Espérandieu había dejado de tomar notas. En general no soportaba muy bien el humor de los forenses. Cavalier, en cambio, bebía literalmente las palabras de su colega.
—A continuación está el mecanismo neurológico: si nuestro hombre hubiera arrojado al farmacéutico al vacío en lugar de bajarlo progresivamente con ayuda de las correas atadas a las muñecas, las lesiones bulbares y medulares causadas por el shock, es decir las lesiones del bulbo raquídeo y de la médula espinal —aclaró como gesto de cortesía destinado a Espérandieu, mientras levantaba delicadamente el cráneo de lo que había sido Grimm—, habrían provocado una muerte casi instantánea. Pero no fue eso lo que hizo… —Detrás de las gafas, los grandes ojos de color azul claro buscaron los de Espérandieu—. ¡No, no, joven! No fue eso… Nuestro hombre es muy astuto y tomó la precaución de colocar el nudo corredizo al lado. De esta manera, la afluencia sanguínea al cerebro queda asegurada por medio de al menos uno de los dos ejes carótidos, el opuesto al nudo. Por otra parte, las correas atadas a las muñecas le permitieron impedir cualquier shock traumático de la médula espinal. Nuestro hombre sabía muy bien lo que hacía, créame. La agonía de este pobre tipo debió de ser larguísima. —El gordezuelo dedo, de impecable pulcritud no obstante, se paseó luego a lo largo del profundo surco del cuello—. En cualquier caso, se trata de un ahorcamiento. Miren: el surco está situado arriba, pasa justo debajo del ángulo de las mandíbulas y vuelve a subir hacia el punto de suspensión. Además es incompleto, cosa que no se daría si hubiera habido antes una estrangulación con lazo, que suele dejar un surco bajo y regular, completo en todo el contorno del cuello. —Dirigió un guiño a Espérandieu—. Ya sabe, cuando el marido estrangula a su mujer con una cuerda y después quiere hacernos creer que se ha ahorcado.
—Lee demasiadas novelas policiacas, doctor —replicó Espérandieu.
Delmas reprimió una sonrisita… y después se puso más serio que un papa en el momento de la bendición. Hizo bajar la lámpara hasta la altura de la nariz medio arrancada, el rostro tumefacto y los párpados grapados.
—Esta sí que es una de las cosas más repugnantes que he visto en mi vida —dijo—. Ahí dentro hay una rabia, una furia insoportables.
* * *
El psicólogo se había sumado al grupo. Iba sentado atrás, en compañía del juez. Ziegler pilotaba el 4x4 con la fluidez y el aplomo de un piloto de rally. Servaz admiraba su manera de conducir, como había admirado su pericia en el helicóptero. Atrás, el juez había pedido a Propp que le hablara de Hirtmann. Lo que acababa de oír de boca del psicólogo lo había sumido en un profundo estupor y, ahora, guardaba el mismo mutismo que sus vecinos. El tétrico aspecto del valle no hacía más que intensificar la sensación de malestar.
La carretera serpenteaba bajo un cielo oscuro, entre grandes y frondosos abetos recubiertos de blanco. La máquina quitanieves había pasado por allí, dejando elevadas acumulaciones en las orillas. Después de dejar atrás, entre el blanco manto de los campos, el último caserío prisionero del frío, con su humeante chimenea, entraron en el reino definitivo del silencio y del invierno.
Había parado de nevar, pero la capa era muy gruesa. Un poco más allá adelantaron la quitanieves, que con su faro giratorio proyectaba un vivo resplandor anaranjado sobre los blancos abetos, y después la ruta se hizo más intransitable.
Circularon entonces a través de un paisaje petrificado compuesto de altos e impenetrables abetales y de turberas heladas estancadas en los meandros del río. Por encima de ellos se elevaban, formidables y grises, los boscosos flancos de la montaña. Luego el valle se volvió más angosto. El bosque se inclinaba sobre la carretera, más abajo de la cual discurría el torrente, y en cada curva veían ante sí las grandes raíces de las hayas que habían quedado al desnudo a causa de los derrubios. Al doblar una de ellas descubrieron varios edificios de cemento y madera, con hileras de ventanas en los pisos de arriba y grandes ventanales en la planta baja. Un sendero atravesaba el torrente a través de un herrumbroso puente tras el que se extendía una blanca pradera. Servaz vio al pasar un cartel oxidado: CASA DE COLONIAS LOS REBECOS. Las construcciones tenían un aspecto ruinoso. Estaban desiertas.
Le extrañó que alguien hubiera podido instalar una casa de colonias en un sitio tan lúgubre. Al pensar en la proximidad del Instituto, sintió una corriente de aire frío en la espalda. En vista de su estado de abandono, era probable que la casa de colonias hubiera cerrado antes de que el Instituto Wargnier abriera sus puertas.
La abrumadora belleza de aquel valle dejó pasmado a Servaz.
Su atmósfera era como de cuento de hadas.
Eso era: una versión moderna y adulta de los siniestros cuentos de hadas de su infancia. No en vano, pensó con un estremecimiento, en el fondo de aquel valle y de aquel bosque blanco eran ni más ni menos unos ogros lo que los aguardaba.
* * *
—Buenos días. ¿Puedo sentarme?
Levantó la cabeza y vio al enfermero psicológico que había puesto un abrupto fin a su conversación del día anterior —¿cómo se llamaba? Alex…— de pie delante de su mesa. La cafetería estaba repleta esa vez. Era lunes por la mañana y todo el personal del centro se encontraba allí. El lugar era un hervidero de voces.
—Desde luego —respondió él, con las mandíbulas apretadas.
Estaba sola en su mesa. Ostensiblemente, nadie había considerado conveniente invitarla. De vez en cuando sorprendía miradas enfocadas en ella. Una vez más, se preguntó qué habría dicho el doctor Xavier de ella.
—Quería pedirle disculpas por lo de ayer… —comenzó él, tomando asiento—. Estuve un poco brusco, no sé por qué… Sus preguntas eran lógicas, después de todo. Le ruego que acepte mis disculpas.
Lo escrutó con atención. Parecía sinceramente arrepentido. Inclinó la cabeza, incómoda. No tenía ganas de volver a tocar la cuestión, ni siquiera de escuchar sus disculpas.
—No pasa nada. Ya lo había olvidado.
—Tanto mejor. Debe de encontrarme raro…
—Para nada. Mis preguntas también fueron bastante impertinentes.
—Es verdad —reconoció, riendo—. No se anda con rodeos.
Mordió con decisión el cruasán.
—¿Qué ocurrió ayer allá abajo? —preguntó ella para cambiar de tema—. He oído algunas conversaciones. Por lo visto, pasó algo grave…
—Murió un hombre, un farmacéutico de Saint-Martin…
—¿Cómo?
—Lo encontraron colgado debajo de un puente.
—¡Ah! Entiendo…
—Mmm —murmuró él, con la boca llena.
—¡Qué manera más horrible de suicidarse!
Alex levantó la cabeza y engulló el bocado que estaba masticando.
—No ha sido un suicidio.
—¿Ah, no?
La miró a los ojos.
—Lo han asesinado.
Preguntándose si era broma, observó sonriendo su expresión. Parecía que no, por lo que la sonrisa de Diane se disipó. Sintió una leve sensación de frío entre los omoplatos.
—¡Es horrible! ¿Están seguros?
—Sí —confirmó inclinándose hacia ella para que lo oyera sin elevar la voz, pese al guirigay general—. Y eso no es todo…
Se inclinó aún más. Diane consideró que su cara estaba demasiado cerca de la suya. No quería dar pie a rumores desde su llegada, de modo que se apartó ligeramente.
—Por lo que dicen, no llevaba más que una capa y unas botas, y todo indica que sufrió malos tratos, torturas… Fue Rico quien lo encontró, un dibujante de cómic que sale a correr todas las mañanas.
Diane digirió la información en silencio. «Un asesinato en el valle… Un crimen demencial a unos cuantos kilómetros del Instituto…».
—Ya sé lo que piensa —dijo él.
—¿Ah, sí?
—Está pensando: es un crimen demencial y hay un montón de locos asesinos aquí.
—Sí.
—Es imposible salir de aquí.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Nunca ha habido una fuga?
—No. —Engulló otro bocado—. Y de todas maneras, no falta nadie.
Diane tomó un sorbo de cappuccino y se limpió el chocolate de los labios con una servilleta de papel.
—Qué alivio —bromeó.
Aquella vez, Alex rio con ganas.
—Sí, reconozco que ya es bastante acojonante estar aquí en condiciones normales cuando uno es nuevo. O sea que con ese suceso horrendo… No es el tipo de cosa que ayuda a relajarse, ¿eh? ¡Siento haber sido el transmisor de la mala noticia!
—Con tal de que no sea usted el que lo ha matado…
El enfermero se echó a reír aún con más vehemencia, tan fuerte que algunas cabezas se giraron para mirar.
—¿Es humor suizo? ¡Me encanta!
Diane sonrió. Entre el arranque del día anterior y el buen humor actual, aún no sabía a qué atenerse con él. Le caía más bien simpático, de todas formas. Con la cabeza, señaló a la gente que tenían alrededor.
—Esperaba más o menos que el doctor Xavier me presentara al conjunto del personal. Pero por ahora no ha hecho nada. No es fácil integrarse si nadie le tiende la mano a una…
La envolvió con una mirada afable, inclinando despacio la cabeza.
—Comprendo. Mire, le propongo algo: esta mañana no puedo porque tengo una reunión con mi equipo terapéutico, pero un poco más tarde haremos la ronda de los colegas y le presentaré al resto del equipo…
—Es muy amable por su parte.
—No, es lo normal. No entiendo por qué Xavier o Lisa no lo han hecho ya.
Ella misma se dijo que se trataba, en efecto, de una buena pregunta.
* * *
El forense y el doctor Cavalier estaban cortando una de las botas con ayuda de un costótomo y un separador de dos garfios.
—Está claro que estas botas no pertenecían a la víctima —anunció Delmas—. Son tres números por debajo del suyo por lo menos. Se las pusieron a la fuerza. No sé cuánto tiempo debió de haberlas llevado el pobre hombre, pero debió de dolerle mucho… aunque menos que lo que le ocurrió después, desde luego…
Espérandieu lo miró con el bloc de notas en la mano.
—¿Y por qué le pusieron unas botas así de pequeñas? —planteó.
—Eso le corresponde decirlo a usted. Quizá quería simplemente ponerle unas botas y no tenía otras a mano.
—Pero ¿por qué desnudarlo, descalzarlo y obligarlo luego a ponerse unas botas?
El forense se encogió de hombros y le dio la espalda para depositar la bota cortada encima de un escurridero. Luego, con una lupa y unas pinzas, desprendió meticulosamente las briznas de hierba y la minúscula gravilla adheridas al barro y a la goma de la suela y las dispuso en una serie de recipientes cilíndricos. A continuación cogió las botas y se quedó dudando entre una bolsa de basura negra y una gran bolsa de papel de estraza. Viendo que elegía la segunda, Espérandieu lo interrogó con la mirada.
—¿Por qué he elegido la bolsa de papel en lugar de la otra? Porque aunque parezca seco, el barro de las botas no lo está del todo. Los cuerpos del delito húmedos no deben guardarse nunca en bolsas de plástico, ya que la humedad podría provocar un enmohecimiento que destruiría de forma irremediable las pruebas biológicas.
Delmas rodeó la mesa de la autopsia para acercarse al dedo rebanado con una gran lupa en la mano.
—Rebanado con un objeto cortante y oxidado, una cizalla o unas tijeras de podar. Y rebanado cuando la víctima todavía estaba viva. Páseme esas pinzas y una bolsa pequeña —pidió a Espérandieu.
Así lo hizo el policía. Después de etiquetar la bolsa, Delmas arrojó los últimos restos en uno de los cubos alineados junto a la pared y se quitó los guantes con un sonoro chasquido.
—Hemos terminado. No hay duda: fue la asfixia mecánica, y por lo tanto el ahorcamiento, lo que causó la muerte de Grimm. Voy a mandar estas muestras al laboratorio de la gendarmería de Rosny-sous-Bois, tal como ha solicitado la capitana Ziegler.
—¿Qué posibilidades hay, según usted, de que dos brutos cortos de entendederas hubieran preparado todo ese montaje?
—No me gusta hacer esa clase de evaluaciones —contestó el forense, mirando fijamente a Espérandieu—. Lo de las hipótesis les corresponde hacerlo a ustedes. ¿Qué clase de brutos?
—Unos vigilantes. Unos tipos a los que ya habían condenado por golpes y lesiones y por tráficos de poca monta. Cretinos sin imaginación que tienen encefalograma casi plano y un exceso de hormonas masculinas.
—Si son tal como los describe, yo diría que las mismas posibilidades que hay de que todos los cretinos machistas de este país comprendan algún día que los coches son más peligrosos que las armas de fuego. Aunque, repito, les corresponde a ustedes sacar las conclusiones.
* * *
Había nevado mucho y por ello tenían la impresión de estar adentrándose en el corazón de una confitería gigante. Una tupida vegetación obstruía la vista del fondo del valle; el invierno lo había transformado, como por efecto de una varita mágica, en una red de telarañas de escarcha. Servaz las imaginó como si fueran corales de hielo, en las profundidades de un océano congelado. El río discurría flanqueado de dos burletes de nieve.
Excavada en la misma roca y bordeada de un sólido parapeto, la carretera seguía el relieve de la montaña. Era tan estrecha que Servaz se preguntó que harían si se cruzaran con un camión.
A la salida del enésimo túnel, Ziegler aflojó la marcha y atravesó la calzada para aparcar junto a la barandilla, en un espacio que formaba una especie de saliente por encima de la helada vegetación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Confiant.
Sin responder, ella abrió la puerta y bajó. Luego se acercó al borde, seguida de los demás.
—Miren —dijo.
Dirigiendo la mirada adonde indicaba, descubrieron los edificios a lo lejos.
—¡Uf! ¡Es siniestro! —exclamó Propp—. Parece una prisión medieval.
En tanto que la parte del valle donde se encontraban quedaba inmersa en la azulada sombra de la montaña, los edificios de arriba estaban inundados de una luz matinal amarilla que descendía de las cumbres a la manera de un glaciar. Se trataba de un sitio increíblemente solitario y salvaje, pero también de una hermosura que dejó mudo a Servaz. Observando el mismo estilo de arquitectura ciclópea que había descubierto en la central, se preguntó a qué uso podían haber estado destinados aquellos edificios antes de convertirse en el Instituto Wargnier. Era evidente que databan de la misma gloriosa época que la central, una época en la que se construían murallas y estructuras que debían durar siglos, en la que la ambición del trabajo bien hecho primaba sobre el afán de rentabilidad inmediata, en la que se valoraban las empresas no por sus balances de cuentas sino por la grandeza de sus realizaciones.