Llegué a la oficina con mis incontables miserias cocinándose a fuego lento en mi mente, cosa que hacía imposible que me concentrara en buscar un eslogan para los tampones Del Cielo. Frente a mí tenía toda la información que podía necesitar: cientos de páginas sobre el comportamiento de la mujer norteamericana durante su ciclo menstrual. El único problema es que no tenía el cerebro para procesarlas. Además, estaba segura de que, si se me ocurría alguna idea decente, Bonnie se las arreglaría para arruinarla. Mi relación profesional con ella siempre había seguido los mismos disfuncionales pasos:
Primero: a mí se me ocurría una idea genial.
Segundo: yo se la llevaba a Bonnie, quien la cambiaba, la retorcía y la destrozaba.
Tercero: Bonnie se la llevaba al Gran Jefe, quien, por pura intuición, la reconstruía a lo que yo originalmente había propuesto.
Cuarto: el Gran Jefe se la devolvía a Bonnie, quien saltaba, aplaudía y le decía que era un genio.
Quinto: Bonnie me la devolvía diciendo que el Gran Jefe había arreglado mi
desastre
.
De nada me habría servido decirle que lo que el Gran Jefe le había dado era idéntico a lo que yo había escrito originalmente, porque ella no estaba interesada en escucharlo. Como nunca había podido enseñar mis ideas directamente al Gran Jefe, él no sabía cuánto talento tenía yo.
Pero esa fresca mañana, la esclava de Bonnie estaba sentada con la mirada perdida, incapaz de pensar en un eslogan para esos malditos tampones. Hoy era la excepción que confirmaba
la regla
.
Las grandes compañías están gobernadas por idiotas que creen que cuanto peor tratan a los empleados, más duro vas a trabajar para ellos. Quizá esa filosofía funciona con los burros y los bueyes —aunque no lo daría por seguro—, pero les garantizo que no funciona con los seres humanos. Cuando te sientes explotada, tratas de trabajar lo menos posible, y cada quincena, recoges tu cheque y te vas a casa refunfuñando eso de «me engañarán en el sueldo, pero en el trabajo no».
Es una de esas situaciones en las que todos pierden: la compañía se vuelve improductiva, y el empleado se siente desmotivado. Desaparece completamente la pasión por crear, mejorar y ser parte de un equipo. Yo estoy convencida de que la mayoría de las personas disfrutamos del trabajo, y sentimos una gran satisfacción por cumplir nuestro cometido; pero nada de eso ocurre cuando tu jefe te usa y abusa de ti.
Yo estaba tan furiosa esa tarde, que me puse a afilar todos mis lápices, como si estuviera planeando empalar a una legión de vampiros. Dándole vuelta tras vuelta al sacapuntas, planeaba descabelladas venganzas contra Bonnie.
«Podría frotar su teléfono con hiedra venenosa», me decía, «o romper un par de palillos de dientes en la cerradura de su Mercedes Benz…».
Esos funestos pensamientos eran lo único que me ayudaba a aliviar la rabia que sentía cada vez que me acordaba de sus palabras:
¡Es demasiado gorda! Si mando a B a comer con un cliente te aseguro que le arruina el apetito… B sirve para tenerla escondida en el calabozo, haciendo lo que otros no quieren hacer, pero… ¿de directora? ¡Jamás!
¡Ay, cómo odiaba a esa mujer!
Después de esa larga y aburrida mañana, aproveché la hora del almuerzo para ir a preparar mi declaración de la renta. Caminé un par de manzanas hasta llegar a uno de esos lugares donde lo hacen por ti.
Se trataba de una gran oficina llena de mesas y en cada una había un experto que se encargaba de rellenar tus formularios. El lugar estaba repleto de gente que, como yo, había esperado hasta el último minuto para hacer su declaración. Quizá por eso habían instalado varios puestos provisionales.
La persona que me atendió fue una señora rusa de aspecto muy eficiente.
—Así que tú eres Bella María —dijo mientras ojeaba mis papeles.
—Sí, esa soy yo.
—Qué nombre tan bonito. ¿Eres soltera? ¿Sin hijos?
—Sí —contesté con un suspiro.
—¿Y por qué?
Yo odiaba que me preguntaran
por qué
era soltera. ¿Qué podía contestar? ¿Que porque era gorda? ¿Que porque era fea? ¿Que porque era una amargada incapaz de ser querida por nadie? Total, que simplemente me encogí de hombros y decidí guardarme mis razones.
La rusa me preguntó un par de cosas más mientras tecleaba velozmente en su ordenador con aires de pianista clásica.
Esta señora era un personaje muy distinto al resto de los que trabajaban allí. Los otros técnicos parecían estudiantes universitarios que trataban de ganar dinero extra para irse de vacaciones; pero mi rusa era mucho más mayor y elegante que los demás. Yo le calculé unos sesenta años —aunque era imposible saberlo, ya que no tenía ni una arruga en la cara—. Hay muchas rusas y húngaras que tienen una piel espléndida, y quizá por eso muchas de ellas han abierto
spas
en Manhattan.
Esta señora no era precisamente gorda, pero tenía las formas redondeadas que adquieren las mujeres de cierta edad. Aparte de su terso cutis, llevaba las uñas impecablemente arregladas a la francesa, el cabello corto y rojizo, cardado en un alto copete, y un elaborado pero discreto maquillaje, que parecía desperdiciado en un lugar tan poco elegante como aquella oficina.
Su vestuario me pareció igualmente intrigante: aunque nada de lo que llevaba puesto era exageradamente elegante, su camisa de seda blanca y su traje de paño gris parecían hechos a medida. De su cuello colgaba una cadena de oro blanco con un largo pendiente de brillantes que jugueteaba en su generoso escote. Esta mujer tenía algo especial, un
je ne sais quoi
que no se ve por la calle todos los días. Desprendía una sensualidad extrañamente maternal y una confianza en sí misma casi irresistibles. Lo más curioso es que todo esto se manifestaba en el simple acto de teclear en su ordenador y, aunque no fuera una mujer particularmente bella, había algo en la suma de todos estos elementos que le confería una dignidad casi aristocrática.
De pronto me di cuenta de que esta mujer me observaba de reojo, y súbitamente me sentí culpable por haberla analizado demasiado. Yo le sonreí con cortesía y me puse a mirar a otro lado para no incomodarla, pero a partir de ese momento noté que ella no dejaba de mirarme. Me miraba de arriba abajo como si me estuviera midiendo. Me observaba tan detalladamente que me puse nerviosa, pero ella no dejó de hacerlo hasta que finalmente, y con su denso acento ruso, me dio su diagnóstico de mis finanzas.
—
Querrida
… —dijo, apretando las erres—, no entiendo cómo puedes vivir en Nueva York con esta
porquerría
de sueldo.
—Una hace lo que puede… —le contesté.
Pero en ese momento, ella añadió una línea más que me dejó estupefacta:
—Una mujer tan bella como tú podría ganar una fortuna.
La miré incrédula. ¿Qué era lo que esta mujer me estaba tratando de decir? ¿Sería una lesbiana intentando seducirme, o estaría invitándome a cometer un delito federal? ¿Qué se traía entre manos? Entonces, como si me hubiera leído la mente, me miró por encima de sus gafas y repitió sus palabras añadiendo una pieza adicional al rompecabezas.
—Una mujer tan bella como tú podría ganar una fortuna. Hay hombres que te
pagarrían
muy bien. Conozco hombres que te
pagarrían
muy bien.
Yo no supe ni qué contestarle.
Ella volvió a su ordenador, y terminó con mis documentos mientras yo me quedé callada tratando de procesar sus palabras. Finalmente imprimió mi declaración y me la entregó diciendo:
—Tienes que hacer un cheque para el gobierno federal y otro para el estatal.
Yo me levanté de la silla dispuesta a irme, cuando por tercera vez ella repitió:
—
Erres
una mujer muy bella y conozco hombres que te
pagarrían
muy bien. Llámame.
Yo tengo una regla: cuando me encuentro con un loco por la calle, nunca lo contradigo. A todo le digo que sí, pero luego salgo corriendo lo más rápido que puedo. Y eso mismo fue lo que hice con esta señora, le dije que sí, que yo la iba a llamar, y para que me creyera cogí una de las tarjetas que tenía sobre la mesa. Ella me detuvo.
—No. Esa tarjeta, no. Toma esta.
De su bolso de Chanel sacó un pequeño estuche de oro y piel de avestruz, y me dio una elegante tarjeta de visita impresa en el más exquisito papel de algodón hecho a mano. La tarjeta llevaba su nombre, «Madame Natasha Sokolov», y su número de teléfono móvil.
—¿Natasha? —dije.
—Puedes llamarme Madame —contestó.
Caramba. Qué directa.
Mientras caminaba hacia la salida miré por encima de mi hombro y me di cuenta de que ella me observaba atentamente, con una sonrisa enigmática como la de la Mona Lisa. Salí un poco asustada, aunque profundamente intrigada, y sus palabras siguieron dándome vueltas en la cabeza durante un par de horas.
Corrí de regreso a la oficina y, como no me había dado tiempo a almorzar, me compré un sándwich de pavo sin mayonesa para comerlo en mi mesa. Después de mandar mis cheques al fisco, tuve una insoportable reunión con Bonnie y con el ejecutivo de cuentas de los tampones, y un par de horas más tarde ya se me había olvidado la misteriosa mujer que había hecho mi declaración de la renta. Tenía tantas cosas que hacer y tantos motivos para autoflagelarme que no me quedaba un minuto para detenerme a considerar las absurdas propuestas de la rusa.
Esa noche, como todas las noches, fui al gimnasio. Yo soy una de esas gorditas que disfruta con el ejercicio, el único problema es que detesto ir al gimnasio, porque cada vez que voy tengo la sensación de que es un castigo para las que hemos cometido el imperdonable crimen de estar gordas. Creo que la cosa sería distinta si pudiera ir al gimnasio a pasarlo bien, pero el mío está lleno de gente amargada que ni se toma la molestia de saludarte. Ellos entran y salen a empujones de sus clases de aeróbic, como si el ejercicio fuera una carga más en su vida, y como si cada segundo desperdiciado en ser amable con los demás pudiera arruinar su ritmo cardiaco.
Cuando era una niña quería ser bailarina, y tomé clases de ballet durante mucho tiempo. La danza es difícil y requiere elevadas dosis de disciplina, pero de vez en cuando, haciendo un
grand jeté
o un
pas de bourrée
, tenía esa maravillosa sensación de sentirme aunada con la música. Esta breve sensación justificaba las interminables horas de ejercicio en la barra. Pero una vez me hicieron una foto con mis compañeras de clase, y cuando vi mi voluminoso cuerpo comparado con el de las otras chicas, dejé de ir a la academia de ballet.
A mí me encantaría volver a bailar, pero me he prometido que primero tengo que adelgazar varios kilos.
Por eso iba a un gimnasio que quedaba frente a Cha-Cha, la famosa escuela de baile del Upper West Side. Desde las ventanas de mi gimnasio podía mirar las clases de ballet al otro lado de la calle y usarlo como motivación para adelgazar. Yo corría kilómetro tras kilómetro en la cinta, observando con envidia a las bailarinas del edificio de enfrente.
Pero esa noche el estudio de baile no me sirvió de inspiración. Esa noche todo era un doloroso recuerdo de lo alejada que estaba de las cosas que me hacían feliz, y del tipo de mujer que me gustaría ser.
Creo firmemente en los poderes de la mente humana. Estoy convencida de que si caminas por la calle diciendo: «Soy invisible… soy invisible… soy invisible…», la gente no podrá verte y hasta se tropezará contigo, y si caminas por la calle diciendo: «Soy una gorda horrenda… soy una gorda horrenda…», así es como te percibirá todo el que pase por tu lado. Me imagino que eso era lo yo iba pensando al salir del gimnasio porque, en la esquina de la 72 con Broadway, un mendigo me gritó: «¡Oye, gorda! ¡Dame un dólar!».
Obviamente no le di ni un centavo a ese idiota, pero aproveché sus palabras para torturarme con ellas hasta que llegué a casa. Esta era la última gota de un vaso que estaba más que derramado.
Iba por la ciudad arrastrando los pies, repasando la larga lista de miserias que me hacían concluir que mi vida era una porquería: era gorda, era incapaz de adelgazar, mi jefa me explotaba, no sabía defenderme de ella, no tenía novio y no tenía la menor idea de cómo conseguirlo. En estas cosas pensaba yo mientras caminaba contando las grietas en la acera.
Muy cerca de mi apartamento hay una tienda de comestibles que parece congelada en el tiempo. Mi amigo Craig la llama «la Esquina de la Bacteria», porque esa tienda tiene las mismas latas en los estantes desde hace por lo menos quince años.
Lo único que se puede comprar en la Esquina de la Bacteria es papel higiénico o jabón, porque todos los comestibles deben de estar más que rancios. La Esquina de la Bacteria está abierta las veinticuatro horas, pero nunca he visto a ningún cliente comprando nada. Al pasar por allí, pensé que mi vida era igual que la Esquina de la Bacteria: siempre abierta, siempre vacía, y lo poco que tenía que ofrecer estaba ya envejecido y cubierto de polvo.
Subí los tres pisos de escaleras hasta mi apartamento y cerré de un portazo.
El contestador no tenía ni un solo mensaje, lo que me hizo sentir el ser más solitario del mundo. Me derrumbé en el sofá dispuesta a zambullirme de cabeza en mi amargura, pero justo antes de dar ese salto, pasó algo extrañísimo: mi bolso, que yo había dejado apoyado en una butaca, se cayó de lado y, sin que nadie lo tocara, un solo objeto salió de él; se trataba de una elegante tarjeta de visita, impresa en el más exquisito papel de algodón hecho a mano. En el centro de la tarjeta había un nombre: Madame Natasha Sokolov.
Inmediatamente levanté el teléfono y la llamé.
Cuando vas de Manhattan a Coney Island, el viaje puede ser largo y fastidioso, pero después de pasar una hora en los túneles del metro, el tren emerge en un universo paralelo. En ciertas partes de Brooklyn los trenes corren sobre las calles, así que antes de bajarte ya puedes hacerte una idea de lo que vas a encontrar.
A Coney Island todavía le quedan algunos de los edificios originales del antiguo parque de atracciones que era tan famoso en los años veinte; pero con el transcurso de los años estas construcciones han envejecido, adquiriendo un aspecto casi mágico. Hoy en día, ir allí es como visitar las ruinas de Disneylandia: su gente, su arquitectura, sus colores y sus olores te transportan a otra época. Al igual que un pueblo fantasma, Coney Island transmite la sensación de que algo importante pasó allí, aunque ahora solo puedas imaginártelo.