—Entiendo. ¿Cómo lo lleva? —se interesó Masen.
—Está cansada, pero jamás lo admitirá. Se lo noto en la voz.
Masen no oía nada, exceptuando el gemido del viento y el estampido del oleaje en las amuras, pero sintió el tirón del canto debido al poder con que ella manejaba el tejido. Se secó el rostro empapado.
—Podría ayudarla —propuso—. No puedo cantarle al barco tal como lo hace ella, pero podría compartir parte del peso de labrar el tejido.
K’shaa negó con la cabeza, columpiando las blancas trenzas.
—Es su labor, guardián. No la compartirá, y llegado el caso nunca lo haría contigo.
—Sólo quiero ayudar. Es lo menos que puedo hacer para pagarme el pasaje.
—Entonces te deseo suerte si pretendes convencerla. Mi hermana es muy orgullosa. —Cuando sonrió, los ojos rasgados centellearon—. Pero si estás dispuesto a pedírselo, ¡cuentas con mi bendición!
Masen avanzó paso a paso sin soltarse del pasamano de camino a popa, procurando apartarse de los demás elfos marinos que desempeñaban sus diversas labores. En cuanto llegó al extremo del alcázar, buscó los colores de la cantora del barco. Su canción lo enervaba.
«¡Mi señora!»
Ella arrugó el entrecejo, pero no respondió. El viento le agitaba la túnica verde agua.
«Señora, puedo ayudarte.»
Los labios le dibujaban una línea imperceptible cuando se apartó el cabello del rostro. Los dientes prietos y los ojos entornados proyectaron en su marfileño rostro una expresión felina. Siguió sin decir nada.
«Llevas dos noches sin dormir, mi dama. Permíteme ayudarte, y juntos haremos que el
Estrella
navegue con mayor velocidad.»
La cantora del barco clavó los ojos en el océano de aguas verdigrises que se extendía a proa. La quietud de su espinazo no mostraba indicios de ceder. En fin, la fortuna favorece a los audaces.
Masen siguió aferrado al pasamano hasta que tuvo la sensación de que el casco del barco montaba las olas; cada oleaje lo encumbraba, y a continuación la nave se hundía en el seno de la siguiente ola. Dio un salto en la resbaladiza cubierta y cerró ambas manos en torno a la rueda, rodeando con ellas el cuerpo delgado de la cantora del barco, cuyos ojos felinos, verdes, lo miraron por encima del hombro.
«¡Mucho das tú por sentado, Masen de la ciudad blanca!»
«Entonces déjame responder por mi presunción con el sudor de mi espalda, porque de buena gana sudaría por alguien tan hermosa como tú.»
La fina línea que le dibujaban las cejas se curvó hacia arriba. De modo que la dama no era inmune a los halagos cuando fracasaba la razón. La tentación de besar sus labios perfectos estuvo a punto de superar el temor que le infundían los cuchillos que su hermano ceñía en la cintura. En lugar de ello, inclinó la cabeza en un gesto cortés.
—A tu servicio, mi dama —dijo en voz alta antes de permitir que el canto fluyera a través de él.
De pronto sintió el temblor de la vida en la madera que aferraba, y también bajo las botas, el canto agudo del viento y del agua tamborileando en el propio tejido del barco. La cantora lo miró unos instantes más, luego se le suavizó la expresión y se volvió para encarar el viento. Masen sintió la caricia de su mente, fría, ajena y elegante; luego ella tomó del canto a través de él y, ambos, aunaron voluntades para conducir el
Estrella
a través de aquellas aguas hostiles. Masen concibió esperanzas de que la nave llegase a tiempo.
De regreso a su cuarto, Gair vio que la luz se filtraba por la puerta de Darin y se preguntó si el belisthano tendría tiempo para una partida de ajedrez. Últimamente la suerte le había sonreído y contaba ya con una serie de seis victorias seguidas, cada una de ellas más costosa que la anterior. Algo tan esencialmente cerebral podía ser justo lo que necesitaba para distraerse del asunto más visceral que lo había tenido en jaque de un tiempo a esa parte. Tal vez reuniera el coraje necesario para pedir consejo a su amigo.
Cuando Gair llamó a la puerta no hubo respuesta. Volvió a hacerlo, y la abrió lo suficiente para asomar la cabeza y pronunciar en voz alta el nombre de Darin. El belisthano estaba desplomado sobre el escritorio, alarmantemente cerca de la vela. Gair se apresuró a apartarla de su cabello, luego lo levantó por los hombros y recostó a Darin en el respaldo. Había volcado el tintero y la mancha negra se le extendía por la túnica y lo que se antojaba el ensayo que había estado escribiendo. A su lado, la piedra para el anillo de compromiso destinado a Renna relucía sobre la bolsita de terciopelo como una gota de rocío en un pétalo de rosa.
—Darin, despierta. —Gair lo sacudió del hombro con suavidad—. Vamos, espabila.
Darin abrió los ojos de mirada vidriosa. Respiraba con dificultad.
Volvió a perder el conocimiento. Gair se preguntó si habría bebido más de la cuenta; tenía toda la pinta de estar embriagado. Pero el aliento no le olía a vino, y pensándolo bien, Gair no recordaba que fuera muy amigo de la bebida. De pronto recordó algo que Darin le dijo cuando se conocieron.
—¡Darin! ¡Despierta! ¿Cuándo comiste por última vez?
El belisthano intentó decir algo, pero fuera lo que fuese surgió convertido en un gemido. Gair lanzó un juramento. Lo dejó recostado en el asiento y se dispuso a registrar el cuarto en busca de algo de comer, pero no encontró nada. El registro de los bolsillos de Darin dio idéntico resultado. Gair juró de nuevo, más alto. Tendría que llevarlo al dispensario. Una vez arrastró al delgado Darin al corredor, dio una patada en la primera puerta que encontró.
—¡Abre, Clovas! ¡Necesito tu ayuda!
La puerta la abrió un escurrido niño de doce años vestido con camisón de dormir y una capa de adepto. Pestañeó extrañado al ver a Gair con Darin, inconsciente, al hombro. A lo largo del corredor se fueron abriendo otras puertas, y algunas voces exigieron saber qué motivaba el alboroto.
—Ve corriendo a la enfermería y dile al primer sanador que encuentres que Darin está enfermo y que no tardaré en llegar con él a cuestas.
El aprendiz permaneció inmóvil.
—Clovas, esto va en serio. —Gair cogió al muchacho del brazo y lo arrastró fuera del cuarto—. ¡Corre!
Clovas se alejó por el pasillo tras soltar un gritito. Gair lo siguió tan rápido como pudo, haciendo caso omiso de las miradas perplejas y las preguntas que le dirigieron los demás estudiantes. En un abrir y cerrar de ojos, el corredor se había despertado y estaba lleno de asombro. La inventiva de los juramentos de Gair alcanzó nuevas cotas.
—¡Apartaos de mi camino, diantre! —Les arreó con el brazo que tenía libre, pero se mostraron confundidos, lentos en su reacción—. ¡Vamos, moveos!
Frustrado, recurrió al canto y provocó la explosión de ilusorias bolas de fuego a lo largo del pasillo con objeto de despejarse el camino. Los estudiantes, espantados, retrocedieron entre gritos de pasmo, aparte de un par de adeptos que exigieron saber qué se había propuesto con eso.
—No tengo tiempo de quedarme aquí discutiendo. Dejadme pasar.
Se abrió paso por la fuerza, pero lo siguieron, quejándose sin parar. Una vez se quedaron atrás, se apresuró escalera abajo y cruzó el claustro. El viento gemía entre las columnas y le estorbó el paso arrojándole hojas secas al rostro. Ya no faltaba mucho; franqueó la entrada a los patios de prácticas, accedió a la encrucijada y, bendito fuera, ahí estaba Clovas, cabeceando en la estela de la silueta de espantapájaros perteneciente a Saaron. El canoso sanador hizo un gesto a Gair para que entrara en el quirófano.
—Tráelo, tráelo. —Saaron señaló la mesa de operaciones—. Túmbalo aquí.
El sanador tomó un escalpelo de un cajón y cortó la túnica y la camisa manchadas de tinta de Darin, luego acercó el oído al pecho del joven, atento a su respiración. Le buscó el pulso en el cuello y la muñeca con hábiles dedos. Finalmente chascó la lengua.
—Lento, terriblemente lento. Incorpóralo, ¿quieres?
Gair apoyó los hombros de Darin en su propio pecho, y se sirvió de la otra mano para levantarle la barbilla. Saaron desapareció en el dispensario y regresó poco después, revolviendo una sustancia en un tazón.
—Veamos si podemos hacer que beba un poco.
Recurrió a una cuchara para introducir el líquido entre los labios flácidos de Darin. A Gair le olió a miel.
—¿Qué es?
—Miel y agua caliente —respondió Saaron—. Darin tiene algo llamado enfermedad del azúcar. Si no come con regularidad, si pasa un rato largo sin comer, puede caer en coma, tal como ahora, y si no se le atiende con la rapidez necesaria puede incluso morir. Es más común de lo que la gente cree, sobre todo en los niños, que no saben qué les sucede y son incapaces de describirlo, de modo que no se les diagnostican los síntomas. —Introdujo de nuevo la cuchara en la boca de Darin, que balbuceó sin fuerzas y tragó con dificultad—. ¿Cuánto hace que lo encontraste así?
—Hará unos minutos. Se había desplomado sobre el escritorio. Pensé que se habría quedado dormido, pero no pude despertarlo. Busqué comida en su cuarto, pero no encontré ni una miga.
—No se te escapa nada. Tú eres Gair, ¿verdad? Tanith me habló de ti. —Saaron levantó los párpados de Darin y echó un vistazo debajo—. ¿Qué tal la cabeza?
—Ya me he recuperado, gracias. ¿Se pondrá bien?
—Creo que sí. Debido, en buena parte, a la prontitud de tu actuación, si me permites el apunte. —Saaron dejó el tazón y se rascó la cabeza. Tenía muy revuelto el pelo color hierro, como si no estuviera familiarizado con el manejo del peine—. Se supone que Darin tiene a mano en todo momento una cajita de dulces, chocolatinas o algo, metida en el bolsillo. Cuando empieza a sentirse indispuesto come algo, por poco que sea. Probablemente la haya extraviado. Tiene un pistacho por cerebro, me sorprende que no haya olvidado su propio nombre. ¿Me ayudas a llevarlo allí?
El sanador señaló en dirección a la puerta que conducía a la sala. Gair asintió, y juntos llevaron a Darin a la estancia de piedra encalada, iluminada por lámparas, donde largas hileras de camas se alineaban a lo largo de las paredes, separadas por cortinas correderas por si fuese necesaria cierta intimidad. En un extremo se distribuían algunas estancias individuales, destinadas a los pacientes que necesitasen silencio absoluto. Saaron lo llevó a una de esas estancias, donde encontraron la cama hecha. Poco después, Darin estaba desnudo y cubierto por mantas.
—Me ocuparé de que uno de los adeptos le haga compañía en todo momento hasta que despierte —decidió Saaron—. Habrá que tenerlo más vigilado, hace mucho tiempo que no estaba tan mal. Mañana te haré saber cómo se encuentra.
Gair regresó a su cuarto con Clovas pisándole los talones. La barahúnda había cesado, y la mayoría de los estudiantes había vuelto a sus cuartos, aunque algunos permanecían apoyados en el marco de la puerta, expectantes, mientras los dos adeptos afrentados exponían lo sucedido al maestro Barin. Sus voces se alzaron al ver a Gair. Barin le hizo un gesto para que se les acercara. Gair acompañó a Clovas a su cuarto antes de hacer caso al maestro.
—¿Arrojaste bolas de fuego a estos dos estudiantes Gair? —preguntó Barin con su melosa voz de tenor.
—Sí. —Era la verdad y no pensaba negarlo—. Darin estaba inconsciente y yo intentaba llevarlo a la enfermería. Estos dos se interpusieron en mi camino y no se mostraron dispuestos a apartarse.
Barin frunció los labios.
—Comprendo. Gracias, caballeros —dijo a los adeptos—. Podéis volver a vuestras habitaciones. Creo que a partir de ahora puedo encargarme de esto.
Hicieron ademán de protestar, pero Barin levantó la mano para silenciarlos. Con gesto altivo, se cubrieron los hombros con la capa y se alejaron por el pasillo. Barin exhaló un suspiro.
—¿Tienes la costumbre de hacer enemigos? —preguntó—. Primero Arlin, y ahora esos dos.
Gair se sorprendió por segunda vez aquella velada.
—¿Cómo sabes lo de Arlin?
—¿Crees que los maestros no nos dirigimos la palabra? Toda la casa capitular sabe que Arlin intentó romperte el cráneo y que tú le fracturaste las costillas. Estoy seguro de que incluso corren apuestas para ver quién de vosotros mata antes al otro. —Barin sacudió la cabeza—. Gair, sin pretenderlo, eres capaz de hacer cosas que adeptos como Maarna, a quien acabas de conocer, no lograrían sin practicar una semana. Sé que no te vanaglorias de tu talento, pero debes ser consciente de que hay quienes sienten rencor hacia ti por ello.
—¿Como Arlin?
—Sin ir más lejos —admitió Barin—. No tiene mucho talento, pero es un buen espadachín. El mejor que teníamos hasta que tú le diste una buena tunda con tu adiestramiento suvaeano. No sólo eso, sino que también resulta que tienes un gran don. Estoy convencido de que no tengo que hacerte un dibujo para que lo entiendas.
Gair asintió. Sabía muy bien a qué se refería el maestro de pelo oscuro. La última vez que había acudido a practicar al patio antes del desayuno, había echado al terminar un trago de la jarra para descubrir que le habían salado el agua. La vez anterior, le echaron vinagre. No tenía pruebas, pero podía estar seguro de quién era el responsable, a pesar de que ni siquiera habían cruzado una palabra en las clases de Haral.
—Por desdicha, Arlin pertenece a esa clase de personas incapaces de perdonar a quienes son mejores que ellos —continuó el maestro—. No estará satisfecho hasta que pueda superarte en algo. Te sugeriría que de vez en cuando le permitieras vencerte con la espada, pero eres leahno y dudo que tu orgullo te permita esa licencia.
Se detuvieron al llegar a la puerta del cuarto de Darin. Barin puso la mano en el hombro de Gair.
—Ten cuidado, Gair —advirtió—. Tus talentos despertarán la envidia de algunos, gente que nunca podrá perdonártelos, por mucho que tú no tengas la culpa de nada. Esas personas te harán daño, porque están acostumbradas a ser el centro de atención y tú eres una distracción que aleja a los demás de ellos, sencillamente por ser quien eres. No olvides mis palabras.
—No las olvidaré —prometió Gair.
—Estupendo. ¿Te espero mañana para nuestra clase?
—Por supuesto, maestro Barin. Palabra que asistiré.
—Y la palabra de un leahno está escrita en hierro, de modo que doy por hecha tu asistencia. Estoy convencido de que también complacerá a mi hermano. Me dice que sus alumnos están cansados de salir a buscarte por toda la casa capitular, para acabar descubriendo que Aysha ha vuelto a llevarte por ahí.