Ya hace mucho tiempo que la ciudad de Kirkay es evitada por las caravanas que llevan la sal del mar de Aral a Samarcanda. Los mercaderes han emigrado y los nobles y los burócratas han abandonado sus palacios. Las antiguas fortalezas son ahora abrasadas por los vientos oraculares de la región que antaño inspiraban a los clarividentes y enriquecían a los vendedores de talismanes. Es probable que todos los habitantes de Kirkay sean mendigos.
Sólo llegan hasta allí viajeros extraviados que no regresan jamás. Los rumores son alarmantes: centenares de mendigos rodean al recién llegado y le suplican a los gritos, las manos extendidas, los ojos desorbitados, los puñales ansiosos bajo los andrajos. Ninguna limosna los calma. Poco a poco, la víctima entrega todos sus bienes, hasta quedar desnuda entre la muchedumbre. Entonces, en algún momento, los indigentes lo matan, pero siguen pidiendo, apremiantes, iracundos, incesantes.
E
risictón era un paisano de Tesalia que no le tenía miedo a nada. Se complacía en desafiar a los dioses con actos impíos y jactanciosos.
Un día, sólo para provocar, taló un bosque entero, que estaba consagrado a Deméter. La diosa no soportó semejante sacrilegio y resolvió castigarlo con el mayor rigor: hizo que sintiera en todo momento un hambre insaciable, imposible de calmar con ningún alimento. Erisictón empezó a comer y en poco tiempo gastó toda su riqueza.
Por suerte, su hija Mestra había sido, durante algún tiempo, novia de Posidón, el dios del mar. Esta poderosa divinidad le había dejado como regalo amoroso el don de cambiar de apariencia según se le antojara. Aprovechando su asombrosa facultad, la muchacha pensó un astuto plan destinado a solventar la dieta de su padre.
Mestra se vendía como esclava. Luego, cambiaba de forma y escapaba. Así, repitiendo las metamorfosis y las ventas, alimentaba a Erisictón. Pero el hombre estaba cada vez peor. No podía pasar un instante sin tragar algo.
Una noche, desesperado por la tardanza de su hija, que había ido a buscarle unos manjares, Erisictón se devoró a sí mismo.
Los historiadores y paradojistas han discutido el significado del brusco final de este mito. ¿Qué fue lo que encontró Mestra al regresar a su casa?
El alejandrino Hipofrasto, en un poema obsceno, responde audazmente: nada. Algunos de sus seguidores, más prolijos, prefieren creer que Mestra halló las ropas de su padre que —según parece— había tenido el escrúpulo de desnudarse antes de la comida. Otros agregan una fuente y un cuchillo ensangrentados.
No tardaron en aparecer glosadores más sagaces. Milo de Tarso, ya en la Edad Media, hizo notar que el que se come a sí mismo debe detenerse en algún punto. Una versión para niños de esta misma historia contiene una interesante precisión: «Erisictón se fue comiendo a sí mismo cuidadosamente. Con un filoso puñal iba cortando las partes de su cuerpo cuya falta no le impidiera seguir con el banquete. Es decir, que sólo quedaron de él los órganos más vitales y los relacionados con el acto de comer». Según este cuento, el protagonista murió mientras trataba de arrancarse el corazón.
Entrometidos ulteriores han opinado que la oscuridad de este relato obedece al hábito mental de considerar que todo lo que es comido desaparece del mundo.
El físico de Flores Arquímedes Navarro afirmó que el mito de Erisictón no era sino una maniobra didáctica destinada a hacernos comprender que el universo se está comiendo a sí mismo, en la medida en que la materia se va transformando en energía.
En su obra
Mestra y Erisictón
, el teatrista Enrique Argenti puso el acento sobre la piedad filial. Mestra, que fue interpretada por dieciocho actrices, no se vendía como esclava sino que se prostituía. En este último caso, los cambios de aspecto servían para dar a sus amantes la posibilidad de yacer con cualquier mujer del mundo.
Erisictón, que ignoraba el sacrificio de su hija, la sorprendió una noche en brazos de un obeso comerciante. Transcribimos esta escena inolvidable.
(Entra Erisictón comiendo una sandalia. Observa a su hija en brazos de Arión, el vendedor de caballos. Desde luego, no la reconoce.)
ERISICTÓN
(sin dejar de comer)
: ¿Quiénes son ustedes, que perturban con su lascivia la dignidad de mi morada?
ARIÓN
(sin dejar de fornicar)
: Soy Arión, el vendedor de caballos, y he pagado por esta mujer.
ERISICTÓN: ¿Y tú, ramera inmunda, quién eres?
MESTRA: Soy tu hija.
ERISICTÓN
(saca una flor del jarrón y empieza a comérsela)
: Ah, maldición de los dioses... Deméter, que me abre el apetito. Posidón, que habiéndome tomado una hija me devuelve mil. Y ahora tú, Mestra, que aprovechas la muchedumbre de tus encantos para prostituirte del modo más desvergonzado. ¿Por qué? Dime por qué lo haces.
MESTRA
(que continúa su cópula)
: ¿Y tú preguntas por qué?
(Se incorpora, toma su túnica y grita en la cara de su padre.)
¡Pues para pagar tu comida!
(Toma por el brazo a Arión y salen ambos.)
ERISICTÓN: —Yo he sido el causante de todo. Yo talé los robles de Deméter. Yo tragué la fortuna de mi padre. Yo propicié la deshonra de mi hija. Pero esto terminará ahora mismo.
(Se arranca una mano de un mordiscón y empieza a comérsela. Mientras mastica, ríe dando muestra de la más absoluta demencia. Las luces se van atenuando. La escena queda a oscuras. Se oyen las carcajadas y los gritos de dolor de Erisictón. Luego, silencio. Al rato, vuelven a encenderse las luces. El salón está desierto. Entran Mestra y Arión. Ella es ahora otra actriz.)
MESTRA
(lleva en sus manos un jamón)
: —¿Dónde está mi padre...?
(Lo busca por toda la estancia.)
¡Padre mío! ¡Ven! Este hombre me ha regalado un jamón a cambio de mis ternuras. ¡A comer, padre!
(Arión descubre la túnica de Erisictón.)
ARIÓN: —Es inútil, Mestra, él ha muerto. Se ha devorado a sí mismo.
Telón
L
as llanuras del sur de América son poco propensas a la credulidad. En Río Grande, en el Uruguay, en las Pampas, la desconfianza es una forma de la astucia. Las historias de fantasmas se cuentan allí con más ironía que temor. Los milagros no fortalecen la fe sino más bien la sed de explicaciones.
El espiritismo nunca hizo grandes progresos entre los paisanos. Y aunque en las áreas urbanas muchos intentaron el diálogo profesional con los difuntos, jamás se logró el suceso alcanzado en los países protestantes.
Por eso debemos considerar a Florencio Oliva, el médium de Villa Urquiza, como una verdadera excepción.
Durante largos años, su salita de la calle Altolaguirre se llenó de deudos afligidos, mirones metafísicos y vigilantes disfrazados.
En sus comienzos, Oliva trabajaba con un solo espíritu: el finado Gaitán, un peluquero del barrio muerto en un choque de trenes.
Gaitán se presentaba del modo más contundente y respondía a cualquier consulta con detalladas descripciones del más allá. También, a favor de su condición de peluquero, solía contar viejos y sabrosos chismes de barrio.
La verdad es que Gaitán estaba vivo. Había aprovechado el accidente para huir de sus acreedores hasta que Oliva lo encontró casualmente en Monte Hermoso y le propuso participar de sus experiencias parapsicológicas.
Para Gaitán el cielo era Villa Urquiza, con algunas correcciones que parecían venganzas.
En sus descripciones se limitaba a detalles tales como la ausencia de yuyos, el tango obligatorio, el carácter subalterno de los ingleses y una curiosidad capilar: el pelo sigue creciendo en la morada celestial. Apurado por unos novios cesantes, Gaitán dictaminó que en el cielo uno anda con quien quiere y para el caso de amores no correspondidos o personas codiciadas por más de uno, se creaban duplicados perfectos para que nadie anduviera molestando con lloriqueos.
El peluquero ayudó a Florencio hasta su verdadera muerte. Después se hizo imposible convocarlo.
Privado de su principal atracción, el buen espiritista no tuvo más remedio que adiestrarse en tecnologías fraudulentas. La salita se llenó de cortinados, proyectores, parlantes, espejos, falsas paredes y máquinas de humo. Con el tiempo, sus fantasmas fueron realmente irreprochables. Complicados servicios de información le permitían responder aún a las requisitorias más específicas.
Otros médiums de la ciudad lo pusieron a prueba. Florencio los engañó a todos, con sus infalibles aparatos de magia.
Jorge Allen, el poeta de Flores, asistió en calidad de escéptico a una de las sesiones.
En lo mejor de la noche, se presentó, en un rincón del cuarto, el espíritu de una joven bailarina llamada Julia que había sido convocada por su hermana. Aún difuminados sus contornos, oscurecidas sus facciones y velados sus atractivos, la presencia enamoró a Jorge Allen. Fastidiado por las indagaciones familiares de la hermana, el poeta cambió el rumbo de la conversación y quiso saber cuál era el máximo contacto que podía establecerse entre seres de distintos mundos. Astutamente, el espectro contestó que no lo sabía.
—Pues vamos a averiguarlo ahora mismo —gritó Jorge Allen y saltó de su silla.
El espíritu desapareció y Oliva no pudo concentrarse para volver a convocarlo.
En noches subsiguientes, Allen regresó a la salita y reclamó la presencia de Julia, la bailarina. En los primeros intentos debieron conformarse con poco: unos golpes codificados, una mano que recorría la habitación, una vela que se apagaba. En una ocasión, Florencio Oliva anunció que un beso andaba suelto por la sala. Jorge Allen preparó su boca, pero una florista de La Paternal se le adelantó y juró haber sido besada por su difunto esposo.
Por fin, Julia apareció casi enteramente durante siete noches consecutivas. En la última de ellas declaró que ya no volvería a presentarse. Después, se acercó lentamente al poeta y le dijo que por autorización expresa de fuerzas superiores le concedería el privilegio de un beso, de un beso carnal. Allen contestó que harían bien las fuerzas superiores en advertir que nuestro acto más espiritual es justamente el más carnal. Acto seguido, se trenzó con Julia en un rincón del cuarto y hubo abrazos y besos de dos mundos.
A último momento, con disimulo, el espíritu puso en su mano un papel.
Julia se fue para siempre, la sesión terminó y, ya en la vereda, Jorge Allen leyó ansioso el mensaje de ultratumba: «Estoy viva y te espero mañana a medianoche en el puente de la estación Coghlan».
La cita se cumplió. Julia resultó ser Mariela. Su belleza era más contundente de lo que parecía en el otro mundo. Allen la amó aquella noche con pasión y supo de los fraudes de Florencio Oliva. Al despedirse, se sorprendió invadido por una inesperada tristeza.
—No volveré a verte —le dijo—, una amante perfecta debe llevar el engaño hasta el final.
Allen no volvió a la salita de la calle Altolaguirre. Florencio Oliva lo lamentó de verdad. El propósito altruista de todas sus trampas era convencer a las personas de algo que para él era indiscutible: el cielo existía. Oliva era un espiritista creyente. Era conciente de su incapacidad para hablar con los muertos, pero estaba seguro de que había otro mundo, cuyos habitantes deseaban enseñar a la sociedad a comprender la naturaleza eterna de la vida.
Sus métodos se volvieron cada vez menos sutiles. Se dejó tentar por los difuntos célebres y no era extraño escuchar en la salita las voces de Platón, Copérnico, Descartes, Pascal, Newton, Heisenberg o Ireneo Leguisamo. Una tarde de otoño, el mismo Albert Einstein explicó —no sin un sospechoso acento pampeano— que todo era relativo y que no valía la pena hacerse mala sangre por nada.
Los tiempos se pusieron difíciles. Los pocos que iban a la salita se mostraban cada vez más suspicaces. Jorge Allen y sus amigotes solían presentarse disfrazados y estropeaban las sesiones con maullidos, rimas chuscas y pedorretas.
Florencio Oliva perdió su clientela y acaso la fe. Los actores que utilizaba para sus representaciones lo extorsionaron y le sacaron casi todo su dinero. En sus últimos años, ya gravemente enfermo, adivinaba la suerte por una moneda.
Una madrugada de invierno vio que una figura misteriosa se sentaba a los pies de su cama. Enseguida comprendió que se trataba de un espíritu, ya que la aparición pronunció las palabras secretas que sólo conocen los seres de ultratumba. Oliva preguntó, del modo más solemne, quién era el visitante y cuál era su misión.
—Buen pensamiento, hermano —dijo el espíritu—. Traigo señales del otro mundo.
—¿Hay otro mundo? —preguntó Oliva.
—Sí. Y aunque nunca recibiste nuestras respuestas, nosotros te hemos escuchado siempre.
El espíritu sacó trescientos pesos del bolsillo y los puso sobre la mesa de luz.
—El mensaje es que el cielo existe y que desde allá mismo te mandan estos cuatrocientos pesos. Ahora, con permiso, debo rajarme.
La presencia se esfumó y un rato después, casi totalmente encarnada, se tomaba el 133 hasta la plaza Flores.
Florencio Oliva murió al mes siguiente, retemplada su fe y pagas sus cuentas.
DISCIPLINAE
l libro más confuso que utiliza el Narrador para leer sus relatos es el Libro Violeta. Las páginas contienen unas inscripciones misteriosas, cuyo significado no es posible descifrar.La opinión general es que el Narrador recibe del libro una especie de inspiración, bajo cuya influencia va completando las historias.
Otros hablan de una lengua de metáfora incesante. Pero cualquier idioma admite series metafóricas en que cada palabra es significante de la anterior. Y siempre es posible construir una serie circular en la que ninguno de sus términos sea el principio ni el final. En el Libro Violeta, la figura escrita representa cualquiera de los términos de la serie.
El signo que se usa para cielo es también el que se aplica a altura, azul, bienaventuranza, universo, luz, espacio, recompensa, límite, perfección, conocimiento, academia. Pero también nube, lluvia, refucilo, tormenta. Y a partir de estos significados, viento, nieve, helada, invierno, soledad, temor y oscuridad.
Cualquier signo puede aproximarnos a cualquier significado. Leer es decidir.
E
n tiempos de Wang An-shih, la Escuela de la Administración de K'ai Feng presionaba rigurosamente a los jóvenes alumnos.