Barbagrís (19 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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—Siempre hay un consuelo —dijo—. Esta guerra terminará realmente con la guerra. No quedará nadie para seguir luchando.

Charley fue el primero en llegar aquella noche al cuartel general. Al entrar en el bajo edificio, intercambiando el zumbido de los insectos por el zumbido de la refrigeración, vio a Jack Pilbeam sentado a una mesa del rincón frente a un vaso. El americano se levantó para saludarle. Iba pulcramente vestido con un traje de color gris, se había afeitado y parecía aún más vigoroso y feroz que cuando se hallaba en la jungla. Él también lanzó una mirada de aprobación al atuendo de Charley.

—¿Qué quieres beber… Charley, no es así? Yo ya me he procurado una copa.

—No bebo. —Hacia tiempo que había aprendido a pronunciar la frase sin disculpas adicionales; en esta ocasión, sonriendo tristemente, añadió—: Mato, pero no bebo.

Hubo algo —quizá el mero hecho de que Jack Pilbeam fuera americano, y Charley considerase más fácil hablar con americanos que con sus propios compatriotas— que le impulsó a añadir la explicación que, en sí misma, constituía una disculpa.

—Tenía once años cuando tu nación y la mía hicieron estallar esas bombas fatales en el espacio. Cuando tenía diecinueve, poco después de la muerte de mi madre, supongo que fue una especie de compensación, me prometí con una muchacha llamada Peggy Lynn. No disfrutaba de muy buena salud y había perdido todo el cabello, pero yo la amaba… íbamos a casarnos. Bueno, naturalmente, nos sometimos a un examen médico y nos dijeron que seríamos estériles durante toda la vida, como todo el mundo… Eso terminó de algún modo con el romance.

—Sé lo que quieres decir.

—Quizá fuera lo mejor. De todos modos, tenía dos hermanas a quien cuidar. Pero a partir de entonces, empecé a no querer nada…

—¿Religioso?

—Sí, aunque de una forma basada principalmente en el renunciamiento.

Los ojos claros y brillantes de Pilbeam eran más atractivos que su boca extremadamente fina.

—Pues estás bien preparado para las próximas décadas; porque entonces sí que necesitaremos mucho renunciamiento. ¿Qué ha sido de Peggy?

Charley se miró las manos.

—Dejamos de vernos. Un buen día de primavera, murió de leucemia. Lo supe más tarde.

Después de beber un buen trago, Pilbeam dijo:

—Así es la vida, como siempre se dice al hablar de la muerte. —Su tono desmintió toda la agudeza de la observación.

—Aunque yo era sólo un niño, creo que… el Accidente me volvió loco —dijo Charley, mirándose las botas—. Miles, millones de personas se volvieron locas, secretamente. Algunas no tan en secreto, desde luego. Y nunca han logrado reponerse, a pesar de que hayan transcurrido veinte años. Quiero decir que, aunque fuera hace veinte años, sigue estando presente en todos nosotros. Esta es la causa de la guerra, que todos estemos locos… Nunca lo entenderé: necesitamos todas las vidas jóvenes posibles, y hay una guerra global… ¡Una locura!

Con rostro sombrío, Pilbeam vio que Charley sacaba un cigarrillo y lo encendía; era de los que no contenían tabaco y crujió, tan fuertemente lo apretó Charley entre los dedos.

—Yo no veo la guerra del mismo modo —dijo Pilbeam, pidiendo otro bourbon de Kentucky—. La veo como uiía guerra económica. Es posible que se deba a mi educación y crianza. Mi padre, ya está muerto, era director de ventas de Jaguar Records, y aprendí a decir «impuesto de consumo» casi al mismo tiempo que «mamá». La economía de todas las grandes naciones fluctúa, si es que puede existir una fluctuación unilateral. Sufren una enfermedad fatal llamada muerte, y hasta ahora es irremediable… aunque sigan investigando. Pero una a una, las industrias van a la quiebra, incluso aquellas en que existe la voluntad de sacarlas a flote. Y no tardará en llegar el día en que esa voluntad flaquee.

—Lo siento —dijo Charley—; no acabo de entender lo que me explicas. La economía no es en absoluto mi especialidad. Yo sólo…

—Me explicaré mejor. ¡Dios mío! A ti puedo decírtelo: mi padre murió el mes pasado. No murió… se suicidó. Se tiró por la ventana de un piso cincuenta y dos del edificio de Jaguar Records. —Sus ojos brillaban; frunció las cejas y dejó caer débilmente un puño sobre la mesa—. Mi padre… formaba parte de Jaguar. Él la mantenía en marcha, y la compañía le mantenía en marcha a él. Supongo que, en cierta forma, era un tipo de hombre muy americano… vivía para su familia y su trabajo, tenía gran cantidad de sociedades comerciales… Al infierno con todo eso. Lo que estoy tratando de decir… ¡Dios mío, ni siquiera tenía cincuenta años! Cuarenta y nueve, nada más.

»Jaguar quebró; más que eso: desapareció. De repente languideció y falleció. ¿Por qué? Porque su mercado lo constituían los adolescentes: vendían discos de Elvis, Donnie y Vince, así como de otros cantantes modernos. Eran los jóvenes, los adolescentes, los que compraban discos Jaguar. De pronto, no hay más jóvenes, ni más adolescentes. La compañía lo vio venir. Fue como deslizarse hacia un precipicio. Año tras año, las ventas disminuían, los ingresos mermaban y los costes seguían en alza… ¿Qué puedes hacer? ¿Qué diablos puedes hacer excepto continuar produciendo?

»A nuestro alrededor hay cantidad de industrias igualmente apuradas. Uno de mis tíos es ejecutivo de confiterías Park Lane. Es posible que se aguanten durante unos años, pero las cosas no van bien. ¿Por qué? Porque eran los menores de veinte años quienes consumían más dulces. Su mercado ha muerto… sin nacer. Una nación tecnológica es una red de fuerzas delicadamente equilibradas. Es imposible que una esquina se pudra sin que lo haga todo el resto. ¿Qué haces en un caso como éste? Haces lo mismo que hizo mi padre: seguir adelante mientras puedes, y después tirarte del piso cincuenta y dos.

Envidiando la ligera borrachera de Pilbeam, Charlie dijo:

—Me ha parecido oír algo de que la voluntad tcrminará flaqueando.

—Oh, eso! Verás, mi padre y sus amigos, bueno, siguen adelante mientras haya alguna esperanza. Tratan de salvar todo lo posible para sus hijos. Pero nosotros, nosotros no tenemos hijos. ¿Qué ocurrirá si esta maldición de la esterilidad dura eternamente? No tendremos la voluntad de trabajar si no hay nadie a quien…

—¿Legar el fruto de nuestros esfuerzos? Ya había pensado en eso. Quizá todo el mundo lo haya pensado. Pero los genes tienen que recuperarse pronto; han pasado veinte años desde el Accidente.

—Así lo creo yo también. En Estados Unidos nos dicen que la esterilidad remitirá dentro de unos cinco o diez años.

—Decían lo mismo cuando Peggy vivía… Es una frase muy gastada de los políticos británicos, para tranquilizar a los votantes.

—Los industriales americanos lo conseguían haciéndoles comprar. Pero la cuestión es que el sistema industrial se está yendo a la mierda… lo siento, ha sido un desliz freudiano; he bebido demasiado, Charley, y tienes que perdonarme… el sistema se ha derrumbado a causa de ellos. Así que debemos tener una guerra, mantener la producción en decadencia, disculpar el déficit a base de explicaciones, ocultar la inflación, desviar las culpas, reforzar los controles… ¡Es un mundo maldito, Charley! Mira a todos los que están aquí, comprando la muerte a plazos y plenamente conscientes de ello…

Charley paseó la mirada por la pintoresca habitación, con su barra y sus grupos de sonrientes soldados. La escena no le pareció tan sombría como Pilbeam la había descrito; sin embargo resultaba evidente que en el corazón de cada uno de aquellos hombres estaba grabado el conocimiento de una aniquilación tan grande que ya había dado un salto hacia el futuro y se había tragado a la próxima generación. La ironía residía en que sobre esos soldados no se cernía la amenaza de una guerra nuclear. Las grandes bombas habían caldo en desuso después de sólo medio siglo de existencia; la biosfera estaba demasiado cargada de radiación después del Accidente de 1981 para que cualquiera se arriesgara a incrementar su nivel. Oh, había armas nucleares estratégicas, y los neutrales protestaban continuamente por su causa; pero las guerras tenían que hacerse de algún modo, y ya que las pequeñas armas nucleares seguían produciéndose, se empleaban. ¿Qué eran varias especies de animales comparadas con un avance de un kilómetro y otra medalla otorgada a un general?

Interrumpió sus pensamientos, avergonzado de su fácil cinismo. «¡Oh Dios, aunque muera, déjame vivir!»

Había perdido el hilo del discurso de Pilbeam. Fue con verdadero alivio que vio entrar a Algy Timberlane en la cantina.

—Lo siento, llego tarde —se disculpó Timberlane, aceptando amablemente un bourbon con hielo—. Fui al hospital para ver a ese muchacho que hemos traído de Mokachandpur. Está en coma febril. Depresión. Hodson le ha atiborrado de micetinina, y no sabrá hasta mañana si podrá salvarse o no. El pobre muchacho está mal herido… es posible que tengan que amputarle la pierna.

—¿Estaba bien de todo lo demás? Quiero decir… ¿sin alterar? —preguntó Pilbeam.

—Físicamente, en estado normal. Y eso sólo empeorará las cosas si es que muere. ¡Y pensar que perdimos a Frank, Alan, y Froggie para ir a buscarle! Es una verdadera pena que las dos niñas fueran despedazadas.

—Lo más probable es que estuvieran deformadas si llegas a salvarlas —dijo Pilbeam.

Encendió un cigarro después de que los dos ingleses declinaran su ofrecimiento. Sus ojos parecían más atentos, ahora que Timberlane se había unido al grupo. Se sentó con la espalda más recta y habló de forma más controlada:

—El noventa y seis coma cuatro por ciento de los niños que hemos recogido en la Operación Childsweep tienen deformidades externas o internas. Antes de que vinieras, Charley y yo hablábamos del maloliente asunto de la locura que ha embargado al mundo. Es el ejemplo mejor y más brillante de lo que los últimos veinte años nos ha proporcionado; el mundo occidental malgastó los primeros quince años en asesinar legalmente a todas las pequeñas monstruosidades nacidas de las pocas mujeres que no eran estériles. Después, nuestros —se abren comillas— grandes pensadores —se cierran comillas— tuvieron la idea de que las monstruosidades podían, después de todo, reproducirse y reproducirse bien, restaurando de este modo el equilibrio después de una generación. Así que nos dedicamos a secuestrarlos a escala internacional.

—No, no, no puedes decir eso —exclamó Charley—. Estoy de acuerdo contigo en que el asesinato legal de… bueno, llamémoslo monstruosidades…

—¿
Llamémoslo
monstruosidades? ¡Sin brazos o piernas, sin cuencas oculares en el cráneo, con miembros parecidos a esas cosas hinchadas que pintaba Salvador Dalí!

»Seguían perteneciendo a la raza humana, y sus almas seguían siendo inmortales. Su asesinato legal fue peor que la locura. Pero después de eso recobramos el sentido común y establecimos clínicas gratuitas para los niños de las razas subdesarrolladas, donde los pobres desgraciados podían ser cuidados…

Pilbeam soltó una carcajada.

—Disculpas, Charley; me estás contando una historia en la que yo he metido mano… un dedo, mejor dicho. Naturalmente, tú te basas en la propaganda que has oído. Pero estas razas llamadas subdesarrolladas ¡fueron las que no cometieron el asesinato legal! Amaban sus horrores y los dejaban vivir. Así que nosotros llegamos también a la conclusión de que necesitamos sus horrores, para asentar sobre ellos nuestro futuro. Te lo digo, es una guerra económica. Las democracias, y nuestros amigos de la comunidad comunista, necesitan una nueva generación, conseguida de la forma que sea, para trabajar en sus líneas de montaje y consumir sus productos… ¡De ahí esta asquerosa guerra, luchando por lo que aún queda! ¡Qué diablos, un mundo loco, amigos míos! ¡Bebe, sargento! Brindemos por la futura generación de consumidores, ¡tengan las cabezas o traseros que tengan!

Mientras Timberlane y Pilbeam estallaban en carcajadas, Charley se levantó.

—Debo irme. Tengo una guardia mañana a las ocho, y aún he de limpiar las armas. Buenas noches, caballeros.

Los otros dos volvieron a llenar los vasos en cuanto se hubo ido, y acercaron instintivamente sus respectivas sillas.

—Un gran creyente, ¿verdad? —preguntó Pilbeam.

—Es un muchacho reservado —dijo Timberlane—. Muy útil cuando hay dificultades, como he descubierto hoy mismo. Es lo que tienen las personas religiosas: creen que si ellos están en el lado de Dios, el enemigo está en el del demonio, y por eso no tienen escrúpulos en atacarles de firme.

Pilbeam le miró sonriendo a través de una nube de humo.

—Tú eres un tipo diferente.

—En cierta manera, sí. Yo estoy tratando de olvidar que mañana habrá un funeral por nuestros compañeros; Charley está tratando de acordarse.

—En nuestras líneas tendrá lugar el entierro de mi camarada y el chófer. Eso retrasará mi partida.

—¿Te marchas?

—Sí, regreso a Estados Unidos. Tengo un MET en Kohima, y después cogeré un reactor orbital hasta Washington, Distrito de Columbia. Mi trabajo aquí ha terminado.

—¿Cuál es tu trabajo, Jack, si es que puedo preguntártelo?

—En este momento, formo parte de un destacamento de Childsweep, reclutando personal para un nuevo proyecto de alcance mundial. —Se interrumpió y miró fijamente a Timberlane—. Dime, Algy, ¿te gustaría dar un paseo y respirar un poco de ese aire de Assam?

—Desde luego.

La temperatura habla descendido bruscamente, recordándoles que se hallaban a casi dos mil metros por encima del nivel del mar. Instintivamente, echaron a andar con rapidez. Pilbeam tiró la colilla de su cigarro y la hundió en la arena. La luna colgaba del vientre del cielo como un testículo. Un pájaro nocturno acentuó la quietud del resto de la creacion.

—Es una lástima que el Gran Accidente rodeara al globo de radiación e hiciera casi imposibles los viajes espaciales —dijo Pilbeam—. En las estrellas quizá habría habido un refugio para la locura de la Tierra. Mi padre era un gran creyente en los viajes espaciales, y solía leer toda la literatura publicada sobre el tema. Un gran optimista por naturaleza… por eso no pudo resistir el fracaso. Le estaba diciendo a tu amigo Charley que papá se suicidó el mes pasado. Aún sigo tratando de hacerme a la idea.

—Siempre es difícil superar la muerte de un padre. Es imposible dejar de tomártelo a pecho. Es un… bueno, una especie de insulto, cuando se trata de alguien muy querido para ti y lleno de vida.

—Hablas como si lo hubieras experimentado.

—Algo así. Como miles de otras personas, mi padre también se suicidó. Yo era un niño cuando lo hizo. No sé si esto es mejor o peor… ¿Estabas muy unido a tu padre?

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