No llegó a dar ni un solo paso. Powell dejó el helicóptero y, casi volando, atravesó de nuevo el claro para sujetarle las piernas. Chey vio que el suelo se acercaba a su cara y se dio un tremendo golpe en el pómulo. Sintió el crujido de los dientes en el cráneo.
Powell le hundió aún más el rostro en la tierra con una mano. Con la otra, le agarró la muñeca dislocada y la retorció con fuerza.
Los ojos de la joven se cubrieron de estrellitas amarillas. Le dolía tanto que la garganta se le llenó de vómito y tuvo que volver a tragárselo para no ahogarse.
Querías matarme —le dijo Powell con la voz preñada de emoción—. Bueno, quizá me lo merezca. Pero antes tuviste que mentirme. Te invité a mi casa y es así como me lo agradeces. Tendría que ser yo quien te matara a ti. Y lo haré la próxima vez que te vea.
Le retorció una vez más la muñeca, esta vez hasta rompérsela. Los hombros de Chey se estremecieron y se encogieron, pero no pudo soltarse, y sintió hasta lo más profundo del cráneo el rechinar de sus dientes. Estaba a punto de quedarse sin sentido de puro dolor. El frío le atravesó el cuerpo, un frío tan atroz como cuando el torrente la había arrastrado. Un frío como cuando había despertado desnuda en la tundra después de su primera transformación.
Powell la soltó. No pudo moverse, tan sólo temblar. Tembló convulsivamente, presa del dolor y del frío.
Cuando por fin se hubo recuperado lo suficiente para incorporarse, Powell ya no estaba.
El dolor la consumía. Era como una bestezuela que se hubiera instalado en su abdomen y le masticara el estómago. Las náuseas hacían que los ojos se le salieran de las órbitas, la hacían sudar pese a la frialdad del aire.
Chey levantó el brazo poco a poco y se miró la muñeca. Tenía la piel del antebrazo roja y purpúrea, y la mano inerte, como la de un títere sin cuerdas. Colgaba en el extremo del brazo. Trató de cerrar el puño y sus dedos se contrajeron, pero no llegaron a cumplir su orden. Trató de levantar la mano, pero no logró moverla.
El dolor se quejaba dentro de ella y le decía que se tumbara. Le decía que se echara a dormir. Si no hubiera sido medio loba, no le habría quedado otro remedio, probablemente. Pese a todo lo que pensara sobre la maldición que le había transmitido Powell, ésta tenía sus compensaciones.
Se decía a sí misma que su situación era provisional. Tan pronto como volviera a transformarse, su cuerpo curaría la herida. Tan pronto como volviera a transformarse... Tenía que pensar. Tenía que trazar un plan. No podía estar pendiente del dolor.
Logró ponerse en pie y se acercó a Bobby, que estaba tumbado en el suelo, hecho un ovillo. Seguía consciente, pero su rostro era una mueca de sufrimiento.
—¡Lester! —gritó—. ¡Lester, ven aquí!
—¿Se ha marchado? —preguntó el piloto, asomándose por detrás del helicóptero—. ¿Crees que regresará?
Chey negó con la cabeza.
—No, es demasiado inteligente. Venga, ayúdame con Bobby.
Entre los dos, lograron sentar a Fenech. El agente se oprimía el pecho con las dos manos, pero, al obligarlo a apartarlas, Chey se dio cuenta de que estaba débil como un gatito. Tiró del cuello del polo y miró adentro. Un morado muy grande había aparecido ya en torno a su esternón. Powell le había golpeado con mucha fuerza.
—¿Puedes hablar? —le preguntó Chey—. ¿Puedes decir algo?
—Monstruo de mierda... —gimió—. ¡Ese monstruo de mierda!
—Creo que no te vas a morir —le dijo Chey, y se agachó a su lado.
Chey miró hacia el agua, sin saber muy bien qué decir. El sol aún brillaba sobre los árboles, pero debía de faltar poco para las nueve. Podría haber mirado la hora en el móvil, pero para sacarlo del bolsillo habría tenido que emplear la mano rota.
—Escucha... —dijo Chey, por fin—. Lo siento, pero...
—Espera. —Bobby palpó con las manos la alfombra de pinaza hasta encontrar las gafas de sol. Debían de habérsele caído cuando Powell le golpeó. La lente derecha tenía serios rasguños, pero Fenech, sin preocuparse por ello, las limpió con el polo y volvió a ponérselas—. Bueno... —dijo—. Chey, sabes muy bien lo que siento por ti. Sabes que confío en ti. Así que, por favor, cuando te haga una pregunta, no quiero que te la tomes mal.
—Está bien —dijo ella, con una entonación que era casi interrogativa.
—Oye, tía, ¿eres subnormal? —le preguntó él—. ¿Es que no sabías que el seguro estaba puesto? Porque creo recordar que eso te lo enseñaron en el campo de entrenamiento. Tuve que tragarme mucha mierda para convencer al gilipollas de tu tío para que te ayudase a matricularte.
—Sí, la he cagado, ya lo sé —reconoció Chey—. Pero no ha sido queriendo. Mira, la próxima vez...
Fenech se llevó un dedo a los labios para ordenarle silencio.
—Mira, me parece muy divertido que pienses que va a haber una próxima vez. Si hasta podría echarme a reír, si no fuera por el riesgo de reventarme el bazo. Voy a decírtelo otra vez...
—Oye, espera, espera...
—¡Estás despedida, Chey! Ya no formas parte del equipo. Voy a llamar a unos amigos míos y mataremos a ese monstruo de mierda. Eso es lo que haremos. Hace demasiado tiempo que trabajo en este proyecto para que ahora te lo cargues de esta manera. Recógelo todo, Lester. No creo que ese monstruo vaya a regresar esta noche, porque sabe que tenemos plata. Chey, tú me ayudarás a sentarme dentro del pajarito. Creo que el asiento acolchado será más cómodo que estas rocas de mierda.
Cada vez que se movía, Chey sentía que el cuerpo se le agitaba por culpa del dolor, igual que los temblores que preceden a la erupción del volcán. Le faltó poco para desplomarse. De todas maneras, ayudó a Bobby a ponerse en pie y a ir cojeando hasta el helicóptero. Lester hizo lo que se le había pedido: sacó un fardo de bolsas de nylon del compartimento de carga del helicóptero.
—Bobby —dijo Chey, en cuanto éste se hubo sentado dentro del helicóptero.
—Cállate.
—Bobby, hay algo en lo que tenemos que pensar.
Fenech se volvió hacia ella.
—Voy a transformarme —dijo.
Bobby arrugó la frente.
—Creo que la luna saldrá de nuevo dentro de una hora. Cada vez que la luna sale, me transformo. En loba.
Fenech asintió, pero no parecía muy preocupado.
—Cuando eso ocurra —explicó—, haré todo lo posible por mataros a ti y a Lester. —Bobby trató de replicarle, pero Chey levantó la mano buena para hacerlo callar—. No puedo elegir. En cuanto me transformo, mato a todos los humanos que encuentro. Creo que será mejor que no me quede aquí. Me adentraré corriendo en el bosque. Me alejaré tanto como pueda antes de transformarme, y puede que con eso baste. Quizá, si me alejo lo suficiente, no captaré vuestro olor cuando me transforme en loba. Quizá.
Fenech asintió y, con un rictus de dolor, trató de enderezar el cuerpo sobre el asiento.
—Tengo una idea mejor —le dijo—. ¡Lester! —gritó—. Abre la bolsa azul. —A ella le dijo—: Había tenido la absurda idea de que tal vez lograríamos sorprender a tu amigo. Que quizá podríamos llevárnoslo vivo.
Lester abrió la bolsa azul y una cadena de metal salió de ella. Una cadena brillante, de plata, con un grillete muy grueso en un extremo.
—¿Crees que te quedará bien? —le preguntó Bobby.
Los dos hombres prepararon el campamento y encendieron una hoguera pequeña y acogedora. El humo blanco que despedían las llamas se mezcló con la bruma que se levantaba desde las aguas y la luz amarillenta del crepúsculo. El color ambarino del ocaso había durado varias horas y aún no oscurecía. Estaban a finales de junio, y en esa época, en el Ártico, las noches son muy breves. Pero el aire era frío y húmedo, y el fuego danzarín les daba ánimos.
Eran ya las nueve y media. La luna saldría a las nueve y cuarenta y cinco minutos.
Chey se fijó en que Lester consultaba una y otra vez su reloj de pulsera. Pero Bobby no apartaba los ojos de ella. Aun cuando se levantaba para ir a buscar otro leño resinoso y arrojarlo al fuego, no dejaba de mirarla a ella.
—¿Tienes hambre? —le preguntó, y faltó poco para que Chey saltara del susto. Llevaban mucho rato en silencio—. Tenemos huevos en polvo y café. Café instantáneo, vale, pero de todas maneras está comprado en Tim Hortons, de lo mejor que hay, y probablemente olerá a civilización. ¿Te lo tomas con azúcar? La verdad es que no me acuerdo.
Chey soltó aliento con un murmullo que parecía un sollozo.
—Creo que será mejor dejarlo correr —dijo Fenech, y se sentó junto al fuego. Para vigilarla.
El cuerpo de Chey se volvió ligero, casi insustancial. En un primer momento, su ropa se sostuvo en su lugar como un saco informe y luego se deslizó hasta el suelo. La joven se miró la muñeca rota. Su mano se levantó como por voluntad propia. Parecía como un globo que se estuviera llenando de aire. Sintió que los huesos dentro de su cuerpo vibraban, y rechinaban unos contra otros. No le dolía mucho. Nada le dolía, ni sentía casi ninguna sensación. Se sentía como si estuviera hecha de una sustancia más ligera que la carne y los huesos. Se sentía como si hubiera podido marcharse flotando por el aire, de no ser por la cadena inimaginablemente pesada que le sujetaba el tobillo. No logró deshacerse de ella ni siquiera cuando estuvo desnuda, transformada en espectro, pegándole tirones...
Luz de plata. El mundo bañado en luz de plata. Eran las nueve y cuarenta y siete minutos. La salida de la luna.
Su cuerpo se estremeció de júbilo, se le erizó el pelaje y sus huesos crujieron con alegría. Arañó el suelo con las zarpas y luego alzó el hocico al viento para aullar de puro placer.
Contrajo las fosas nasales. Su garganta saboreó el humo, el fuego, la madera que ardía a su lado. Sus ojos trataron de enfocar bien, y, aunque la visión no fuera el mejor de sus sentidos, vio de todos modos el manchón amarillo de llama en el centro del claro. Y también los vio a ellos.
Hombres. Hombres. Hombres, odiosos hombres. «Hombres —jadeaba—. Hombres.» Creía paladear ya su sangre. Aunque no como le hubiera gustado. Visiones de sí misma desgarrándoles la carne y devorando sus entrañas arrancaron chispas a su corazón y a su mente. Deseos que jamás en su vida había conocido afloraron en su interior, la llenaron, aceleraron su cuerpo.
Hombres... y eran dos. Estaban junto a su pequeña hoguera, como si ésta hubiera podido protegerlos, con el cuerpo agazapado como si quisieran echarse a correr. Le tenían miedo.
Y con buen motivo. Un gruñido brotó de su garganta, un gruñido leve, pero como ocurre con el estruendo de una cascada, era tan sólo la distancia lo que le hacía perder fuerza.
Se gritaron el uno al otro, y le gritaron a ella. Gruñidos y murmullos que, para ella, no significaban nada. Eran repugnantes. Se parecían al sonido de un estómago repleto de carne podrida. Les enseñó las fauces y dio un paso hacia ellos. Otro paso, más cerca, con las zarpas planas sobre el suelo, el cuerpo bajo, a punto para saltar, otro paso...
Un dolor desgarrador le abrasó la pata, como si le hubieran pinchado el hueso con un cuchillo ardiente. Gimoteó, aterrada, y retrocedió, con el cuerpo hecho un ovillo, y buscó con los ojos el origen de aquel terrible sufrimiento. Se lamió la pata y saboreó fuego. Se husmeó la herida y olió algo nuevo, algo que, por lo menos para ella, era nuevo. Algo que aún no había encontrado nunca, y, sin embargo... sin embargo, en lo más hondo de sus entrañas comprendió al instante de qué se trataba. Plata. Plata del color de la luna, del color de la esfera que la dominaba.
Un brazalete de plata le sujetaba la pata trasera. Éste, a su vez, estaba atado a un árbol con una cadena de plata. Una cadena que no podría romper jamás. Si trataba de morderla, sus dientes se romperían, le sangrarían las encías. Era más fuerte que ella. Comprendió en seguida que estaba atrapada e intuyó que eran los hombres quienes la habían atrapado.
No habría creído posible odiar a los hombres todavía más de lo que ya les odiaba, ni que el deseo de cerrar los dientes sobre la garganta de los hombres pudiera adueñarse de ella con una rabia y un anhelo aún mayores de lo habitual. Pero, sí, sí era posible. Todas las células de su cuerpo ardían por esa necesidad. Y por mucho que lo quisiera, y rogara, y rugiera, y luchara, y necesitara, estaba prisionera. No podía saltar, ni correr, ni luchar. Emergió de su garganta un gimoteo que resultaba patético, ella lo sabía, pero no podía evitarlo. «Suelta, suelta, suelta, suelta —jadeaba, y el ritmo de su ira y de su miedo resonaba por las cavidades de su cráneo—. ¡Libera, libera, libérame, libera!»
Uno de los dos hombres, el más pálido, se le acercó en cuclillas. Estaba listo para saltar si la loba trataba de morderle. Si lograba moverse, si lograba soltarse aunque fuera por un instante, le haría trizas la cara y el pecho, y le lamería la sangre de su corazón aún caliente. El hombre se le acercó todavía más, tendiéndole las manos, como para tranquilizarla. ¡Imbécil! Y, con todo, aunque la sed de matar frotara sus zarpas empapadas de sangre contra los ojos de la loba, ésta sabía que no podría hacerle daño, no podría, si no se le acercaba un poco más, más, más, un poco más, más...
El hombre se detuvo fuera del alcance de la loba. Ella le acometió igualmente, porque sentía esa necesidad, pero no logró alcanzarlo. El hombre hizo de nuevo los mismos sonidos odiosos, pero, así como antes las sonoras sílabas humanas habían sido ásperas y desagradables, éstas eran dulces y suaves como la piel de la panza de un castor.
No podría alcanzarlo. No podría romper la cadena de un mordisco. Sus gruñidos eran inútiles, impotentes.
Entonces, se le ocurrió algo. Mientras el hombre le hablaba con voz suave y resonante, mientras la contemplaba con sus ojos, la loba lamió el metal una vez más, y sintió el metal en la lengua como si se hubiera tratado de un hielo insoportablemente frío. Luego, su hocico y sus enormes dientes se cerraron sobre su propio tobillo, y dio un único mordisco hasta el hueso. Sintió un dolor intenso al romperse la pata, al desgarrarse la piel y los músculos. Sintió dolor cuando la zarpa cayó al suelo como carne muerta. Pero el brazalete de plata que la sujetaba también cayó al suelo y, de repente, fue libre.
Chey se despertó de bruces sobre un ventisquero. Sus manos se aforraban al suelo como zarpas. El cuerpo le dolía y palpitaba. Sintió un enloquecedor hormigueo en la pierna izquierda que la hizo chillar.