaban incesantemente en torno a sus ojos y la herida de su muslo no le molestaban.

El que le llevaba a hombros era el sargento Timberlane, un bronceado joven de veintiséis años. Timberlane se hallaba en posesión de un revólver, varias piezas de su equipo atadas a su cuerpo y un palo con el que se ayudaba mientras seguía el camino que conducía al fondo del valle.

La estación seca reinaba sobre Assam. Los árboles, que no debían de medir más de dos metros, parecían muertos, y sus hojas colgaban desmayadamente. El río que discurría a lo largo del valle se había secado, dejando un arenoso
chaung
sobre el cual podían circular los vehículos de ruedas y los MET. El polvo levantado por los vehículos había cubierto los árboles de ambos lados del
chaung
, blanqueándolos hasta darles la apariencia de un aparato de televisión abandonado. El mismo
chaung
brillaba bajo el sol resplandeciente.

Allí donde los árboles terminaban, Timberlane se detuvo en seco y afianzó al niño herido sobre sus hombros. Charley chocó con él.

—¿Qué ocurre, Algy? —preguntó, despertando súbitamente de su ensoñación. Mientras hablaba, tenía la vista fija en la cabeza del niño. Como había sido afeitado, todo su cabello se reducía a algunas cerdas, entre las cuales se paseaban las moscas como si fueran pulgas. Los ojos del muchacho eran tan inexpresivos como la gelatina. Boca abajo, un rostro humano queda despojado de gran parte de su expresión.

—Tenemos visitantes. —El tono de la voz de Timberlane devolvió instantáneamente a Charley toda su lucidez.

Antes de trepar a la montaña, habían dejado su hidrofoil desmontable debajo de un pequeño farallón, oculto a los aviones por una red de camuflaje. Ahora, una ambulancia de diseño americano se hallaba aparcada debajo del farallón. Se veían dos figuras junto a ella, mientras que una tercera inspeccionaba el hidrofoil.

Este minúsculo cuadro, embalsamado por la luz del sol, íue quebrado por el súbito repiqueteo de una ametralladora. Sin pensarlo, Timberlane y Charley se tiraron al suelo. El muchacho naga lanzó un gemido cuando Timberlane lo soltó y se llevó unos binoculares a los ojos. Centró la imagen en la desolada ladera que había a su izquierda, de donde partieran los tiros. Unas figuras agazapadas aparecieron ante su vista, con sus uniformes de color caqui claramente visibles sobre el fondo de los matorrales blancos por el polvo, que se fueron perfilando con mayor exactitud cuando Timberlane las enfocó.

—¡Ahí están! —dijo Timberlane—. Probablemente son los mismos bastardos que nos encontramos al otro lado de la colina. Saca el arma, Charley, y acabemos de una vez.

Tendido junto a él, Charley ya estaba montando el arma. Abajo en el
chaung
, uno de los tres americanos había sido alcanzado por la primera ráfaga de la ametralladora. Se desplomó pesadamente. Moviéndose con dificultad, logró arrastrarse hasta la ambulancia. Sus dos compañeros se hallaban escondidos detrás de unos matorrales. De repente, uno de ellos salió al descubierto y corrió hacia la ambulancia. El enemigo volvió a abrir fuego. El polvo revoloteó en torno a la figura que corría. Esta giró en redondo, dio una voltereta en el aire y desapareció tras el polvoriento follaje.

—¡Ya está! —murmuró Charley. El polvo de su rostro, la mayor parte del cual se había convertido en barro a causa del sudor, se arrugó imperceptiblemente cuando introdujo el cañón del arma en su lugar. Apretó los dientes y tiró de la palanca de fuego. Una pequeña bomba nuclear pasó silbando sobre la ladera.

—Dispara otra en cuanto puedas —susurró Timberlane. Charley conectó el disparador automático y apretó la palanca. Las bombas se dirigieron como murciélagos hacia el blanco. En la ladera de la colina, las minúsculas figuras pardas se diseminaron para ponerse a salvo. Timberlane extrajo su revólver y apuntó contra ellas, pero la distancia era demasiado grande para acertar.

Permanecieron tendidos, contemplando la nube de humo que se cernía sobre la colina. Se oyeron algunos gritos. Parecía como si sólo dos de sus enemigos hubieran logrado escapar, retrocediendo hasta el otro lado de la ladera.

—¿Crees que podemos arriesgarnos a bajar? —preguntó Charley.

—Me parece que ya no volverán a molestarnos. Ya han tenido suficiente.

Desmontaron el arma, recogieron al niño y reanudaron el descenso. Cuando se hallaron cerca de los dos vehículos, el miembro superviviente de la emboscada salió a su encuentro. Era un hombre alto y esbelto, de no más de treinta años, con oscuras cejas que casi se unían en el centro y cabello rubio muy abundante. Se adelantó con una cajetilla de cigarrillos extendida hacia ellos.

—Habéis llegado en muy buen momento, muchachos. Os agradezco la forma en que habéis salvado a mi comité de recepción.

—Ha sido un placer —dijo Timberlane, estrechando la mano del hombre y cogiendo un cigarrillo—. Ya nos habíamos topado con esa pequeña división al otro lado de la colina, en Mokachandpur, donde eliminaron al resto de nuestros compañeros. Son enemigos muy personales. Nos hemos alegrado de darles su merecido.

—Veo que sois ingleses. Yo soy americano, y me llamo Jack Pilbeam, Destacamento Especial de la Unidad Quinta. Estábamos en camino hacia allí cuando vimos vuestro vehículo y nos detuvimos a comprobar si todo estaba bien.

Los demás se presentaron también, y Timberlane dejó al niño inconsciente en la sombra. Pilbeam se sacudió el polvo del uniforme y fue con Charley a buscar a sus compañeros.

Timberlane se agachó un momento junto al muchacho, puso una hoja encima de su herida, enjugó el polvo y las lágrimas de su cara y espantó a las moscas. Contempló el frágil cuerpo del niño y le tomó el pulso. El pliegue de su boca se acentuó, y pareció mirar a través de la oscilante caja torácica, la tierra y el amargo corazón de la vida. En ninguno de estos lugares pudo encontrar la verdad, sino únicamente lo que reconoció corno una mentira ególatra, nacida de su propio corazón: «¡Sólo yo amaba bastante a los niños!»

En voz alta, pero hablando principalmente para sí mismo, dijo:

—Había tres de ellos arriba de la colina. Los otros dos eran niñas, hermanas. Hermosas criaturas, salvajes como los armiños, sin anormalidades. Las niñas murieron a raíz de las bombas nucleares, destrozadas ante nuestros ojos.

—Mueren más de los que se salvan —dijo Pilbeam. Estaba arrodillado junto a la figura caída a la sombra de la ambulancia—. Mis dos compañeros también han muerto… bueno, no eran realmente compañeros. Hoy mismo he conocido al conductor, y Bill no tenía otra cosa en común conmigo que haber nacido en Estados Unidos. Claro que eso no me consuela de su muerte. Esta asquerosa guerra… ¿Por qué diablos luchamos si la vida humana ya está abocada a la extinción? Ayudadme a meterlos en el camión de los tormentos, ¿queréis?

—Haremos más que eso —prometió Timberlane—. Si regresas a Wokha, como supongo, nos escoltaremos mutuamente, por si acaso hay más individuos en los riscos.

—Hecho. Vosotros tenéis compañía, y creo que a mí tampoco me irá mal. Aún estoy temblando como una hoja. Esta noche podéis venir al cuartel general y brindaremos juntos por la vida. ¿De acuerdo, sargento?

Mientras subían los dos cuerpos, aún calientes, a la ambulancia, Pilbeam encendió otro cigarrillo. Miró a Timberlane a los ojos.

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