—¿Y crees en su existencia? —quiso saber Alderan, que acto seguido restó importancia a la pregunta mediante un gesto—. Ya lo hablaremos otro día. Exiliamos a Savin, y creo que algunos de nosotros pensamos que sería la última vez que íbamos a verlo. Está claro que aquí la mayoría de la gente se había olvidado de él, o al menos eso deseaba. Yo nunca he podido. A veces he pasado la noche en vela, pensando que tal vez tendríamos que haberlo matado cuando tuvimos oportunidad, en lugar de desterrarlo.
—Nos habría ahorrado muchos problemas —admitió Gair.
—Probablemente. —Alderan se encogió de hombros—. Quizá sea culpa mía: no soy lo bastante despiadado.
—¿Alguna vez intentó regresar? Tanith mencionó que habíais salvaguardado las islas, pero si es tan poderoso como dices, ¿por qué no iba a acercarse y tomar todo cuanto quiera?
—Las protecciones que creamos son extraordinariamente sutiles y su afinación coincidía con la de la mente de Savin, de modo que si alguna vez se acercaba, nosotros lo sabríamos. Lo intentó algunas veces durante los dos primeros años, pero nunca logró burlarlas. Sabía que lo estábamos esperando. Desde que se exilió, ésta ha sido la vez que más cerca ha estado de aquí.
—No sé qué cree que poseo, pero está claro que lo persigue con gran empeño: —Gair apuró la taza—. Querría saber de qué se trata, aunque sólo fuera para decirle que no lo tengo.
Alderan tomó la taza de té con ambas manos, como si pretendiera calentárselas, y se mordió los labios mientras observaba a Gair en la ventana.
—A decir verdad, me sorprende que a estas alturas aún no hayas caído en la cuenta. Eres un tipo muy despierto y tienes todas las pistas que necesitas.
—No seas críptico, Alderan. Aún tengo pendiente recuperar la mitad de mi ingenio.
—La batalla del río Run. El asedio de Caer Ducain. El Desfiladero de Riannen. ¿Qué tienen todas en común?
—¿Cómo?
Alderan había cambiado de rumbo de forma tan repentina que sorprendió a Gair con la guardia baja.
—¿Qué tienen todas en común?
—Fueron batallas decisivas de las guerras de la Fundación. Los caballeros partieron de Mesarilda para cubrir a marchas forzadas trescientas millas y levantar el asedio de Caer Ducain, antes de empujar a la retirada a los clanes de vuelta al norte del río. Gwlach empeñó las reservas y los caballeros combatieron al enemigo hasta un punto situado en el río Run, donde lo empujaron a la retirada en el Desfiladero de Riannen. Alderan, ¿a qué viene hablar de la Fundación? Es Savin quien me interesa.
—Ten paciencia. ¿Cómo vencieron los caballeros? A Donata le encanta incluir esta pregunta en los trabajos que propone, para ver cuál de los estudiantes la desentraña. Pensé que me la responderías sin más, y no me refiero a los restos de san Agostin
el Desafiador
.
—No sé en qué estarás pensando. Los caballeros se vieron superados en número, pero mantuvieron de algún modo la posición. Algo debió de inclinar la suerte de la batalla a su favor, pero no sé de qué se trata.
Alderan se inclinó hacia él, y dijo, vehemente:
—Sí, sí lo sabes. Siempre lo has sabido, lo que pasa es que no te das cuenta. Vamos, muchacho. ¡Piensa!
Gair se peinó con la mano. Por la diosa, menudo dolor de cabeza le estaba entrando. Intentó razonar hasta encontrar una respuesta. Gwlach y sus clanes habían superado en todos los aspectos a los fuertes y bien pertrechados caballeros, sobre todo al inicio de la campaña, gracias a que infligieron graves pérdidas en los trenes de suministro. En la vanguardia, los caballeros se habían enfrentado a un arma que era impermeable al acero, un arma esgrimida por mujeres.
Los suvaeanos no tardaron mucho en descubrir que las mujeres morían con igual facilidad que los hombres, pero no antes de que las hechiceras los despellejaran, quemaran y asaran vivos, no antes de que invocaran aberraciones de los rincones más oscuros y las arrojaran a las filas de soldados de la Iglesia, donde causaron la muerte y la destrucción. Pero la Iglesia había salido victoriosa. ¿Cómo? Alderan lo miraba fijamente. ¿Cómo? ¿Qué poder era capaz de imponerse a la magia negra?
La respuesta planeó por su mente con la delicadeza de un copo de nieve que atraviesa una ventana abierta, pero cuando por fin se posó, floreció como lo hacen los fuegos de artificio en el firmamento nocturno. Magia. ¿Qué otra cosa pudo ser? Era el único poder auténtico del mundo, y respondía al llamado de cualquiera que poseyera el don, fuera cual fuese su propósito. Todo cuanto necesitaba era la voluntad. Ay, madre bendita, los caballeros habían combatido al fuego con fuego.
—El canto —murmuró.
—Precisamente. —Alderan recostó la espalda en el sillón—. El mismísimo crimen que la Madre Iglesia quiso destruir, fue lo que proporcionó a sus caballeros las victorias más notorias de las guerras de la Fundación. No fue la fe, ni la destreza con las armas o la superioridad táctica, sino las entrañas, los redaños y los cantos de la tierra.
—¿Y Savin?
—Savin busca un talismán como el que el portavoz del clan de Gwlach empleó para desatar a la Hueste Feérica. Concretamente, el que emplearon los caballeros para coser de nuevo el Velo. Todo apunta a que está convencido de que se encuentra aquí, en las islas.
—¿Y es así?
—No, nunca llegó a estar en este lugar. Cuando la Inquisición se volvió contra la Iglesia, acogimos a algunos de los caballeros fugitivos que poseían el don, pero no trajeron nada consigo, a excepción de la ropa y unos cuantos libros. Quizá nunca logremos averiguar adónde fue a parar el resto. Los inquisidores fueron gente muy… concienzuda.
Gair hizo un esfuerzo para no perderse entre tanta revelación. Retales y pedazos de las palabras de Alderan daban vueltas en su cabeza como virutas de madera en la mesa de un carpintero. El dolor de cabeza había empeorado. Sentía como si alguien le apretara los ojos en las cuencas.
—¿Sabes dónde está?
Alderan negó con un gesto.
—No, con seguridad no. Se me ocurren uno o dos lugares donde podría estar, pero no tengo la certeza.
—Entonces, ¿por qué cree Savin que yo lo sé?
—Por el lugar donde te encontré en la ciudad santa.
—Pero, Alderan, ¡no soy más que un don nadie! El hijo huérfano de un soldado, un accidente que acabó en la orden suvaeana a falta de otro lugar adonde ir. Al final, incluso la Iglesia se deshizo de mí. ¿Cómo iba yo a conocer el paradero de esa reliquia?
Se oyeron pasos en el corredor. Alguien llamó con cierta urgencia a la puerta, y seguidamente la abrió sin esperar a obtener permiso. Asomó por ella un hombre de piel bronceada, cubierto con una capa de color marrón. Llevaba el pelo largo, suelto y canoso, y tenía cara de zapato viejo.
—Será mejor que vengas —dijo con expresión compungida.
Alderan se puso en pie de inmediato.
—¿Qué ha pasado, Masen?
Los ojos oscuros miraron una, dos veces a Gair.
—Creo que lo mejor será que lo veas por ti mismo.
El anciano salió por la puerta sin decir otra palabra, seguido por el hombre de la capa. Gair no titubeó a la hora de acompañarlos hasta la escalera de la torre y el propio tejado. Después de todo, nadie le había dicho que se quedase sentado.
Soplaba un viento fresco procedente del mar, capaz de arrastrar el polvo que cubría las tejas y zarandear a las gaviotas como pedazos de papel. Tan sólo deshilachaba el contorno de la humareda que se alzaba sobre Pensaeca.
—La vimos con las primeras luces —explicó Masen. De nuevo recaló su mirada en Gair, tan rápida que no se habría dado cuenta de no haber estado tan pendiente de él. No fue una mirada hostil, sino curiosa, como si mesurara hasta qué punto podía hablar delante de él y hubiera decidido mostrarse cauto—. Proviene del extremo más lejano, y se dirige a la propia población de Pensaeca. Es demasiado grande para que sea una casa, y últimamente el ambiente ha sido tan húmedo que no puede tratarse de un incendio forestal.
Eso sólo dejaba una posibilidad. Aunque Masen no quiso manifestarla, quedó suspendida en el ambiente, vibrante como un grito. Alderan gruñó con rostro pétreo. Gair olió el humo en el aire por encima de la sal que arrastraba el viento. Hubo algo que se agitó en un rincón de su mente. Un barco surgió de la bruma en su cabeza, volando con un enorme gallardete azul y destellos de oro reluciente en el pasamano.
—Savin —exclamó.
Masen se volvió hacia él.
—¿Cómo?
—Savin iba a bordo de un barco de la gente del Norte, frente a Cinco Hermanas. Ahora me acuerdo. —La máscara de dragón, las fauces, se acercaban más y más en la memoria de Gair.
—¿Masen? —Alderan lo miró en busca de una confirmación, y el otro asintió.
—Un chinchorro de Pensteir los vio fondeados frente al puerto de Pensaeca, y tuvo que ceñir al viento para doblar el cabo y poner rumbo al extremo opuesto de la isla y recalar en Pencruik. El patrón dijo que eran seis barcos de gran calado, y que al menos ya habían incendiado un edificio. Un contingente de incursores a tener en cuenta, pero… ¿aliados de Savin?
—Siempre dimos por sentado que alguien lo había acogido —señaló Alderan—. Ahora ya sabemos quién fue.
—No se atreverá a venir —insistió Masen.
Alderan le dedicó una sonrisa desabrida.
—Si hay alguien capaz, es él. Además, creo que Gair tiene una idea más aproximada que nosotros de cuáles son sus intenciones. Dice que Savin vendrá, y yo me inclinó por darle la razón.
—¿Y las protecciones? Savin no puede pisar ninguna de las islas habitadas sin que tengamos conocimiento de ello.
—Si los hombres del Norte lo ayudan y actúan en su nombre, ni siquiera tiene que salir del barco. Maldito sea. —La ira asomó a los ojos de Alderan—. Por la diosa y todos sus ángeles, ¡debí estrangularlo el día que nació!
Gair se masajeó las sienes con fuerza, intentando contrarrestar el dolor con dolor, todo ello con tal de pensar con claridad, pero no sirvió de nada. Oleadas y oleadas de amenazas golpeaban la bruma que tejía el escudo de Tanith. Y entre todo lo que sucedía asomaban las fauces al descubierto de la máscara de un dragón, en cuyos ojos ardían las llamas. Masen, ceñudo, puso la mano en el hombro de Alderan y señaló a Gair con la otra.
—¿El muchacho no tendría que descansar, si está tan enfermo?
Más dolor. Peor aún que antes. Cada oleada le sacudía los huesos. La piel se tensó de tal modo que la sangre tendría que haberle salido por los poros. Ardió por dentro, y fue sólo el modo desesperado con que se asió a la pared lo que le impidió caer postrado de rodillas. Sólo en parte oyó que Alderan daba órdenes a voz en cuello, pero cada palabra le laceró el oído como la punta de un cuchillo. El dragón rugía, y su cuerpo escamoso rebullía en los confines de su cráneo, ansioso por dar con la salida.
Alguien le pasó el hombro por debajo del brazo y lo ayudó a recostar la espalda en la pared. Una mano le comprobó la frente en busca de indicios de fiebre, mientras otra le inclinaba la barbilla. La claridad del cielo le perforó los ojos; apenas distinguió la silueta de quien fuese que tenía delante. Un halo rojizo rodeaba las cabezas de los extraños, y Gair distinguió reflejos verdes, recortados en el púrpura de las tejas. No había formas ya, tan sólo colores que le provocaron tal náusea que creyó estar a punto de vomitar. Siguió un fuerte olor acre en la nariz, y después ya no sintió nada.
ÁNGEL CON ESPADA
T
anith enroscó el tapón del botellín, que devolvió a su lugar procurando que pudiera verse la escritura prieta de la etiqueta.
—Esto lo mantendrá inconsciente el tiempo necesario —aseguró—. Pero debo darme prisa. Me temo que no dispongo de mucho margen.
Alderan se agachó a su lado.
—Te avisé en cuanto Masen percibió que algo iba mal. ¿De qué se trata?
—No lo sé a ciencia cierta, pero tengo una idea aproximada.
Tomó con ambas manos la cabeza de Gair y se concentró. La dulce melodía del canto fluyó hacia él, antes de quebrarse de pronto en una disonancia. Tanith retrocedió.
—¿Qué has descubierto?
—Algo asqueroso. —Fue como hundir las manos en un pozo negro. Quiso limpiárselas en la falda, pero prefirió no soltar la cabeza de Gair—. La peor fetidez posible. Cuando Savin irrumpió a sus anchas en los recuerdos de Gair, dejó algo a su paso. Es pequeño, una semilla de su propia conciencia. Está creciendo.
A juzgar por su expresión, Alderan quería escupir para librarse del mal sabor que le había dejado aquella revelación.
—Otro truco del Oculto escondido en la exploración —masculló antes de jurar entre dientes—. ¿Puedes extraerlo?
—Puedo intentarlo. Se encuentra tras el escudo que tejí, de modo que quizá no se haya extendido demasiado, aunque no lo sabré con seguridad hasta que eche un vistazo.
—¿Y si no puedes?
Tanith tragó saliva, pues de pronto tenía la boca seca.
—Si no puedo, Savin se apoderará de él en cuerpo y alma.
La expresión de Alderan se tornó severa.
—No podemos permitirlo.
—Entonces tendré que detenerle el corazón.
—Supondría violar tu juramento de sanadora.
—Puede que no tenga otra elección. ¿Prefieres que deje que sufra de por vida? Tampoco podemos permitir que llegue a ese extremo, a menos que me equivoque mucho.
—Los astolanos tienen buen ojo. Ven demasiado. —Alderan suspiró antes de frotarse el rostro—. De acuerdo, haz lo que debas.
No lo que pudiera hacer, sino lo que tuviera que hacer. El solo hecho de pensar en la posibilidad bastó para helarle la sangre en las venas. El juramento de un sanador consistía en preservar la vida, en aliviar el dolor, fuera cual fuese el precio. En no hacer daño. ¿Cuál de ellos tendría que romper antes de que terminase la jornada? ¿Cuánto daño tendría que hacer en aras de un presunto bien mayor? Tanith hizo acopio de valor y recurrió de nuevo al canto.
Se abrió paso con cuidado a través de las diversas capas de dolor que explotaban en un sinfín de vivos colores. Incluso envuelta y protegida por el canto como iba, sintió parte de la agonía que invadía la mente que la rodeaba. Titubeó al alcanzar la bruma gris que representaba su escudo. Más allá de esa barrera aparentemente frágil moraba una pesadilla. Recuerdos a medio curar, recuerdos fragmentados. Temores infantiles desenterrados de pozos sepultados hacía tiempo. Y la semilla de Savin, que crecía como una monstruosa planta trepadora en torno a todo ello.