Bar del Infierno (17 page)

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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Bar del Infierno
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Todas las noches, K'iau Ni recitaba versos ínfimos y avergonzaba a las nobles doncellas con palabras indecentes.

Su poder y su riqueza aumentaban día a día. Los jóvenes artistas registraron esta consagración como una señal estética y desde entonces, en la tierra de Kiang-si, todos los poetas quisieron ser como K'iau Ni. El lenguaje literario fue el mismo que el de los vendedores de limones. Ya nadie empleó su vida en hallar la secreta simpatía que vincula palabras y conceptos aparentemente lejanos. El arte tuvo un solo significado y no cuatro o cinco, como sostenían los poetas decapitados por Yu Kiang. Reglas milenarias como «La silla de al lado», «El último ojal del Emperador», «El ojo que no ve», «Las siete similitudes» o «Lo que se dice distinto pero se escribe igual» fueron reemplazadas por incisos elementales, que remitían —por lo general— a las funciones menos nobles del cuerpo.

—¿Qué tiene el pescador en su mano? —preguntaban los seguidores de K'iau Ni. Inmediatamente los cortesanos y capitanes de la guardia caían al suelo babeando de risa.

El príncipe Yu Kiang ya no cortó la cabeza a ningún artista. Sus noches fueron animadas por los poetas cerriles de la escuela de K'iau Ni.

Muchos creyeron que aquélla era una buena noticia y se alegraron por la suerte de los nuevos cantores. Pero los hombres sabios vaticinaron cosechas insuficientes, inundaciones pertinaces, lluvias de sangre y terremotos ejemplares, porque la cara del mal es la cara de la estupidez. Y porque ningún reino puede ser digno si el complejo misterio del arte es reemplazado por los pasatiempos de los mercaderes.

EL BAR VI

L
a esperanza prospera aun bajo las condiciones más inadecuadas. Una noche, la bruja más vieja del salón anunció que pronto llegaría un ángel y que su llegada nos permitiría hallar una puerta. Nos recomendó que estuviéramos atentos a las señales: una lluvia interior, unos vientos de pasillo, unas pequeñas solemnidades teatrales.

Más tarde, circularon rumores subsidiarios: faltaba poco, la puerta estaría pintada de verde, el ángel sería en realidad una mujer.

Una madrugada, en medio de uno de nuestros más densos aburrimientos, una voz anunció:

—Señores, ha llegado el ángel.

Inmediatamente apareció una mujer, más bien terrestre, a la que no habíamos visto nunca. También pudimos registrar una brisa helada, un mínimo rocío de yeso y un parpadeo de las luces.

El ángel, llamémoslo así, encaró al rubio Bernardi y le dijo, dándose aires de esfinge, que iba a someterlo a unas pruebas, de cuyo resultado iba a depender la suerte de todos. Entonces, comenzó una serie de ínfimas adivinanzas, torpemente montadas como alegorías.

Señalando dos copas, la mujer dijo que una representaba el determinismo y otra el libre albedrío. Enseguida, pidió a Bernardi que eligiera. El rubio objetó que, si era cierto que podía elegir, las dos copas eran las del libre albedrío. Y se las tomó una tras otra.

Un poco borracho, el violinista Graciani declaró que tal vez todo aquello estaba escrito, en cuyo caso, las dos copas eran las de la fatalidad.

Después, la mujer se refirió a las dos flores que adornaban su pelo. Y juró que una era el pasado y otra, el porvenir. Pidió entonces a Bernardi que tomara sólo una de ellas. Pero el hombre le había tomado el gusto a la astucia de suspender el juicio y se apoderó de una flor que el ángel tenía en el escote.

El resto fue fácil. La mujer mostró los ya célebres libros de la verdad y la mentira, que dicen la misma cosa. Y también los dados de la suerte y la desgracia. Bernardi, embalado, siguió floreándose en la simple negación de dualidades, que suele dar renombre de sabio en los foros poco exigentes.

Finalmente, la mujer señaló a dos muchachas y prometió que una cerraba todas las puertas con sus besos y que la otra las abría. El rubio fue convidado a la última y definitiva elección. Bernardi, que ya tenía bastante besadas a las dos chicas, se prendió con el ángel, más allá de toda consideración de neutralidad.

Sosegadas las caricias, la mujer señaló una puerta cualquiera y dijo que ésa era la salida. Algunos se apresuraron a atravesarla, entre ellos, el rubio Bernardi. Desde luego, la mayoría de nosotros ni se movió de su silla. La mujer se esfumó.

Al rato, Bernardi y sus seguidores regresaron. Nos miraron como si no nos conocieran, se presentaron ceremoniosamente y nos dijeron que habían escapado de un bar, del que era imposible salir.

CARNAVALES DE MI PUEBLO

L
a preparación de una tristeza necesita de algunas alegrías. Ciertos modestos apegos cotidianos recién encuentran su verdadero y trágico sentido cuando nos vemos privados de ellos. Algo así ha sucedido con los célebres carnavales de mi pueblo.

Todos conocemos la historia. Tal vez, en una época, nuestros festejos eran como los de cualquier localidad de la provincia: unas murgas, unas comparsas, un premio cualquiera, algún baile. Hasta que llegó el intendente Gervasio Oddone. Con un genio que el revisionismo se empeña en negar, captó que el progreso del pueblo necesitaba una obsesión común. Otros hubieran preferido una fábrica, unas explotaciones agrícolas, o una mina de cobre. Oddone eligió el carnaval.

Los historiadores locales siguen el clásico procedimiento de buscar señales premonitorias en la remota niñez del héroe.

Según parece, al pequeño Gervasio le gustaba disfrazarse. Anda por ahí una foto de 1909 donde puede verse a un niño coloreado a mano, con bigotes de corcho quemado, antifaz de charol y bombachón escarlata.

Aún se discute qué clase de disfraz era aquél. Los menos rigurosos apuestan por Robin Hood o el Zorro. La crítica actual niega el carácter fatalmente alusivo de todo disfraz y sostiene que puede uno disfrazarse sin saber de qué. El propio don Gervasio, en el libro Carnavales de mi pueblo, que escribiera bajo el seudónimo de Lucho Vaccari, ha dicho: «las jóvenes mascaritas no tienen la obligación de buscar que su indumentaria los haga parecerse a un personaje determinado. Basta con que una otredad se haga evidente al resto de los vecinos».

En 1935, Oddone duplicó el número de jornadas carnavalescas. En 1937, estableció el disfraz obligatorio para esas jornadas.

La sociedad rígida de aquel entonces lo combatió. Su propio padre, don Nazareno Oddone, se plantó ante la autoridad filial y resolvió pasearse sin careta por todo el corso. El intendente atacó el problema con maestría: concedió a don Nazareno el premio a la mejor máscara.

Al principio, el anciano se resistió y no había forma de colgarle la medalla. Finalmente, la insistencia de una odalisca medio desnuda lo convenció y —según cuentan— ya estaba bien alto el sol cuando lo bajaron del último carro y lo llevaron a dormir.

En los años siguientes, el carnaval fue creciendo. Los visitantes de otros pueblos dejaban altos ingresos a nuestros comerciantes. Buena parte de la población pasaba el año preparándose para aquellas jornadas.

En 1940 se dispuso que todos los días de febrero y marzo fueran considerados de carnaval. En 1942, gracias a un subsidio del gobierno de la provincia, se formó una comparsa de ocho mil personas. Estaba allí la población íntegra, incluidas las zonas rurales. Niños, jóvenes, ancianos desfilaban con paso de murga por la avenida Belgrano.

Mi padre me contó que aquella noche conoció a mi madre mientras ambos cantaban a voz en cuello la canción ésa del pájaro que cae en el patio de un convento.

Todo el esfuerzo económico de la zona se dirigió a la producción carnavalesca. Se instalaron fábricas de pitos, matracas, serpentinas, cornetas, papel picado, pomos perfumados, antifaces, caretas, disfraces, polvos de pica-pica y otros productos festivos. Para sostener la actividad empresaria, Oddone instauró, el 12 de agosto de 1956, el Carnaval Perpetuo.

El turista podía elegir a su antojo la fecha de sus saturnalias personales. Vinieron miles de suecos, o quizá dinamarqueses. Algunos se quedaron entre nosotros y formaron nuevas familias. Pero hay que admitir que casi toda la información demográfica de esa época presenta una molesta ambigüedad, a causa del disfraz forzoso. La tendencia a la impostura, que es propia de los enmascarados, distorsionaba las declaraciones ante los funcionarios del registro civil, quienes, por su parte, también estaban disfrazados.

Yo era un niño y no alcanzaba a comprender enteramente lo que sucedía. Creía, ingenuamente, que toda risa venía precedida de un antecedente. Las carcajadas repentinas me resultaban misteriosas.

El pueblo prosperó en aquellos años. Sin embargo, los fondos públicos se dilapidaron en jocosas construcciones y carteles chuscos. En el acceso principal, un enorme payaso abría sus piernas, como el Coloso de Rodas, y se agachaba sobre la avenida. En el centro de la plaza, una fuente mecánica arrojaba papel picado las veinticuatro horas del día. El presupuesto de guirnaldas y luces de colores era multimillonario.

Una voz se alzó en áspero tono disidente. El director de la Escuela Politécnica, don Tulio Giacontini, se atrevió a denunciar que aquella fiesta escandalosa hacía prever un futuro de resaca y arrepentimiento. El pueblo entero pudo escucharlo en la gélida celebración de un 9 de julio, altivo de gesto, inexorable su prosa, austero y grave aun con su obligatorio disfraz de cocoliche.

Unos pocos tuvieron el coraje de aprobar sus argumentos y pagaron su audacia con la muerte civil. La sociedad murguera les dio la espalda y casi todos ellos tuvieron que exiliarse. Mi padre fue uno de esos valientes. En 1960 nos mudamos a Buenos Aires. Y aunque no nos atrevíamos a comentarlo en voz alta, extrañábamos el pueblo. Nos adaptábamos a la grave solemnidad de la metrópoli, pero de entrecasa usábamos caretas.

Yo estaba especialmente perturbado. Mi novia Edith había quedado allá. Y aunque habíamos roto nuestras promesas, nos escribíamos cada tanto. Ella fue la primera en mencionar el aburrimiento. Aún guardo esa carta reveladora: «la oscuridad, querido mío, es indispensable a los faroles. Mi alma anhela unos terciopelos de tedio, para resaltar las esmeraldas de la gracia mundana. Nuestra sociedad local ha desdeñado la potencia del intervalo. Para decírtelo de una vez: estoy podrida de tanto carnaval».

Algunos dicen que don Gervasio no fue capaz de advertir a tiempo que el veneno del aburrimiento contamina las francachelas demasiado extensas. Yo creo que él fue el primero en aburrirse y también el primero en reaccionar. Pero sus decisiones fueron las menos convenientes para el pueblo: fingió y obligó a fingir unos entusiasmos que ya se habían ido. Los turistas no se engañaron. Los japoneses notaron que un cierto manierismo asomaba en las murgas y que las canciones empezaban a mirarse a sí mismas, a comentar su propia gloria y prosapia, como sucede con todos los géneros en decadencia.

Giacontini denunció a unos comerciantes inescrupulosos por la venta de papel picado que recogían del suelo. Sus palabras fueron célebres: «hace treinta años que tiramos el mismo papel picado».

Mis vínculos con el pueblo se fueron debilitando. Edith dejó de escribirme. Por suerte, el rechazo de otras mujeres me entretuvo en dolores distintos y así me olvidé de ella.

La muerte del intendente Oddone, en 1968, convirtió definitivamente el carnaval en una causa irrenunciable, en una bandera, en un motivo de orgullo regional, en una superstición. Es cierto que ya no daba ganancias y que los extranjeros casi no se asomaban. A decir verdad, el corso era fuertemente subsidiado por el tesoro municipal. Pero las nuevas generaciones lo consideraban una herencia cultural y sacralizaban cualquier estupidez del pasado. El propio Giacontini, desde su venerable ancianidad, promovió la creación del Museo del Carnaval, un discreto edificio municipal en el que se exhibían fotografías, caretas y recortes periodísticos.

Vinieron años de grandes dificultades económicas. Las fábricas de cotillón cerraron sus puertas. Algunos pobladores regresaron a las tareas agrícolas y muchos emigraron.

Yo viajé por el mundo durante largos años y ya no tuve más noticias del pueblo. Me casé con una mujer de Budapest y allí me instalé durante mucho tiempo.

El año pasado, después de un divorcio repentino, regresé a Buenos Aires. Viví largos meses como un solterón. Cuando llegó el carnaval, se me ocurrió la idea de volver al pueblo y disfrutar de sus célebres festejos.

Tomé el tren y llegué cerca de las nueve de la noche. Sin hacer ninguna escala, fui trotando hasta el corso. Para no desentonar, me puse una modesta careta de oso que encontré tirada. Mientras me acercaba, oía por los altavoces una canción tropical. Por fin, desemboqué en la avenida Belgrano. No había casi nadie. Las filas de luces mostraban una mayoría de lámparas quemadas. Las guirnaldas desvencijadas se descolgaban hasta el piso. Un vientito melancólico levantaba remolinos de antiguo papel picado. Caminé, o tal vez corrí, dos o tres cuadras. Una mascarita se me acercó dando saltos.

—¿Qué haces? ¿Me conoces? Adiós, adiós, adiós...

Los que crecimos en el pueblo nos reconocemos aún bajo las más espesas máscaras. Enseguida supe que ella era Edith. Nos miramos en silencio.

—¡Alegría, alegría! —gritó el locutor desde los altoparlantes—. ¡Que siga la diversión y el frenesí!

Edith me arrojó un puñadito de papel picado.

—Creí que estabas harta del corso —le dije.

—Ahora me gusta.

—Hay poca gente.

—No hay nadie —dijo ella. Me tiró otro poco de papel picado y agregó:

—Yo te quise...

—¡Que no decaiga este jolgorio y esta algarabía! —suplicó el locutor.

—Nunca entendí el carnaval —dije yo, mientras le tomaba la mano. Ella se soltó.

—Pues te ha llegado el momento de entenderlo: a cierta edad, nada es venturoso. El carnaval es la juventud. No hay otro secreto —me mojó con un pomo y se alejó con paso de murga.

Yo empecé a caminar de regreso a la estación del ferrocarril. Tiré la careta en una zanja. Todavía se oía al locutor.

—¡Que nunca muera esta fiesta, este entusiasmo, esta felicidad!

GALLO CIEGO

E
l joven tirano Piero de Médicis era un hombre muy disoluto. Todas las noches, junto a un grupo de damas florentinas, organizaba el siguiente juego: se vendaba los ojos y recorría la habitación dando manotazos y tratando de capturar a alguna de aquellas mujeres. La que era atrapada dormía con él.

Los cronistas cuentan que, al caer las vendas, Piero solía enfatizar con muecas de regocijo o de disgusto el descubrimiento de la identidad de la dama. Tales gestos nos parecen de una insoportable grosería, pero también abren la puerta a una perplejidad: ¿por qué permitir que participen del Gallo Ciego personas que en verdad no deseamos atrapar?

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